sábado, 30 de octubre de 2010

En el nombre de las aves: Imaginería surrealista y erotismo en la poesía de Luzgardo Medina

por darwin bedoya

1.- Aves preliminares:

Después de las vanguardias de principios del siglo anterior, el surrealismo aún permanece en la poesía contemporánea. Es verdad que posee nuevos matices, nuevas experimentaciones y, por supuesto, nuevas voces. Pero lo que más llama la atención es, sin duda, ese encandilamiento prodigioso del que tanto necesita la poesía para poder subsistir. La poesía requiere de una compenetración casi alquímica con las imágenes y el desorden y lo onírico que hoy posee el poema surrealista. Walter Benjamín, en su ensayo «El surrealismo: la última instancia de la inteligencia europea» casi en la parte culminante señala que «cuando cuerpo e imagen se compenetran tan hondamente, que toda tensión revolucionaria se hace excitación corporal colectiva y todas las excitaciones corporales de lo colectivo se hacen descarga revolucionaria, entonces, y sólo entonces, se habrá superado la realidad.» Por eso, observando la alquimia de esta compenetración desde la experiencia y la perspectiva histórica del siglo XX, la entelequia puede ser vista también como imaginación controlada y como procedimiento de control a partir de una imaginería desbordante como la que nos convoca ahora con la voz del poeta Luzgardo Medina Egoavil (Arequipa, 1959). Una primera imagen nos hace ver a LME catando del seno de un surrealismo aborigen, pero con nuevas quimeras, nuevas formas de independencia de la palabra. El surrealismo es liberación de la palabra. Si detenemos nuestra atención en la época de surgimiento de este movimiento literario, veremos que en 1924, Breton formulaba una idea que a él mismo debió de resultarle turbulenta, pues en el marco de sus compromisos ideológicos, hablaba de la proximidad del surrealismo con las imágenes: al referirse a su aprendizaje poético, Breton señalaba, en el «Primer manifiesto», que había buscado «una aplicación de la poesía a la publicidad (aseguraba que todo terminaría, no con la culminación de un hermoso libro, sino con la de una bella frase de reclamo en pro del infierno o del cielo).» Significativamente, nada más formular esta posible premonición, Breton pasa a hablar de la importancia de la «imagen» en el contexto de la construcción poética. Es por la tesis de la imagen en la arquitectura de la poesía que nos llama la atención la poética de LME, quien lleva publicados más de siete poemarios, desde «La boda del dios harapiento» hasta «Bajas pasiones para un otoño azul», ediciones Copé, 86 pp. Lima, 2008, pasando por «Ad libitum», Arequipa, 1995, «Contra los malos presagios», Eclosión editores, 74 pp. Arequipa, 1996, «Avatar» 1996, «Rostros del sueño», editorial UNSA, 158 pp. Arequipa, 2005 y «Nada», editorial UNSA, 74 pp. Arequipa, 2007, que irreversiblemente son textos considerables en una revisión de la poesía peruana.


Daniel Tamayo: El nacimiento del fuego. Acuarela. 70 x 128,7 cm.


2.- Aves de imaginería surrealista:

Fue Salvador Dalí quien llegó a hacer de la reproducción de estados mentales próximos a la paranoia con fines de creación artística un método —la «paranoia crítica»— y Eluard y Breton, que habían elaborado así los textos de «L'Inmacule Conception», inclusive «El pez soluble», llegaron a afirmar que «...el ensayo de simulación de enfermedades reemplazará ventajosamente a la balada, el soneto, la epopeya, el poema sin pies ni cabeza y otros géneros caducos.» Para el paranoico, la realidad está preñada de señales ocultas dispuestas para afectar de una manera u otra su propia subjetividad, y su máxima preocupación consistía en descubrir esas señales: concepción de la realidad y actividad de «desciframiento» que inmediatamente nos recuerdan el concepto de poesía y de la función desveladora del poeta que los surrealistas heredaron directamente de los simbolistas (otra es la herencia de los románticos) y que se relaciona también con el mundo del esoterismo y las ciencias ocultas. Recordemos a este respecto la identidad que Mallarmé había establecido entre poesía y religión esotérica en cuanto ambas suponen una penosa iniciación previa a la revelación de la belleza o de la verdad reservada a unos pocos elegidos.

