viernes, 8 de enero de 2010

La ficción lírica en "Es que hacías tanta falta"



Escribe: Walter L. Bedregal Paz

Durante un buen número de los últimos años, la mirada y atención de los lectores, especialmente puneños, ha estado centrada en la poesía escrita por las hornadas nuevas, con gran interés en la llamada Generación de Fin de Siglo, sin embargo, la narrativa estuvo un tanto alejada de la puesta en escena, casi como condenada a un espacio de marginación literaria, a pesar aún de los trabajos narrativos plasmados por las voces, diríamos, en alguna medida, mayores o con más transición de autores puneños (el caso Padilla, como solitario narrador considerable). Los antecedentes narrativos, en este caso del cuento, no tienen mayores referentes, los textos cuentísticos que se conocen son realmente escasos y/o sin valor literario, plagados de improvisación, de autores con temor por hacer conocer sus textos; si alguien escribe por ahí, es un completo desconocido, y es que no hay medios que tengan el espacio necesario para su difusión, salvo la brevedad de milímetros que le pueden dar las revistas de literatura en Puno. Esa tal vez sea la explicación de los pocos cultores de este género.

En el otro lado de la página, de los resúmenes emotivos sin meditación y muy alejado de la improvisación, nos sorprende el logro del texto literario en Es que hacías tanta falta, texto del escritor Darwin Bedoya (Moquegua, 1974), con el cual obtuvo el Tercer Premio en el Concurso Nacional de Cuento “Premio Regional a la Cultura”- 2006, convocado por ELECTROPUNO S.A.A. Una persistencia de búsqueda casi alcanzada en la significación estética, estructural y poética parece haber confluido en esta historia llena de magia y vigor imaginativo, a través de los cuales se podrá notar una voluntad enorme de la organicidad del discurso y la postulación a la imaginería inteligible de sucesos sin fisuras, como un primer rasgo que se puede embanderar el autor. En el universo narrativo de Es que hacías tanta falta encontramos una voz lírica que va desenvolviendo el pasado para encontrar los nuevos días, las horas llenas de una muy grande soledad que vive la protagonista de esta historia.

La trama se va realizando lentamente y en un tono bastante poético, pero marcando un registro de escritura intertextual y con la convocatoria de las diversas imágenes que no hacen otra cosa que darle al texto el halo de una atmósfera fantástica: “El gato negro que nunca comía nada, seguía mirándola como un centinela desde la pared, sus ojos parecían dos antorchas rojizas. Daba la sensación de que él la hacía dormir con la mirada, por eso, cuando quedaba dormida, él se acercaba sigilosamente, lamía sus blancas manos y luego se doblaba como un arco iris tratando de enredarse en los largos cabellos de la dormida. Varias noches hizo lo mismo, y en todas terminaba perdiéndose allí, desaparecía misteriosamente en los cabellos de Quiela. Ella tal vez soñaba que dibujaba un gato en sus faldas.” Esa imaginería verbal es un soporte sólido llamado lenguaje literario, el que esta vez aflora con un matiz de ternura, el mismo que delata al poeta Bedoya.

A veces parecía irse al mirar por la ventana. Es la frase que principia el texto y que nos conduce de lleno a la trama de una historia basada en el increíble sentimiento de una muchacha que termina volviéndose loca de amor (la locura que ella alcanza es de la pérdida de la lucidez de las cosas que solía hacer) por un tipo que no está, ni estará con ella en la realidad de su mundo. Quiela, la protagonista del texto, es el hilo conductor de esta historia llena de fabulaciones y fotografías que sorprenderán al lector. La historia está dividida en dos partes, en la primera es posible percibir a una artista repleta de ansiedad y pena incontrolada, todavía gozosa de su lucidez artística pues, durante la noche comienza a pintar los cuadros más impredecibles que con el paso de las horas parecen hacerse realidad. Pero Quiela va adquiriendo con lentitud un cuerpo abandonado que mientras va pintando, busca la soledad de su habitación donde ocurren hechos realmente extraños. Su alcoba, es también, el espacio silencioso en el que cada vez que llega la parte oscura del día construye un único rostro, “Quiela tiene esa manía de apagar completamente las luces cuando la madrugada es inminente” seguramente para encontrar en sus vacíos aquella imagen que no se borrará jamás de su mente, y gracias a la cual irá alcanzando hasta el último día de su vida ese estado de locura imparable, pero angelical y única.

En la segunda parte, aparece la voz de aquel que se marchó, que por los rastros, demasiado notorios, está en el otro mundo; tan lejos y tan cerca de Omate, “Soñaba, tal vez, con la llegada de alguien o con una señal que pudiera encontrar en sus raros sueños, sobre todo aquellas tardes que rebosaban de presagios porque las cosas frágiles empezaban a moverse lentamente, mientras las flores adquirían un nuevo color y el pasto crecía incontenible debajo de los montes omateños de duraznos”. Ese espacio geográfico de la costa peruana es el escenario donde ocurren la mayor parte de los acontecimientos; contrariamente a la escena única en que se sabe, casi como un flash, del lugar donde se encuentra Fernando, en esas nubes al sol, tal como reza el epígrafe tomado de una canción mexicana que sonó en los años noventa. “Lejos de allí, casi a una distancia incalculable, alguien no le ha quitado la vista. Son unos grises ojos, están leyendo unas hojas que su huesuda mano sostiene. (…) La puede ver (a Quiela) a través de esas hojas ahuecadas, desgastadas; camina de un lugar para otro hasta perderse lentamente en el nacimiento del alba”; sin embargo, a pesar de su ausencia, todo el tiempo ha estado pendiente de ella, ha estado siguiendo minuciosamente los pasos de la muchacha. Fernando, el casi culpable de la historia y la locura de Quiela, es el de la voz poética que convierte al texto en una fusión de poesía y prosa, dos lenguajes que se apoyan en una historia clásica de amor y muerte más allá de la eternidad, como se puede leer en las líneas finales del texto, quedando tácitamente anunciado el reencuentro de dos locos. Por eso es posible verla ahora subiendo por esa desvencijada escalera que no soportará la levedad de su cuerpo. Su mirada semidormida está clavada en la cima de los millares de peldaños que le faltan escalar. Escucha el canto de grillos por doquier y cuando cierra los ojos imagina cientos de luciérnagas alumbrando sus pasos en la gradería. En su espalda, de alguna manera atada, lleva la muñeca que un día encontró entre los deshechos. Y en su rostro hay una sonrisa que pronto se tornará en una carcajada que en algún lugar sus ancianos padres, viendo los dibujos en el espejo, volverán a escuchar y comprenderán que por fin, Quiela, ha descubierto la manera de encontrar al ausente.Así concluye esta mágica narración que desde el título parte con la ternura y la prosa poética de nivel considerable.