La asunción del «destino» trágico del poeta —en la tradición romántica heredada por los simbolistas— «condenado» a una labor ingrata pero trascendental, por cuanto el objeto de sus afanes, la poesía, es considerada no sólo —y en esto, LME, de algún modo es ya, además, un buen surrealista— como vía de conocimiento interior, sino como un camino privilegiado de «ampliación de la conciencia de la humanidad.» Si nos remitimos a las primeras líneas del «Primer manifiesto» ya queda claro que Breton entiende por sujeto, sin más, al sujeto masculino (en todo momento se refiere al «hombre» como sujeto del arte), y que identifica la relación amorosa con la posesión de la mujer por parte del varón. Para los surrealistas varones —pues hubo también, como es sabido, algunas destacadas artistas en el surrealismo— la mujer desempeña en el mejor de los casos el papel de musa, aunque no de una musa común y silvestre, sino la musa proveniente de una mitología moderna, relacionada con el mundo del escenario, la pantalla, la cartelera, los anuncios y las revistas ilustradas (hoy diríamos, la musa mediática). La poética del fragmento en la vanguardia heroica va pareja a una epistemología del fragmento típicamente modernista en la filosofía y las ciencias sociales de la época, desde el elogio de la ruina o el concepto de «instantánea», hasta la celebración del montaje como procedimiento textual y de la «imagen dialéctica» como método de investigación.

La tarea del poeta, además de la adquirida habilidad en el tratamiento de la lengua, tiene su dificultad peculiar en que, debido a la poca corporalización de la poesía, él debe buscar en la profundidad de la imaginación y en el núcleo auténtico del arte, un sustituto para esta deficiencia sensible. Con este poder de captar y manifestar lo que reside en la conciencia, la palabra se consolida como el medio artístico de comunicación más adecuado para el espíritu y empiezan las apariciones de imágenes e imágenes aludiendo a lo surreal: «Tengo en mis manos el durazno recogido de la rama más alta de este siglo (estoy acostumbrado a sudar claveles en las épocas de frío).» (CLMP, poema 1, p. 15), «Destrenzo la música, cuelgo mis sueños en la pared.» (CLMP, poema 3, p. 17), «En esta maleta guardo la hojarasca del último otoño y en esta mano la única verdad que dije en mi vida. Todo está listo para el viaje./Hace soledad, mucha soledad.» (CLMP, poema 8, p. 25), «Lo juro. Un día soñé que recién nacía. Mi madre, más que un ser mitológico, pujaba para que yo saliese a esta vida y pueda, al fin, alimentarme como los buitres que se comen a los astros.» (CLMP, poema 11 p. 28), «Lloverá sal. Árido sentimiento vendrá a nuestro dilema. La desgracia querrá desandar su camino y el llanto poseerá el carné de los apátridas./ Y nadie, en absoluto, se dará cuenta.» (CLMP, poema 24, p. 44), «Tengo dos mil años en este planeta y aún no me canso de recoger la locura en un canasto. Tengo la edad del fuego, la clásica forma de la culpa rodando desde la oscuridad. » (CLMP, poema 27, p. 49) Si bien el surrealismo de LME no es como el de los surrealistas mencionados líneas arriba, este surrealismo de Luzgardo tiene su propio ser y es auténtico en el sentido de sus referencias geográficas, sus constantes de la tierra mistiana. La inteligibilidad espiritual de la palabra poética se sustenta en la riqueza de la experiencia interna del poeta que, a la vez, lo lleva a penetrar en lo sustancial del contenido que manifiesta. La subjetividad humana en LME alcanza un relieve considerable al adquirir expresión lingüística, de modo que se objetiva su discurso posibilitando su existencia artística, real y verdadera, en la propia conciencia.


Daniel Tamayo: Atlántida. Acuarela. 64,5 x 104 cm


La poesía en LME es la autoconciencia de las pasiones y los sentimientos porque el propio contenido se forma como lo que yace sustancialmente en lo humano mismo. Inclusive aparece el mundo del espíritu como mundo humano y es representado por y en un miembro perteneciente a ese mismo mundo: la palabra, ese material flexible que se revela como lo más capaz de captar y expresar, ésa es la fuerza vital del movimiento del propio espíritu. Creo que a partir de ello la poesía moderna nos abre la mirada a la multiplicidad de caracteres posibles y, por tanto, a la pluralidad de modos de incidir en la realidad. Aceptar esta multiplicidad y esta pluralidad conlleva la complicación de que la justicia universal se imponga como desenlace y conclusión trágica y vea como salvación solamente a la poesía, a su sueño: «Está escrito que los navegantes tenían barba blanca y unos labios reciamente cuadrados. Eructaban después de una bocanada de vino y mugían con su ojo melancólico. Decían ser hijos de un tiburón carmesí.» (CLMP, Amuleto para atraer el dinero y cualquier prosperidad material, p. 63), «Jauría de dioses bajo un sol nocturno,/ jauría de frutas colgando de los peñascos,/ jauría de huesos sobre tu cuerpo en cenizas, / jauría de sonidos abrevando sin edad.» (RDS, Jauría bajo un mar sin peces, p. 57), «Sigo aquí, observando cómo la memoria pierde la memoria. Pronto saldré libre, visitaré al amén surrealista, porque sólo así, mientras viva, la tierra me dará sus pájaros imantados, ya no dispondré de cadáver alguno para robarle un trozo de lágrima.» (RDS, Campo de concentración, p 36), «Mi amor es uno de tus textos omitidos/ quizás un pétalo magnético/ que nunca pudo comprender/ tu discurso corporal.» (RDS, Colores para tu piel de isla, p. 133), «Nuestras manos/ sombras blancas/ hicieron el amor/ en varios idiomas/ en varios eclipses/ y en varias plegarias.» (RDS, Frente al ocaso de tu vida y frente al ocaso de mi sombra, p. 1118). La muestra de surrealismo en la poesía de LME nos transfiere otra vez la señal de ese múltiple embate que supone lo onírico, y la impugnación del presupuesto discursivo de un lugar interpretativo privilegiado (el «locus» virtual del sujeto enunciatario asignado por la perspectiva) da lugar a otro tipo de espacio representativo, un «espacio alegórico» (Contra los malos presagios) regido por relaciones conceptuales y frecuentemente sinestésicas. (Rostros del sueño) y las consecuentes conjeturas que se «conectan de forma directa con nuestro inconsciente», apuntando a la clave que relaciona más profundamente la representación surrealista con la cultura manierista-barroca, por un lado, y con la persuasión publicitaria del último siglo, desde el otro lado. El sueño y la imaginación eran dos auténticas armas para destruir las paredes que aprisionaban la libertad del individuo. «Cambiar la vida», proclamó Rimbaud, y no era otra la consigna de los surrealistas. El amor: el más alto escudo del surrealismo, siempre estuvo delante de la mujer amada y desde allí, como ahora, nacían los versos. Herederos, también, del espíritu romántico —del más profundo y mágico: Novalis, Blake, Hölderlin, Nerval, ¿Keats?— el surrealismo creía en el amor (hoy podría ser creyendo) como el único elemento capaz de redimir al hombre de la absurda banalidad de la existencia. Sobrepuesta, la poesía: imaginería. Las palabras.

Daniel Tamayo: primavera en el Eliseo. Acuarela. 62,3 x 130,5 cm.


3.- Aves en el erotismo:

La literatura erótica contiene una larga lista de autores que anduvieron en este tema del goce y del erotismo con su evidente relación con el amor. Entre los autores más representativos que fijaron su trabajo literario en este eje tenemos al «Don Juan» de Byron, a «La señorita de Maupin», de Gautier; así como, textos puramente eróticos que por su genialidad, originalidad o tratamiento inusual de algún aspecto. Pueden considerarse como textos literarios eróticos: «Vox», de Diderot; «Gamiani», de Musset; «Teleny», de Oscar Wilde, «Las correrías del rey Folgante», de Pierre Louys; «Las once mil vergas», de Apollinaire o «Delta de Venus» de Anaïs Nin. Atravesando por los románticos que irrumpieron con este tema de los amores frustrados y desenfrenados en obras como «Las cuitas del joven Werther» de Goethe o el conjunto de clásicos autores franceses que expresan en sus novelas «gritos secretos» y un sensual lenguaje erótico como el expresado por Flaubert en «Madame Bovary», la pasión recalcitrante en «Rojo y negro» de Stendhal, la pura poesía en «Las flores del mal» de Baudelaire, y otras obras cargadas de un erotismo en su sentido más sublimado, y por ello memorables: «El decamerón» de Bocaccio, la anónima «Las mil y una noches», «El monje» de Lewis Carroll. Volver los ojos hacia la poesía de LME es reintegrarnos a las potencias esenciales de la naturaleza y de lo humano, acceder al nivel de la expresión auténtica, donde ritmo e imagen se encadenan en secuencias vitales, al igual que lo surreal y lo erótico.