La vitalidad imaginativa del autor nos muestra en Es que hacías tanta falta, las estrategias deductivas, inductivas y abductivas de argumentación, las cuales seguramente formulan inferencias derivadas del reconocimiento de improntas, síntomas e indicios de lo que puede ser considerado como un cuento. Y es que el texto en mención posee un espíritu del cuento clásico, también tiene un apreciable tratamiento lúdico y experimental que de alguna manera es, como todos los cuentos, la iniciación de la escritura de la novela y es que va construyendo con cuidado, un efecto lleno de incidentes combinados estratégicamente con ideas preconcebidas. Como en el siguiente fragmento: “Hoy no, Quiela no está más. Ni en el banco del patio, ni en su habitación. Tampoco en esos paisajes. Son otros lugares donde se refleja su rostro. Otras tardes guardarán ahora sus ojos, ya no se perderá horas y horas en la huerta escribiendo en la corteza de los duraznos, las higueras, los sauces, los álamos y los manzanos, esas frases repetitivas; y hasta quizá nunca más vuelva a repetir aquellas palabras que solía decir antes de hacer cualquier locura: Es que hacías tanta falta, como justificando sus actitudes o cuando entendía que algo estaba pasando con ella, algo extraño comenzaba a cambiarla y ya no se reconocía con lucidez.” O la siguiente escena ubicada casi a la mitad del texto, también posee una previa construcción de estructura y composición fantástica: “Ahora por ejemplo, está disfrutando de un paisaje que ha sobrepasado los estilizados esbozos que se contemplaban en el espejo, reflejados en collages y encáusticas, en ellos Quiela camina feliz. Está en un jardín recogiendo flores de todos los aromas posibles. Los tulipanes y las epifitas bromelias de todo color, las poncianas y su sombrilla emulando paraguas naturales, algunas heliconias cerca del riachuelo que atraviesa el lugar pintado, son las favoritas en aroma y belleza. Ella tiene en su brazo un cesto. Un sombrero rojo se puede ver cubriendo sus negros cabellos. Una sonrisa, típica en ella, se nota en la distancia. Esas hojas, el padre, las doblaba cuidadosamente y las guardaba entre su camisa y en las noches, en su cuarto, de tanto mirarlas, asombrado veía cómo se perdían entre sus propias manos.”

Todo ese derroche de ficción hace que al final el texto íntegro alcance una lectura con potencialidad escrituraria y manejo de construcción estructural que hacen de la historia un todo completamente interconectado.

El lenguaje narrativo de Bedoya empieza a distinguirse por esa habilidad para contraponer realismo e ilusión con lo que genera esa atmósfera que conjuga elementos de la prosa y la lírica; en una primera instancia nos atrevemos a postular que los textos siguientes serán de una lectura obligatoria para poder confirmar lo que en estas líneas se está mencionando. El lenguaje que emplea el autor, así como los eventos que va describiendo, casi obligan al lector a refugiarse en la estética y la simpleza de un discurso clásico y moderno a la vez, a esconderse en la sensación de soledad y vacío, más que de desesperación, igual sucede con la creación de las sub-ficciones que están constituyendo la ficción mayor, la de Quiela y su mayor ilusión nunca mencionada en el cuento: encontrarse con Fernando o, el otro dato que tampoco se menciona en toda la historia: la locura de Quiela; y justamente ese tácito entendimiento de esos dos hechos, que son muy vitales en el texto, constituyen el sentido general de la historia narrada.

Al concluir, podemos hallar aspectos relevantes en Es que hacías tanta falta, por ejemplo la ausente expresión dialógica, el derroche de la creación de ambientes ficticios, la soledad, los personajes angustiados apenas descritos, el paso del tiempo, la incomprensión del mundo y la vida de viajes eternos. La reiterativa incursión de los viajes que hace el narrador a las tormentas interiores, nos muestran una vez más, que la desolación, muchas veces marca ¿el equilibrio? de la vida. En resumen, Es que hacías tanta falta, es un cuento de tono esencialmente lírico y fantástico, lo cual causa un efecto de suspense y, casi por extensión, una lectura agradable debido a su lenguaje poético. Esperamos que el texto aludido no resbale en ninguna acera y que su autor no cometa el delito de abandonar la prosa que ha comenzado con otros textos precedentes que conocemos y que tampoco carecen de valor propio.

jueves, 7 de enero de 2010

¿Qué es lo que nos retiene aún aquí?: Nostalgia de la muerte en «Los desmoronamientos sinfónicos» de Miguel Ildefonso