La poética de LME está siempre iluminada por el soplo de la vida que es, la magia instantánea de la palabra que esta vez, desde su mirada, se concibe con rasgos eróticos que subrayan el goce que es el erotismo y la compatibilidad con el amor como última instancia de la pasión. Laura Yasán, poeta argentina, en un poema titulado «Animales domésticos», dice: «el deseo es un animal que vive en las entrañas/ como toda bestia visceral/devora y devora todo el tiempo// llega un día/ en que sólo nos queda la piel y la osamenta/ conteniendo un vacío tumultuoso/ desorbitado// el vacío es un animal que vive en el deseo/ como toda bestia pasional/ succiona y succiona todo el tiempo// llega un día/ alguien pronuncia tu nombre/ y te pulverizas en el aire.» Este vacío tumultuoso en la poesía de LME logra la exaltación sagrada de la presencia: el amor y sus más profundos secretos escritos. El erotismo, cubierto con su embriaguez, será también en su unión de deseo y delirio, y que el fin del erotismo, sabremos, es desarrollar la pasión, la memoria arquetípica y el imaginario sobre un momento de deleite corporal, formando parte del mundo interior del hombre donde el sexo se manifiesta como lo erótico: es el misterio de la apetencia; proceso que se ha expresado a través de la historia por alcanzar la igualdad entre el hombre y la mujer:


7.2. Hazme el amor como en los tiempos que había más luz

Los muertos ya nunca más contemplarán
ni la belleza de una playa desierta
ni el mortífero color de la pobreza
ni el relámpago que hace arder los linderos
por eso libertino amante mío sigue recorriendo
mis entrañas de Este a Oeste sigue penetrándome
puntual y alevoso y muéstrame tu mundo oriental
hazme el amor como en los tiempos que había más luz
miénteme como se miente a un herido de guerra
deja que mi sexo y tu sexo se honren con amplitud

Los muertos y únicamente los muertos
tienen acceso a la melancolía de los pájaros
cuando dejan de volar sobre los huertos de medianoche
los muertos pueden hablar cualquier idioma
o pueden escribir con la misma caligrafía
o se ríen de quienes creen tener otro panorama del país
por eso mi esquivo y noble amante mi leal y feroz amante
entrégame el verso más caliente y no te detengas
jadea como un granjero suda como un caballo profético
no tengas piedad ni te consternes y déjame resucitar

Los muertos imaginan un mundo también limitado
pero lo vivos que nos reclamamos estar vivos
sigamos entregándonos a la suerte de las cosas
al deleite y a la plasticidad del amor sin reserva
hasta que el clímax nos sepulte con su mercancía

(Bajas pasiones para un otoño azul, p.51)

El poema anterior pertenece a uno de los más recientes libros de LME: «Bajas pasiones para un otoño azul», es en este libro donde resplandece con mayor ahínco el goce erótico desde una voz que se desprende de una especie de belle femme, aquí el erotismo logra la insinuación, que se hace leve, pero a la vez intensa, da la posibilidad del placer sexual pleno de regocijo y concerniente lasitud; por ello entendemos que, cuanto mayor sea la insinuación y más velada, más erótico se va tornando el texto. El incremento de la dosis de lo explícito produce pornografía y, con un poco de mala suerte, vulgaridad, cuando no hastío; pero el erotismo trasladado a la poesía y su lenguaje, se hace goce y delectación en «Bajas pasiones para un otoño azul». Sabemos que el erotismo es la sexualidad transformada por el ingrediente humano de la imaginación. Tanto la sexualidad como el erotismo están presentes en el amor y, sin embargo, son trascendidos por él. El amor es la verdadera forma de conocimiento, ya que la relación entre dos sujetos, el amante y el amado, los transforma uno frente a otro a través de una interacción dinámica. En una fenomenología de la consciencia amorosa donde se presenta la abundancia de vida interior, la potenciación del sentido y valor de personas y cosas, ilusión y transfiguración, reciprocidad y fusión. Si vemos a la luz de este criterio los poemas perfumados de erotismo son un extraño, pero a la vez conocido cantar:


10.3. Amante sin nombre deja tu prisión y canta conmigo

Amante sin nombre deja tu prisión ya es
la hora del agua y del cárdeno bosque
levántate presuroso por sobre cualquier
letargo y coge al universo por su ala
ya es la hora de la serpiente que duerme
a la derecha de la bondad o a la izquierda
del hijo de Dios recién clavado en su hostia

Amante sin nombre deja tu prisión ya es
el día en que no hay abismos ni distancias
no hay egoísmos ni cuentas pendientes
canta conmigo hasta que llegue la última
ola y hasta cuando nos hayamos librado
del dolor que a unos nos hace muy feliz

Amante sin nombre amante ortodoxo ya es
el momento de partir hacia otra latitud
deja que descanse el vendedor de guerras
dame tu beso no saciado ni por la lluvia
deja tu prisión y canta conmigo aquella
melodiosa composición cuya letra habla
de la inmortalidad que tiene la palabra
deja tu prisión en este instante y navégame
pisa mis arenas desérticas hasta el éxtasis
abarca todos mis rincones con tus papilas
apodérate de mi mundo y de mis fronteras
nuestro desamparado amor es el pan de un sueño