Escribe: Darwin Bedoya




Aparece como una columna de alta y densa humareda esta poesía, estos desmoronamientos, «esta es la prolongación de su aliento entre los objetos sin nombre la prolongación de su corazón la prolongación de la poesía aparecida entre los escombros» (p.57). Ahora que no sólo se habla, sino que también se escribe, graba, estudia, expone, colecciona, construye o destruye nuevas formas del arte poético, incluyendo su considerable constelación o bifurcaciones, donde resaltan estrellas como: los poemas performances, la poesía fónica, la polipoesía, la poesía fractal, la poesía digital, la holopoesía, los poemas objetos, la videopoesía, los poemas plásticos, la poesía multimediática, etc.
Después de toda esta parafernalia de presentaciones discursivas en el género, la percepción de la poesía sigue siendo única en esta inmensa avenida de las tramas que consigue el alfabeto, donde, inclusive la idea espacial de las letras, los colores, los volúmenes, los grados de transparencia, las mutaciones de la forma, la posición relativa de las letras y las palabras, y la aparición y desaparición de grafías es inseparable del discernimiento sintáctico y semántico del texto. Sin embargo, a pesar o gracias a estos multiprocesos de experimentación que se están promoviendo en las poéticas posmodernas, el espíritu de los versos continúa siendo el de siempre, el sempiterno, considerando, implícitamente, esa tan mencionada intertextualidad donde se habla de la «imitatio», «inventio» o «creatio», casi contraponiéndose a la fugacidad y brevedad que identifican a la posmodernidad y su rictus de arte global, peligrosa o milagrosamente masiva, tejida y prisionera en la red de redes y sus sistemas que crujen bajo la sombra de la cibercultura. ¿Pero luego qué?
Miguel Ildefonso (Lima, 1970) nos entrega ahora «Los desmoronamientos sinfónicos», con poemas «escritos sobre el dolor del cuerpo» (58), porque el poeta no vive para escribir. Escribe para vivir. E.. M. Cioran, en «Desgarraduras», apostando por esas esperanzas de sobrevivencia a partir de la escritura, pudo mencionar: «No se escribe porque se tenga algo que decir, sino porque se tienen ganas de decir algo». El mundo está poblado de miserias, dolores, soledades, excentricidades, desolaciones, agonías, reveses y, tal vez, por un cúmulo de tiempos impensados; sin embargo la poesía viene de dentro y tiene, más que filiaciones, concretamente, conexiones, especialmente internas.
La poesía tiene que abrirse paso desde dentro si se quiere llegar a encender. Tiene que ver con lo que Kandinsky y otros, mucho antes que él llamaban «la necesidad interior». Una carestía interior que permite a los poemas, al trabajo artístico, mostrar su propio orden. No un precepto impuesto anticipadamente. No un orden disciplinario. Sino un mandato que brota de su propia naturaleza, del propio ser del poeta, del hombre que vive, pero que está consciente de la brevedad de la vida, gracias a la cercanía o a la convivencia con la muerte, sobre todo por ese ajuste de rigor que recibe la vida, gracias a la sombra de fatalidad que le otorga la angustia: «las luces que navegan en la distancia lejos donde no llega el olor de los muertos aquí todo es destrucción» (59).
El corpus de este poemario parte con las alusiones a la muerte desde el primer poema: «ave de paso», en el que se puede leer: «como un beso en medio de la catástrofe vendrá la muerte para cerrar esta puerta» (9), y concluye haciendo alusión a la llegada de la muerte, sin que nadie se dé cuenta, con el poema «el viento a favor» en el que se lee: «yo escribía junto a la ventana y aquel morado viento entraba vestido de mujer. así penetraba mi cama. trastornaba mi cerebro. una prostituta camina descalza en la página que escribo ahora. nadie la ve porque está muerta» (60). La consumación de la estancia en ese dulce infierno está sumida en estas páginas, y cada poema es la más clara señal de que el poeta ha logrado pulcramente esa simbiosis paradójica, del amor—desamor, esa articulación entre vida—muerte, con esta su manera de dar vida a la muerte en medio del caos y los indiscutibles desmoronamientos que se encargan de erigir una poética que nos muestra la realidad humana del diario vivir, con un canto que crea un efecto de angustiosa reflexión frente a la vida, abstracción que parte desde la voz un poeta que explora nuevamente este padecimiento cotidiano, por ser, tal vez, un imperioso padecimiento que emerge desde él mismo, como diría Mircea Iliade: «si los pájaros cantan/ es, sencillamente, / para no morir de asfixia». Esa representación como la de un Cristo (poeta) apocalíptico, atormentado, desahuciado que mira a Jerusalén (Lima) en un terrible estado de caos y destrucción, ese signo—designio poético viene desde «Vestigios» (1999) donde Ildefonso escribe estas nostalgias: «yo camino perdido entre los sueños incendiados / […] yo muero pero vuelvo de los perfectos basamentos / […] hacia allá vuelvo con lentos y tenaces recuerdos/ a cumplir mi historia». En el libro «Las ciudades fantasmas» (2002), podemos leer: «yo dejaba que las hormigas subieran por mi espalda / y entraran a mí por las cuevas de mis ojos, / mientras el viento buscaba sus propios caminos / para entrar al corazón del corazón (que es el morir)».
En «M.D.I.H.» (2004), Ildefonso escribe: «he visto a la muerte entrar a un cine / luego salir de la peluquería. Debajo de los carros guardó un ala / que tocó alguna vez el paraíso, / el negro paraíso de una muchacha nerviosa / colgada de una pastilla». Ocurre lo mismo en «Canciones de un bar en la frontera» (2001) cuando dice: «estas palabras no son mías —los poemas existen en la realidad— / yo les permito acercarse matarme ser/ en la hoja solo encuentro la perfección de los sonidos». En «Canciones…» se puede percibir, con cierta intensidad, una pérdida del amor, una necesaria angustia, distinta a la de «Los desmoronamientos sinfónicos», esto se puede comprobar en la sección llamada «Cuaderno de las palabras muertas», allí es posible percibir, como en Novalis y Hölderlin: «todo un bosque de tristezas». Luego, en «Heautontimorumenos» (2005) Ildefonso revisa los tormentos interiores que tienen como protagonista a la angustia y su culmen: la muerte. Estos poemarios son parte del enorme proyecto poético del poeta Ildefonso, contienen aquellos versos que muestran el designio que toma como eje su poesía toda. Ese abisal mundo que ha elegido para emanar su discurso poético.
El destino baraja, y nosotros jugamos, decía Arthur Schopenhauer. Esta misma atmósfera deletérea e imprevisible y, además, de largas cabelleras angustiosas, parecen ser otra vez el reclamante universo de la poesía de Miguel Ildefonso que ahora nos entrega «Los desmoronamientos sinfónicos» (2008) Hipocampo editores, que confirma este «continuum» de sorprendente estructura y notable densidad de un lenguaje que a veces se quiere oscuro, difícil (como dijera en «Consagración de lo diverso», Luis Fernando Chueca), culto, técnico y hasta antipoético, pero sobre todo: difícil. Si consideramos el rol de la presencia de la sustantivación y la adjetivación, por ejemplo la aparición de vocablos como: argiva, tagua, férvidos, alongados, conculcar, caolín (24), cerúleo, lampreas, síndicos, pórvida, feble, abeleñar, oblongos, etc. (25). En esta nueva publicación (hay que mencionar que, anteriormente, este mismo conjunto de poemas estaba en la red en formato de poesía digital), de uno de los más importantes poetas de la generación del 90, como muchos lo han reconocido, podemos percibir algunos vínculos que se conectan con la poesía de Novalis, recordamos por ejemplo, aquel texto titulado «Nostalgia de la muerte», poema que integra el libro «Himnos a la noche». Los referentes más inmediatos de Ildefonso son clásicos, a lo largo de toda la historia de la poesía; pienso en las imágenes, las palabras de la poesía de Hölderlin, de Novalis mismo, de Vallejo, de Baudelaire, de Bukowsky, los vanguardistas indivisos, etc. Todos parecen estar aquí a la hora de la hora de los desmoronamientos. Inclusive se puede percibir imágenes abstractas de las atmósferas de Corot, de Millet, de los futuristas italianos, la «Mujer bajando las escaleras» de Duchamp como una viva efigie exponiéndose a cada instante, como los retratos de Max Beckmann, yanto o igual que los expresionistas abstractos norteamericanos, por ahí tal vez esté un tipo de cabellera roja llamado Van Gogh, pálido y contemplando a un Gauguin solariego y silencioso. Un mutismo poblado inclusive de la música de Beethoven, The Doors, Smashing Pumpkins, The Cure, etc. Han hecho posible esta poesía, estos desmoronamientos implacables.
«Los desmoronamientos sinfónicos» (LDS) funda un claro ejemplo de una poesía que podríamos llamar cuántica, según nos propone su autor, al presentar elementos poéticos en forma de partículas, relativamente breves, que obedecen a una mecánica de cadencia menguante (Es previsible saber que quienes hayan considerado el tema de la muerte, a través de la escritura, se hayan envuelto completamente en la angustia como modo de conclusión o avatar frente a esas cuestiones en clave de discurso lírico o reflexión estética que al final viene a constituir una poética), basada en los principios de la elipsis, la riqueza de invención y el notorio lirismo impregnado de cierta coloquialidad y ternura. Desde el título, considerando luego el epígrafe de Browning, sugeridor de una posible esencia del propio cosmos de imágenes de decadencia y señales irremediables de crepúsculos, hasta la misma estructura y permeabilidad del poema en prosa, es posible notar ese espíritu de angustia y existencia desesperada que emergen de una sensibilidad inmarcesible, propia de un poeta ya no en ciernes, sino en plena confirmación de un estilo y una poesía ya conquistada. En LDS nos hallamos ante la presencia de un discurso poético lleno de reflexiones y fotografías que a diario nos presenta la realidad, de un espacio lleno de defectos, de desilusiones interminables y abismos que no concluyen. Este poemario, por momentos, nos hace ver ante múltiples situaciones que pueden ocurrir en cualquier lugar del mundo, escenas y pareceres, donde se presentan ninfas defecando, fantasmas de prostitutas, actores ebrios que rompen floreros, Humareda haciendo el amor con Marilyn, el mismísimo Hölderlin y Cioran y Blake y Schumman y Bach; pulgas en los tibios senos de una muchacha, perros amarrados en la azotea, hoteles, flores, cenizas, larvas, gatos, gatos… Uno de los polos de la poesía contemporánea es el que se presenta como una recuperación de la conciencia transferida a un nuevo estado de presencia, aun nuevo ser. Entonces, como dice P. Mora: mientras exista algo o el dolor exista, existirá la poesía. La poesía trata de algo falso en la medida en que es real. Y el dolor, la angustia y la muerte son aquí ahora, como el tiempo: nunca se va ni se detiene ni desaparece: «yo presiento mi holocausto sin arrepentimientos y así es largo el tránsito de los muertos» (28) «he llegado de una alta angustia caminos bermejos vientos lozanos he cumplido con el ciclo de las estrellas» (26), «pronto crecerá el fuego y naceremos donde hemos muerto» (20), «agonizan los viejos exhalando un antiguo canto mientras agonizan mis poemas y muero sin poder hacer nada» (28), «las sombras y el brillo de las avenidas enguirnaldadas me dirán que estoy llegando a mi final» (20), «nuestros ojos son inútiles ahora y en la hora de nuestra muerte (13). Como Nervo, Novalis escribe a partir de un gran dolor. Una inmensa penuria que a Novalis le provoca preguntarse, dentro de su aterradora angustia, «¿qué es lo que nos retiene aún aquí?» La desolación y la muerte son los signos de los que no nos podemos separar, Ildefonso así lo ha interpretado, por eso su poesía, por eso estos desmoronamientos: «ahora moriremos en esta hierba entre los esquifes miraremos nuestras espaldas desnudos en el espejo» (21), «una muerte a mi costado como un ruiseñor» (23), «un vacío que centella grávido como mi muerte» (29), «una ventana violeta como un espejo redondo donde muere el sol y las puertas marrones como hienas durmiendo»(16). La contemplación de la muerte como un pájaro oscuro, como un espejo que nos la anuncia, a la muerte, todos los días en ese intrépido reflejo, a veces tan idéntica a nuestros sueños, a veces como nos la describe nuestra imaginación, a veces como una muchacha pétrea, a veces como un verso interminable. Será tal vez por eso que «aprendemos ante el terrible paso de las horas que el amor y la muerte son solo palabras» (10), pero palabras que adquieren un cuerpo al que hay que temer casi por una cuestión natural, humana, lógica. «el triste amor de las palabras» (35). La reflexión de Ildefonso reúne los restos procedentes de la desolación, no otros, son intersticios de sus ejercicios anteriores (Vestigios, Ciudades…, Canciones…, etc.) y los orientan en una dirección única, conforme a un trazo que ha de instarse como perfectivo y continuo, casi como un eslabón que se torna en pieza clave para formar un todo excepcional. En LDS, lo que el correlato de la poeticidad prevé es el orden y sentido de los episodios de la reflexión, la topología de las reconstrucciones y proyecciones que conforman su proyecto total (este proyecto que empezó en los años de Neón y que Ildefonso llamó «La fiesta de Rimbaud»), la estructura de su ocupación en el tiempo es válida desde todas las perspectivas. En la medida en que estas proyecciones se aplican aquí al discurso, al control, a la subordinación, no de una desenvoltura singular, sino de la dispersión de todas las significaciones poéticas, debido a que su condición de poema de los poemas se hace pues, ostensible: el sujeto poético es la presencia y la ausencia de todas las realidades. Pero, a decir verdad, que el instrumento de secuencia de tal o cual poema sea la reflexión, no tiene por qué significar que el poema, desde sus inicios, se haya arrogado la propiedad de esa cualidad apocalíptica—lírica, y que por ello debe quedar inmune al control de la reflexión, tal vez por ello la constante alusión a la muerte en LDS intenta, igualmente, decir lo contrario: vida, vida... Puede querer decir que el único obstáculo que la reflexión halla para el ejercicio pleno de sus funciones sea su propia existencia. O dicho de otra manera: que para liberar ese orden reflexivo, para hacer posible, en suma, la tarea crítica del pensamiento es necesario abolir la idea en base a palabras, pero con la inminente presencia de la poesía.
Por estas entelequias LDS es un libro que logra poetizar la crisis del sujeto posmoderno. Todos los signos apuntan a estas y otras interpretaciones lideradas, lógicamente, por esta afirmación que hacemos. Los mismos poemas se encargan de darnos unas pistas que nos permiten este enjuiciamiento, casi de manifiesto. La imagen resultante es la de una sensibilidad formada en este lirismo que persiste en la poesía de Ildefonso. Estos poemas expresan también una obsesión epistemológica por los fragmentos o las fracturas del ser, del poeta, considerando inclusive que la poesía no puede existir confinada dentro de la ciudad humana. Ejerce su desgarrada y dolorosa libertad con escapadas continuas por los extramuros, fuera de la ciudad; pretender limitarla a su interior sería cercenar las posibilidades de un florecimiento. El poema vive de la concordancia fugaz que renueva y amplía la mirada al mundo, y que lo alimenta con dicha, con furia, con penuria o con desasosiego. El piso que sostiene el poema es el momento histórico al cual se dirige y el momento en el que ha sido escrito. Esta modernidad líquida, ese hombre de la calle, ese sujeto urbano que habla en la poesía de Ildefonso, no es otro que aquel que a diario dibuja un sol (en medio de la neblina) en señal de que aún estamos aquí, a pesar de los pesares. LDS nos muestra la secuencia de la atmósfera urbana que Ildefonso empezó en los años 90, esta señal que ya es identitaria del verso de Ildefonso: «la poesía es caminar por lima. entrar a los cines a las cantinas. sentarse en los muros o echarse en los parques. en quilca mirar los libros».(27 y 36), «el hombre de barro camina por el paraíso de cemento» (46), «una ciudad alambrada abre una puerta y las palabras viajan en la noche con una música de espectros» (35) «llevo tras de mí los signos de una época no muy lúcida la peste negra la peste blanca la peste rosa millares de ratas y ratones hambrientos persiguen la música azul de mi flauta […] los roedores me persiguen arrastrando sus pesadas panzas por la plaza san martín caylloma. conozco esta ciudad conozco sus bares sus iglesias sus ministerios sus hospitales también conozco su río» (50) Esta mirada de ribetes extensos que articulan a la ciudad y sus figuras en relación con la mirada moderna del escritor. La poesía de LDS parece oscilar entre urbes que tienen un epicentro llamado Lima. Esa visión neo—social o hiperrealista que hoy es motivo recurrente de la literatura contemporánea, tal como lo han mencionado muchos estudiosos del tema urbano, por ejemplo aquellos que mencionan la construcción de la «ciudad» como objeto teórico (Payne, Jitrik, Sarlo, Gorelik). O los que se han detenido en los estudios de una sociedad de consumo, la sociedad post—industrial, esa ciudad globalizada y el sujeto translocal (Marc Augé, de Certeau, García Canclini). Octavio Paz reflexionaba sobre este nexo entre poeta y ciudad: La relación entre el poeta y su espacio es orgánica y espontánea… El decir del poeta encarna la comunión poética. La poesía pone al hombre fuera de sí y, simultáneamente, lo hace regresar a su ser original: lo vuelve a sí. El hombre es su imagen: él mismo y aquel otro. A través de la frase que es el ritmo, que es imagen, el hombre —ese perpetuo llegar a ser— es. La poesía es entrar en el ser. La poesía: búsqueda de los otros, descubrimiento de la otredad. El poeta escucha lo que dice el tiempo, aun si dice: nada. Poesía, momentánea reconciliación: ayer, hoy, mañana; aquí y allá; tú, yo, él, nosotros. Todo está presente: será presencia. El acto mediante el cual el hombre se funda y se revela a sí mismo es la poesía. Esta ciudad largamente acariciada y perpetuada como objeto poético lleva a un nivel de real importancia a este nuevo poemario de Ildefonso.LDS: invención de lo cotidiano. Imaginarios urbanos. Construcción de ciudades reales. Ciudades