(Bajas pasiones para un otoño azul, p. 70)

Justo en aquello que le es más sagrado —el cuerpo— el hombre no logra ser intenso. Ese mismo cuerpo que termina por representar el papel de un obstáculo que debe ser vencido. La trascendencia es nuestro plan de fuga; por una vía múltiple de insatisfacción, apostamos todas las fichas al espíritu. Entonces alimentamos esas zonas increíbles de transferencia, los lugares más propicios a la culpa, el dominio del pecado, etc. Es todo lo que tenemos. En la poesía de LME el erotismo se torna en un acto de comunicación, incluso de comunión: se produce algo divino, es Dios quien se introduce en la vida carnal y se lo puede llamar gracia divina. Gracia significa encontrar en el otro, en el Tú, una plétora de vitalidad, de gozo y esperanza. Sobre todo en el gozo entre dos seres humanos. Hay en la contemplación erótica instantes absolutos que están fuera del tiempo. LME hace que en sus poemas predomine la comunicación de estos instantes privilegiados que estructuran su poesía de manera intuitiva y rítmica, más que de manera arquitectónica; sus poemas no son edificios de palabras, sino configuraciones espontáneas del canto. Los acordes mayores están dados por las imágenes deslumbrantes que maneja: la continuidad poética se sostiene en la base de intervalos rítmicos, los cuales logran mantener el compás sin opacar la imagen, cuya fuerza nuclear se prolonga gradualmente. Imagen y musicalidad sintetizadas con maestría minimizan la intervención crítica del logos ordenador. Es aquí donde el surrealismo impregna su asignación de poiesis interminable en el cosmos del primer sentimiento: el amor. Octavio Paz, en su libro «La llama doble», reflexiona sobre la naturaleza del amor y sus protagonistas que fundan y se funden en lo erótico: «Estos contrarios, como si fuesen los planetas del extraño sistema solar de las pasiones, giran en torno de un sol único. Este sol también es doble: la pareja. Continua transmutación de cada elemento: la libertad escoge la servidumbre, la fatalidad se transforma en elección voluntaria, el alma es cuerpo y el cuerpo es alma... Amamos a un ser mortal como si fuese inmortal.» Poiesis interminable o el mismísimo infierno garantizado:


Cuaderno de los amantes

En esta locura impasible, olor a cebolla putrefacta,
yo pronuncio tu pardo nombre que, siento, quema
la fatigada pluma del vacío. Ese vacío de gestos,
ese vacío de flores apocalípticas, ese vacío habitual
en donde nos entregamos al resplandor de lo desconocido.
Lo importante es que me amas, pero siempre me amas.
no necesariamente te digo amor, después que me besas.
Tengo miedo, me dices. ¿A qué? Te pregunto.
Miedo de despertar y no encontrar tu desvelo en mi velador,
miedo al reloj otoñal que florece dadivoso sobre tu pecho
y el mío. Miedo a no tener miedo. Me respondes.
Olvida, si puedes, la palabra sin ojos. Olvida el amor
de los que se pierden atravesando el prado, pero nunca olvides
El dulce estrépito que causan nuestros nombres.
hemos aprendido a dudar de la música filosofal y,
hasta, del talón de Aquiles. Es bello dudar de la duda.
Me repugnan las palabras místicas, prefiero ese
gastado perfume que destila nuestra suerte o la botella de vino
que lo guardé en nombre de la nostalgia, casi, setenta años.
Quemémonos como el incienso. Seamos como el viento fresco
recién arrancado de la infamia, no nos importe la luz ambigua
con las que se alumbra cierta clase de mortales.
Nuestro amor será escrito en gruesas enciclopedias y será leído
de ciudad en ciudad para que los niños, cunado adultos,
no intenten quemar los espejos imaginarios de Dios,
o para que no pretendan vivir en aquellas islas inventadas
lo único que hago es amarte con rigor, me dices, casi siempre.
Hemos sido condenados al destierro, tú lo sabes o lo intuyes.
Si he de morir primero, amor, te espero en la estrofa sin reposo,
ahí podremos pisar tierra y no habrá dos cielos en el cielo.