escritas. Realismo posmoderno. Urbanismo. Coloquialidad. Poemas en prosa. Angustia. Soledad. Fatalidad. Ternura y delirio. Desmoronamientos. Poesía. Poesía. Voz «surreal» en la flexión vanguardista es ésta del poeta Ildefonso. Pero es una voz que cumple el rol testifical frente a la «multitud» y la primera visión de la «urbe tecnológica» y sus antagonistas (alegoría, deshumanización, demonización y pauperrización).Una constante de estos poemas en prosa es la intención de generar un foco de atención sobre una colección de retratos actuales que pertenecen a una Lima según Salazar Bondy: horrible. Los poemas son el resultado de un punto de observación o aproximación a la realidad, generando un acceso sugerido a la imagen mediante restricciones espaciales, visuales, incluso sonoras. Como en un tren fantasma donde el recorrido oculta los mecanismos que lo hacen funcionar. Hay un intercambio entre distintos medios, incluyendo cantos en desarrollo y otros en plena ejecución, casi un concierto de voces y referencias. La estética y ficción casi ciberpunk, Gibson, y la locura de Hölderlin, sobre todo, son notorias en «oniria», «excessus mentis», «minen an die yach». Hay una completa libertad de la escritura y la posibilidad que da la poesía para mostrar estas escenas pictóricas que Ildefonso nos regala en LDS. La obra que tenemos entre manos no es una sola, aquí también se considera el carácter cuántico que mencionamos al inicio, este poemario es parte de un período o un conjunto poético que comienza en 1990 y sigue hasta hoy (y todo parece indicar que seguirá), este es un humus de ideas—poemas que luego seguirán siendo escritos, suponemos, según las intenciones de Ildefonso, en uno y otro libro, y en los temas puede haber algo trazado previamente o en el momento mismo; otro aspecto que resalta es el que le permite escribir de una manera casi natural y tal vez se sienta como pez en el agua. El poeta no gusta de la formalidad preocupante del verso, tal vez ha pensado en un modo de simplificar la división discursiva del trabajo poético, como un discurso anti—versal, pero no ocurre así en los efectos de la poesía.Los poemas en prosa de LDS muestran una escritura que se deja ganar, por momentos, con un discurso surreal, cercano a Breton, pero resalta, sobre todo, la forma de la prosa que nos recuerda aquellos inicios prosísticos que trajo consigo la gran revolución que supuso el romanticismo en la escritura poética. Desde mediados del siglo XIX cuando los escritores franceses, considerando al precursor alemán Novalis, erigen una poesía en prosa; luego vendrían los ya conocidos textos de Gaspar de la Nuit , además el poeta romántico Aloysius Bertrand y, posteriormente haría su aparición Baudelaire, quien daría el nombre de poema en prosa a la «extraña forma» que rompía el tradicional verso, con la publicación póstuma, en 1868, de los «Pequeños poemas en prosa», otros autores que consideraron a la prosa para la poesía son también: Schwob, Laforgue, Trakl, Stein, Ashbery, Burnside y Mestre, como los más reconocidos. Entonces, estos poemas en prosa (no prosa poética, a pesar de algunas inclusiones de formas narrativas que, sin desmerecimientos, vendrían a ser excelentes microrrelatos dentro de LDS, «ukyah», es un considerable microrrelato al cual podrían acompañar otros como «el flautista de hamelin») vienen determinados por la idea de que la poesía no reside en ninguna forma específica. El ritmo de la frase (teniendo en cuenta la ausencia de la puntuación o esa subversión semántica que de algún modo agiliza la secuencia rítmica del discurso poético), las asociaciones sonoras, las combinaciones léxicas, las imágenes; es decir, todos los recursos poéticos, con la única salvedad de los rasgos específicos versales, no son exclusivos de la forma en LDS, la armonía versificada también puede alojarse en la prosa. La asunción de esta idea constituye, pues, la gran aportación que el romanticismo hizo a la poesía al provocar la anulación de la exclusividad del verso y la consiguiente irrupción de la prosa como medio de expresión poético válido. Nada impide que un poeta como Ildefonso provoque en el lector, con un texto en prosa, los mismos efectos que con un texto en verso.Así en la vida como en la muerte, «he caminado en la caída de mi angustia he cumplido con la sentencia he sido» (27). Es de esos escombros que sale la poesía de Ildefonso, la vida viva de estos poemas son el eco que nos repite nuevamente esa luz existente al final de ese caos desde donde, como un ave fénix se confiesa la poesía. Al igual que al semejantísimo Borges le interrogaron una vez qué es un objeto poético, y él, acomodando su mirada infinita, contestó que todo aquello en lo que se encuentra lo que se espera encontrar en la poesía, eso era y es el objeto poético. Así, del mismo modo, esta Vida humana, así con mayúsculas, así es LDS, Vida construida por visiones, presentimientos, sueños, quimeras, «memorias como polvo enamorado, como tumbas de vacío en la contemplación de la tarde» (45) A pesar de la terrible angustia dentro de este recogimiento de los desmoronamientos, la poesía parece seguir siendo esa inmensa esperanza, esa fuente de vida que nunca dejará de ser tal. La poesía: un amor eterno, la poesía: un pretexto para amar, la poesía: un llorar a solas, la poesía: una forma de saberse aquí. La poesía: una recuperación de los tiempos mejores. La poesía: un perder y encontrar amores. Si «el amor es entonces una cosa perdida» (31), si «el amor es saber que no se volverá a amar así como se ama en este momento» (61), si «el vivir está por alguna parte viviendo más» (31), entonces, no cabe duda que la poesía seguirá siendo vida, seguirá siendo «el hábito de desear la muerte y la inspiración» (42) para que ella, la poesía, nos envuelva y sea el motivo, la razón de nuestra existencia, inclusive más allá de nuestra presencia terrenal, como hace algún tiempo atrás, cuando en los extraordinarios años de Vallejo, Huidobro, Girondo y Borges o los años de la vanguardia, cuando el frágil y pálido Carlos Oquendo de Amat perfiló una arte poética perdurable: se encontraba a orillas del Titikaka, era una tarde inusitada, él estaba sumido, seguramente, en su única razón de existencia que le permitía escribir poemas, sin prestar atención a nadie; una tarde impensada, porque casi no salía de la humildad y el silencio vacío de su cuarto, pero sí fue una tarde que algún día iba a suceder; y llegó con una melodiosa voz femenina que, después de tantos gritos insistentes, logró captar la atención del poeta para enseguida preguntarle sobre la utilidad e importancia de la poesía: «¿Qué caso tiene la poesía? », «¿Para qué puede servir, a fin de cuentas, la poesía? » El poeta, quedamente y friccionando sus tersas manos, como era costumbre en él, y, además, guardando en el bolsillo de su camisa las hojas escritas y los desgastados lápices que siempre usaba, respondió: «Ninguno, la poesía no tiene ningún valor. La poesía es inútil. Definitivamente inútil. No sirve para nada, salvo para vivir, para saber que uno está vivo». Enseguida abandonó la paz que ya no había a esa hora en el Titikaka. Ya por entonces tenía los primeros síntomas de su terrible mal que lo alejaría aún más de las personas y que a la larga lo liquidaría en Navacerrada. Años, varios años después, el poeta ruso Czeslaw Milosz, respondiendo a la misma pregunta hecha por otro poeta, diría: «Mira, en verdad, lo único que puedo decir es que la poesía me ha ayudado a vivir». Aunque, claro está, la insistencia de Ildefonso implica un convencimiento de que «no todo está perdido», por lo que considera una necesidad de insistir en esta razón de la poesía, con el objetivo de favorecer una discusión que lleve, por lo menos, a no asistir una dinámica que se apasiona a una degeneración progresiva que provoca la congregación reflexiva, especialmente cuando se hace esa meditación desde la poesía y se llega a la conclusión de que se escribe para vivir, inclusive, como lo reclamara Novalis, desde su poema «Nostalgia de la muerte», porque en la poesía de Ildefonso, y como en los mismos nocturnos de Villaurrutia titulados «Nostalgia de la muerte», como en la «Noche oscura del alma» de San Juan de la Cruz , «como la muerte estrecha a la vida» en «Abolición de la muerte» de Westphalen, hay una voz que se estremece de su forma y anhela reintegrarse a su origen, de esa nostalgia ya reconocida para siempre. El poeta de los «Himnos a la noche» sintonizaba la verdad así: «El corazón está lleno; el mundo, vacío/ descendamos al seno de la tierra / abandonando el reino de la luz. / El golpe con su estela de dolor es la alegre señal de la partida. / Veloces, en angosta barca, / a la orilla del Cielo llegaremos». Clara señal de la consternación frente a la vida y junto a la irrealidad y porque de modo inquebrantable la poesía es lo absolutamente real, porque cuanto más poético sea el verso, más verdadera es la poesía, porque mientras exista el dolor, la vida, el aliento, la escritura, siempre existirá la poesía. Y aunque «el vivir está por alguna parte viviendo más» (31). El vivir está en estos versos. La poesía es el único modo de decir la verdad sobre la tierra.

Tirapata, 10 de junio de 2008

martes, 5 de enero de 2010

Sombras que iluminan: La lámpara de James Joyce o la voz de Stephen Dedalus


Por: Darwin Bedoya


Febrero es un mes muy especial para las letras, no solo porque en este mes se hayan suscitado los nacimientos de escritores más grandes, sino también porque muchos otros fallecieron, pero al morir empezaron a cobrar una vida llena de inmortalidad, debido a la trascendencia de su obra literaria, este el caso del maestro James Joyce que, con la publicación de ULISES nos dejó un catálogo de técnicas literarias, en palabras de Alonso Cueto. Libro-catálogo que se ha convertido en una lámpara luminosa para muchos escritores, libro cabecera diríamos, recurrente por su vigencia a pesar del paso de los años y el polvo en los estantes.

Joyce nació en Dublín el 2 de febrero de 1882. Hijo de un funcionario acosado por la pobreza, estudió con los jesuitas, y, en la Universidad de Dublín. Educado en la fe católica, rompió con la Iglesia mientras estudiaba en la universidad. En 1904 abandonó Dublín con Nora Barnacle, una camarera con la que acabaría casándose. Joyce logró su primer éxito literario poco después de cumplir 18 años con un artículo, 'El nuevo drama de Ibsen', publicado en la revista Fortnightly Review de Londres. Su primer libro, Música de Cámara (1907), contiene 36 poemas de amor, muy elaborados, que reflejan la influencia de la poesía lírica isabelina y los poetas líricos ingleses de finales del siglo XIX. En su segunda obra, un libro de 15 cuentos titulado Dublineses (1914), narra episodios críticos de la infancia y la adolescencia, de la familia y la vida pública de Dublín. Estos cuentos fueron encargados para su publicación por una revista de granjeros, The Irish Homestead, pero el director decidió que la obra de Joyce no era adecuada para sus lectores. Su primera novela, Retrato del artista adolescente (1916), muy autobiográfica, recrea su juventud y vida familiar en la historia de su protagonista, Stephen Dedalus. Incapaz de conseguir un editor inglés para la novela, fue su mecenas, Harriet Shaw Weaver, directora de la revista Egoist, quien la publicó por su cuenta, imprimiéndola en Estados Unidos. En esta obra, Joyce utilizó ampliamente el monólogo interior, recurso literario que plasma todos los pensamientos, sentimientos y sensaciones de un personaje con un realismo psicológico escrupuloso. También de esta época data su obra de teatro Exiliados (1918).