(Nada, pp. 33-34)

«Nada» es un libro publicado un año antes de «Bajas pasiones para un otoño azul», en el primero se vislumbran ya las ideas y la atmósfera erótica, sin dejar de lado, por supuesto, el surrealismo que ya se daba desde los primeros libros del poeta y su viaje por este imaginario lingüístico que alumbra a la poesía. A través de este desplazamiento por los términos «amor» y «erotismo» no solamente quiero llamar la atención sobre unas palabras de uso cotidiano que resultan ser más escurridizas a la hora de fijarlas. Todo y cualquier lenguaje es esencialmente erótico: «Mi sexo es como un maleficio que amapola en el ocaso, o que/ detrás de los putos deseos va relinchando sin descaro conocido./ Hacer el amor es demasiado para alguien como yo que se pasa/ la vida imaginando a Lao-Se llorar sobre diez mil palomas./ Hacer el amor no es sino volver a creer en el error o en la fatalidad/ de aquella estrella que de tanto estar suspendida decide caerse,/ caerse pútrida y santa, ardiente y siempre santa.» (Salmo para mi sexo, Nada, p. 23) No se dispara una bala, no se conspira contra un gobierno, no se destituye o se entroniza un rey del baile, si no es desde una perspectiva erótica. Cualquier investidura es el primado del orgasmo: «Nos costó el asalto, amor. Ahora sí podemos hacer las cosas/ más ricas en nombre de quienes no saben hacer./ Quédate ahí, no te muevas, te quiero limpia y perfecta,/ con tu olor de manantial. Amémonos como se aman las víboras./ Amémonos con la inmensidad más desconocida y torrencial.» (Troya arde y mi amor también, Nada, p. 39) No hay hacia dónde ir, de qué huir, qué evitar. Todo en el hombre expresa su deseo de vida y muerte. Valiéndome de la poesía de LME también quiero invitar a los lectores a elevarse por encima de su propia reticencia para contemplar el Eros originario más allá del tiempo para así acceder mejor a las costumbres del momento que se expresa en la comunicación interhumana, en este caso, poética. Esta es la clave para introducirse, como un intruso, en un tema de tan compleja definición y para poder penetrar más profundamente en el pensamiento y sentimiento de este poeta que ya tiene un buen tiempo en el ejercicio literario. Hemos llegado a un punto en el que, a través del erotismo y la poesía, incluido el amor, dejamos atrás una religión en concreto al igual que los límites del tiempo. Vivimos de la misma manera la contemplación divina que la comprensión del Eros originario y clásico como aquella divinidad que reinó antes y que estaba por encima de los dioses del Olimpo. Eros llega a ser un fenómeno más allá del tiempo que une hombres y culturas, una forma de comunicación que va más allá de las barreras lingüísticas. Desgraciadamente es muy difícil o imposible abstraernos de nuestra personalidad y cuerpo histórico con lo cual el Eros «trastemporal» pocas veces puede ser reconocido en su totalidad y menos aun vivido. Siempre nos encontramos con las reglas sociales que funcionan de filtro para la vivencia erótica. Cada cultura y cada grupo social le atribuyen otra importancia, otro papel. De esta manera Eros se convierte —con toda su vigencia «trastemporal»— en un concepto variable porque se interpreta lo eterno de diferentes maneras, sacando aspectos parciales muchas veces incluso contradictorias y negando otras. Además, se afina esta definición como contracorriente de la poesía erótica concentrada en el componente físico del amor, lo cual difumina el ideal hacia una expresión más agresivamente sexual. Siendo oposición del amor idealizado, llamado oficial, la poesía suele centrar su trasgresión en lo prohibido, es decir la expresión directa y el placer físico. Sin embargo se siguen moviendo en el mismo sistema de valores de su tiempo del que no se pueden liberar. El «universo erótico», es decir la vivencia erótica en su totalidad —en sí cerrado— siempre va a ser limitado, de algún modo, por las normas del momento histórico. Pero las puertas al otro lado están abiertas, o más bien siempre estuvieron abiertas, ahora hay que desandar lo fugaz que es su alma.


Daniel Tamayo: Tártaro. Acuarela. 82 x 110 cm.