Joyce alcanzó fama internacional en 1922 con la publicación de Ulises, una novela cuya idea principal se basa en la Odisea de Homero y que abarca un periodo de 24 horas en las vidas de Leopold Bloom, un judío irlandés, y de Stephen Dedalus, y cuyo clímax se produce al encontrarse ambos personajes. El tema principal de la novela gira en torno a la búsqueda simbólica de un hijo por parte de Bloom y a la conciencia emergente de Dedalus de dedicarse a la escritura. En Ulises, Joyce lleva aún más lejos la técnica del monólogo interior, como medio extraordinario para retratar a los personajes, combinándolo con el empleo del mimetismo oral y la parodia de los estilos literarios como método narrativo global. La revista estadounidense Little Review empezó en 1918 a publicar los capítulos del libro hasta que fue prohibido en 1920. Se publicó en París en 1922. Finnegans Wake (1939), su última y más compleja obra, es un intento de encarnar en la ficción una teoría cíclica de la historia. La novela está escrita en forma de una serie ininterrumpida de sueños que tienen lugar durante una noche en la vida del personaje Humphrey Chimpden Earwicker. Simbolizando a toda la humanidad, Earwicker, su familia y sus conocidos se mezclan, como los personajes oníricos, unos con otros y con diversas figuras históricas y míticas. Con Finnegans Wake, Joyce llevó su experimentación lingüística al límite, escribiendo en un lenguaje que combina el inglés con palabras procedentes de varios idiomas.

Después de vivir veinte años en París, cuando los alemanes invadieron Francia al principio de la II Guerra Mundial, Joyce se trasladó a Zürich, donde murió el 13 de enero de 1941.

Es que hacías tanta falta de darwin bedoya





Es que hacías tanta falta
darwin bedoya
Serie narrativa breve Presagio Nº 02
Grupo Editorial "Hijos de la lluvia"
&
Lagoculto Editores
Lima, 2009. 52 pp.




Los pretextos para publicar un cuento
nunca son suficientes. Pueden ser cientos o miles,
pero a veces uno es más auténtico que todos.
Es que hacías tanta falta
es un texto donde el autor domina y articula
una delicada textura verbal —artificios léxicos en summa—
cuya sutileza poética hace que la historia
se convierta, más que en un maravilloso brebaje,
ritual o canción; en un Ars amandi imperioso y moderno.
La insolencia confidencial y talentosa
de este Ars amandi, sin duda es una señal de que
el autor sabe manejar las distancias cortas de la narrativa:
el cuento breve, esta historia es una clara señal,
de que los más puros amores jamás podrán ser alcanzados.
Es más que seguro que algún lector, silenciosamente
logrará secarse alguna sibilina lágrima,
y ese es el punto de quiebre de un texto
considerable; porque, si bien es cierto,
no existen los libros imprescindibles;
pero sí los libros que todos hubiéramos querido escribir,
sobre todo para saldar
cuentas con la memoria de aquel amor mejor
que nunca podrá ser conseguido.
Las dos partes de Es que hacías tanta
falta, traslucen una curiosa arquitectura de
profundas variaciones decorativas que muestran
la intensidad del lenguaje. Parece notarse en
muchas líneas que Fernando, personaje
protagónico, es el alter- ego del autor pues, es quien
se encarga de ir uniendo las secuencias y las
palabras, casi con una precisión absoluta.


Eulogio Ramos

domingo, 3 de enero de 2010

Salomé y otros cuentos de Javier Núñez



Salomé y otros cuentos
Javier Núñez
Serie de narrativa breve presagio Nº 03
Grupo Editorial "Hijos de la lluvia"
&
LagOculto Editores
Lima, 54 pp.

Desde el 2004, Javier Núñez ha publicado diversos cuentos, en realidad la obra que constituye el eje de su trabajo narrativo, es sin duda Salomé y otros cuentos. Este es un libro potencialmente estético y erótico, cuyas sucesivas lecturas confirmarán a uno de los proyectos narrativos más singulares y casi perturbador de la reciente narrativa puneña.

«Estoy acostado al lado de una guapa diablesa. Siento su respiración pausada y contemplo su rostro de niña traviesa. Son las cuatro de la mañana y a lo lejos están cantando los gallos; yo también cantaré mis aventuras con esta bella. En unos minutos la despertaré y consumaré por tercera vez nuestro amor loco. La besaré desde sus cabellos hasta la punta de sus pies, le acariciaré sus muslos suaves, la amaré sin frenos ni límites. Ella tenderá sus alas de mariposa y jamás me olvidará en toda su vida.»

sábado, 2 de enero de 2010

La sombra pavorosa de la ofuscación



Escribe: darwin bedoya

El texto que tenemos entre manos es, ante todo, una historia fantástica que se proyecta en muchas orientaciones. Este relato está escrito desde el centro mismo de la escritura. Combina las vivencias personales y los miedos interiores del hombre. Es una memoria personal, y va proponiendo la desaparición de ciertas fronteras narrativas y abriendo camino para las confesiones amplias, siempre a la búsqueda de que lo real sea visto como espacio idóneo para acomodar lo imaginario, y así ficcionar con la vida.


Su autor, Walter Bedregal Paz, (Tacna, 1965), con esta singular historia nos lleva a un mundo donde pareciese que existen personajes escapados de los más extraños sueños que bordean la locura, al tiempo que transgreden cualquier tipo de convenciones sociales o amorosas, en un espacio geográfico tan común, donde todo está ordenado y prefijado. El protagonista se confunde con su miedo y su conducta es extremadamente compleja, por todo lo que se describe en las líneas de esta imaginería sorprendente.


Pamoslake tiene esa tensión entre imaginería de lo invisible y la narración subjetiva. Es un relato rápido a la vez que profundo, que en su travesía recorre la soledad, la amistad, el amor, la muerte y las fronteras del vacío. En estas páginas se rescatan de la memoria distintos momentos de una época pretérita de su protagonista, escenas conmovedoras sobre la formación moral, sobre aquel «viaje a la singularidad que constituye toda adolescencia.» La quietud y permanencia que destilan sus páginas, la sensación de que nos cuentan cosas «que han pasado y que están destinadas a seguir pasando.» Este libro, el segundo de narrativa que publica su autor y por el que obtuvo una mención en el Concurso Nacional de Cuento Premio a la Cultura en 2006, está destinado a acompañar nuestro propio aprendizaje del dolor y del amor y a perdurar en la memoria lectora.


Insomnio y profundo sueño. Velas en la vigilia. El protagonista de esta historia va esparciendo el caos a su alrededor a medida que avanza en su mutación. Y también nos va conduciendo a un lugar que no sabemos si existe o no, pero que sin duda está entre el insomnio y el sueño. El nudo que él mismo ha provocado guiándose por lo que dicta aquello a lo que más quiere en el mundo, su forma, aprieta en su garganta. Así es como acaba pensando una cosa tras otra, dejándose arrastrar por las circunstancias y su revisión interior. Es de este modo como atraviesa etapas de un viaje iniciático en el cuerpo que posee y la desesperación, en el que cualquiera esperaría que encontrase redención. Como en otras historias escritas por los consagrados, Walter Bedregal sabe husmear en el lodazal de los sucesos para forjar con envidiable pulso narrativo una ficción basada en hechos reales, digna de la mejor tradición realista del género. Y es que da la sensación de que la narración cuenta una historia mientras en realidad está pasando otra cosa. Una prosa perturbadora, inquietante, en el límite de lo ilusorio. Como la lucidez de una noche en vela. El segundo cuento de un narrador que dice que algo anda mal, sin necesidad de levantar demasiado la voz.


Parece que esta historia hubiese surgido del miedo para irse también al miedo. El personaje nos parece indicar que toda definición de insomnio redunda en la imposibilidad de conciliar el sueño. Por motivos físicos o mentales, el sujeto se ve sin posibilidad de descanso en el cuarto eslabón del sueño. Este espacio es conocido como fase «lento» o fase delta, en la cual el organismo halla máxima relajación y comienza un proceso fundamental para su salud: la regeneración. Regeneración en dos sentidos: inmunológico, cuando este sistema actúa con mayor fuerza y eficacia sobre los diferentes órganos del cuerpo; y psicológico, cuando los procesos mentales reacomodan experiencias enviando algunas al arrumbado «ello» y sacando otras de ahí, para descifrar los acontecimientos de las jornadas venideras. El Pamoslake de Bedregal es como un insomnio, este «mal» que ha atacado en todo momento al ser humano; tiene orígenes diversos y explicaciones múltiples, pero en todo caso parece haber acuerdos. Uno de ellos es que el estado insomne crea una dialéctica del insomnio: acostumbrado el cuerpo a no dormir, comienza a despreciar el sueño. Otro acuerdo es que después de un periodo largo de insomnio, una persona puede volverse, sin vuelta atrás, esquizofrénica; incluso puede llegar al suicidio por depresión profunda e inmediata. Por no referir a lo más común, las implicaciones directas en la salud de la persona: al no autorregenerarse, el organismo debilita al máximo su sistema inmunológico y neurológico. Los datos indican que en toda época se han utilizado sustancias de diversa índole y origen para controlar y abatir el «mal». Pero la conclusión final es contundente: el insomnio se trata, pero jamás se cura, puede existir en forma de monstruo, de Pamoslake.


Las lecciones de vida que deja el profesor Recabarren (personaje principal de la historia), nos da lugar a pensar en el neologismo de la autoficción que Serge Doubrovsky dijo de este género, “el autor se convierte a sí mismo en sujeto y objeto de su relato”. No es tan difícil entender que la autoficción es la autobiografía bajo sospecha. Bedregal no solo cruza esa frontera hacia los dominios de la fabulación, sino que se adentra más allá de las horas agudas del insomnio que aplaza una muerte.


Este Pamoslake puede ser la certeza última de la inmortalidad, la resurrección de la fantasmagoría, el ser que capturamos o nos captura en la totalidad de lo divino. Al parecer, lo escrito nunca muere. De ahí la necesidad humanística que guía la vida y nos hace mapas capaces de evitar la sempiterna errancia del absurdo, contar siempre con esos asideros incondicionales prestos a resarcir los extravíos de la animalidad.


Si bien esta soledad tiene que ver con la ausencia, no siempre la ausencia se asegura a sí misma en la nada ni la carencia objetiva logra enmudecer la enunciación del vacío. Próximo al fin, el moribundo custodia, ahí donde los testigos de su deceso creen hallar ya un silencio sepulcral, la irrupción de un último estertor. Adherida a la presencia efectiva, al objeto real, se encuentra la sombra, espejo oscurecido donde se ejercitan imperceptibles contornos fantasmales. El tono de este texto es con olor a ejércitos espectrales cuya misión es abrir una nueva dimensión que no consista únicamente en mascullar las palabras que yacen ante los ojos. Acordes no tanto a la imagen cuanto a la semejanza, tales apariciones escoltan la visibilidad de la cosa y, a pesar de su inaprensible condición, se mantienen firmes, animadas, dispuestas a renovar una y otra vez la capacidad de asombro. En este relato acompañamos a Pamoslake en su aprendizaje de la vida, recorriendo vividamente el mundo interior del ser humano habitado por la condición que le ha tocado vivir y que Bedregal narra con una prosa sosegada y limpia, realista, cruda y penetrante, develándonos una existencia profundamente humana. En la metáfora inacabada de esta narración participa el juego entre la ficción y la realidad para construir, una vez más, un mecanismo fascinante en su estructura y resolución. La vida de este Pamoslake se nos muestra tan cercana que podemos sentir el latido de su corazón cuando le invade el desasosiego o la felicidad. Y, especialmente, el miedo que compartimos con él. La sombra pavorosa de la ofuscación.

viernes, 1 de enero de 2010

Pamoslake de Walter L. Bedregal Paz



Pamoslake
Walter L. Bedregal Paz
Serie narrativa breve Presagio Nº 01
Grupo Editorial "Hijos de la lluvia"
&
LagOculto Editores
54 pp. (Lima, 2009).

El texto que tenemos entre manos es, ante todo, una historia fantástica que se proyecta en muchas orientaciones. Este relato está escrito desde el centro mismo de la escritura. Combina las vivencias personales y los miedos interiores del hombre. Es una memoria personal, y va proponiendo la desaparición de ciertas fronteras narrativas y abriendo camino para las confesiones amplias, siempre a la búsqueda de que lo real sea visto como espacio idóneo para acomodar lo imaginario, y así ficcionar con la vida.

Pamoslake tiene esa tensión entre imaginería de lo invisible y la narración subjetiva. Es un relato rápido a la vez que profundo, que en su travesía recorre la soledad, la amistad, el amor, la muerte y las fronteras del vacío. En estas páginas se rescatan de la memoria distintos momentos de una época pretérita de su protagonista, escenas conmovedoras sobre la formación moral, sobre aquel «viaje a la singularidad que constituye toda adolescencia.» La quietud y permanencia que destilan sus páginas, la sensación de que nos cuentan cosas «que han pasado y que están destinadas a seguir pasando.» Este libro, el segundo de narrativa que publica su autor y por el que obtuvo una mención en el Concurso Nacional de Cuento Premio a la Cultura en 2006, está destinado a acompañar nuestro propio aprendizaje del dolor y del amor y a perdurar en la memoria lectora.

darwin bedoya.