4.- Aves en la poesía:

Dentro del universo de su considerable producción poética, LME emerge como una de las voces claves de la poesía peruana de corte surrealista y sutil erotismo, concierto contemporáneo al que también pertenece una cohorte de poetas (tal vez sin mayor erotismo y con menor cantidad de surrealismo), cuyas obras están fundando una tradición, una renovación que tiene su residencia en figuras como José Gabriel Valdivia, Oswaldo Chanove, Leandro Medina, Misael Ramos, Enrique Huaco, Nilton del Carpio, Rolando Luque, Odi Gonzáles, Alonso Ruiz Rosas, Hugo Yuen y otras voces que permanecen en el parnaso de este siglo. Es así que LME construye una escritura poética señalada por un pulso de diseño surreal, por un lado; por el otro, orilla en conjuros pasionales y evocaciones amorosas, con sus giros expresivos, procedimientos intertextuales, modelos culturizantes y destrezas de vanguardia. La escritura poética de LME, en esencia, se compone, a mi juicio, de elasticidades y tesituras. Visto desde lo surreal, esta poesía se erige con una escritura racional, que responde a construcciones, reiteraciones y diseños deliberados; y, por otro lado, es también un ejercicio oracular, pleno de invenciones, expiaciones y evocaciones que en el fondo aspiran a alcanzar el ‘más allá’, ‘la otra orilla’ inefable de la poesía. Además, en la poesía de LME se producen cruces de camino que van de voces y vocablos del mundo andino popular con el de referentes clásicos de la literatura, sus paratextos son la prueba más fehaciente. Esta conjunción peruana—extranjera de los referentes lingüísticos se define en una clave de la postmodernidad en la que el diálogo diacrónico transita del pasado al presente, en una línea circular de silencios y signos. Seguramente que de esta caja de resonancias se pueden percibir las figuras arquetipales de su poesía: Huidobro, Eluard, Oquendo de Amat, Breton, Vallejo, Hölderlin, Rilke, Trakl, Cummings, Sologuren, Eielson, Adán, Lezama, etc.

Uno de los rasgos más notorios y definitivamente bien logrados de la poesía de LME que se vislumbra con incidencia, es el riesgo de escribir con verdadero sentimiento, y a la vez evitar el sentimentalismo; descender a la simplicidad, como lo hizo Cavafis, y a la vez evitar la ausencia de arte, salir airoso de ese lugar. Lograr la hondura de «Contra los malos presagios» es atreverse a ser profético, como lo hizo Rilke, y milagrosamente evitar ser pretencioso. Con «Ad libitum» LME pretende escribir con verdadera originalidad, como lo hizo Oquendo, pero evitando de alguna manera el cliché (pues para que un lector se conmueva por la originalidad de una frase, «ésta tiene que serle ya de algún modo familiar», si es que va a notar la transformación; una cuestión que desgraciadamente todas las generaciones de la vanguardia han malinterpretado, una razón por la cual son estilísticamente sustituibles. Esto supone que aproximarse a la poesía de LME es instalarse en la bandeja de la balanza de la cual penden, por un lado, la metáfora y, por el otro, el símbolo, ambos inaugurando los caminos que se bifurcan hacia el esplendor de la belleza verbal y la profundidad de pensamiento: la imaginería. Es este otro binomio (metáfora-símbolo) complementario, eficazmente manejado, el que confiere la singularidad que es el sustento imperecedero a los poemarios «Contra los malos presagios», «Ad libitum» y «Nada», esta trilogía no es sino su plenitud estética y surrealista además de su pluralidad de significados: la cúspide poética de LME. Es bien sabido que la poesía no se explica: se siente, se interpreta, se intuye, se vive como una experiencia intransferible cada vez que se la frecuenta, por eso ensayar una exégesis definitiva de un conjunto de textos tan polisémicos es limitar su territorio a un mínimo abarcable, que no condice definitivamente con su profundidad ni con su laboriosidad.


Daniel Tamayo: Manhattan. Acuarela. 64,5 x 103,5 cm.


5.- Aves, aves y vuelo de búhos:

El talento poético de LME es capaz de contagiar a las palabras la ambigüedad misma de la música, inclusive corriendo el riesgo de anular el mensaje. Tal vez por ello, uno de los motivos reiterados en su lenguaje poético sea una leve variación entre lo interdicto y la lascivia, o sea, variantes entre los reflejos de una opresión moral y la tácita percepción. En la poesía habitualmente encontramos la misma ambigüedad, sea la imagen prohibida, justificada como recurso sugestivo, sea el azoramiento, como recurso de la deformación. Los lenguajes se empobrecen por no percibir que el erotismo no pertenece propiamente al plano de la descripción. En general, suele sonar quimérica, aunque a veces estimulante, esa articulación del cuerpo en un plano erótico en la circulación diaria de los lenguajes: maneras de hablar, de escribir, tácticas de seducción; en fin, el conjunto de gestos y expresiones que rige nuestro mundo cotidiano y que se trasladan a la poesía de una manera sutil y pluriexpresiva.

El erotismo ha sido, es y será un arte: el arte de sublimar la sensualidad amorosa, de añadir al tradicional romanticismo de enamorados; un toque sensual, suave, tierno, acariciante, despertador de ánimos y sentidos, enervador de (¿bajas?) pasiones y sensaciones pero con sutileza, insinuando como el que no quiere la cosa. En tanto que el surrealismo será una necesidad imborrable y constante en la poesía. La magia de esta tendencia es el espíritu de muchas voces que saben de una verdadera arte poética. La poesía de LME tiene una arrebatadora particularidad, que puede definirse como una direccionalidad de la palabra fantástica que reposa y a la vez es vertiginosa en lo surreal y lo erótico sin bifurcación, más bien en una radiante congruencia, en una interdicción y logro expresivo. Los libros de este poeta recorren universos, donde ya no cabe la culpa ni la desesperación. No comete los vicios de lenguaje de un erotismo que anega la poesía de exotismos lujuriantes, ceremonias voluptuosas ni fetiches comunes. Creo que, en todo caso, LME, se instala en los blancos del abismo, en los vacíos, con logros descollantes de imágenes surrealistas y con pinceladas eróticas que al final suman una nueva estética. Por ello los versos de este poeta están en el centro de la estética lírica. Su correspondencia entre erotismo y surrealismo origina una poesía imperativa que remoza los pliegues de la poesía contemporánea del Perú.

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BIBLIOGRAFÍA:

BENJAMÍN, W.: «El surrealismo: la última instancia de la inteligencia europea» HTP. PT, (23 de abril)1998.
BRETON, A.: «Primer manifiesto surrealista» consultado en http://www.analitica. com/va/arte/portafolio/2006001. asp (abril, 2004). 1924.
CÁCERES CUADROS, T.: «Antología de la poesía arequipeña 1950-2000, Arequipa, Editorial UNAS, 2007.
CELA, C. J.: «Diccionario del erotismo» Grijalbo, Barcelona, España, 1988.
CORNEJO POLAR, J.: «La poesía en Arequipa en el siglo veinte, estudio y antología» Arequipa, ediciones de la Pacpaquería, 1990.
PAZ, O.: «La llama doble. Amor y Erotismo», México, Seix Barral, 1993.
SANTAMARÍA, V.: «Salvador Dalí, lector de Freud» (1927-1930). Una aproximación a las fuentes del pensamiento daliniano, La Balsa de la Medusa, nº 47, pp. 89-112. 1998.
SPECTOR, J. J.: «Arte y escritura surrealistas» (1919-1939). El oro del tiempo. Madrid. Síntesis. 2002.

lunes, 18 de octubre de 2010

Penélope echando flores en el Estigia: El personaje femenino en la narrativa de Gabriela Caballero



por: darwin bedoya



Ganadora del Premio Nacional de Cuento, «Fomento a la Cultura», otorgado por Electro Puno S. A. A. en el 2006 y, luego, en el mismo año, también logró ser finalista en uno de los más reñidos concursos literarios del Perú: la XIV Bienal de Cuento Premio Copé 2006, organizado por Petroperú. Gabriela Caballero Delgado no sólo nos muestra su dominio de la narración breve, sino también su predilecta elección de los personajes femeninos, inclinación expuesta ya desde «La metamorfosis de Alejandra» (Cuento que lograra la mención en el Copé), hasta su reciente colección de cuentos «Los relojes de Adela.»



El territorio que demarca Gabriela Caballero Delgado (Cusco, 1977) cuando escribe, es un espacio en el que va delineando minuciosamente una serie de rostros, de perfiles femeninos un tanto resueltos, rasgos de personalidad que no se distancian mucho, pero que sí se confrontan, que a veces se polarizan, o simplemente tienden a la ruta de una divergencia. Esto ha permitido que la soledad, como consecuencia de una disociación, ocupe una posición privilegiada en su literatura. Esta soledad, acompañada de una desesperanza, viene a ser uno de los ejes temáticos que estructura su ópera prima titulada «Los relojes de Adela» y publicada por Cuadernos del sur editores, 100 pp, 2009. Para la autora, las angustias devenidas de la soledad reflejan el sueño de la esperanza como generadora o componente de un discurso que se va tornando en melancólico y subjetivo, por este motivo no es de extrañar que los cuentos que integran «Los relojes de Adela», presenten los rasgos de la literatura entendida como deseo constante a través de un concierto de intertextualidad con un clásico de clásicos: «La Odisea.» Es necesario referirse también que en el libro de GCD, el discurso femenino como personaje que vertebra los cuentos es una voz que se muestra en todos los niveles del texto literario: unas veces un tanto genérico, otras mucho más temático, en ocasiones lúcido en el aspecto estructural, a menudo lírico y con grandes dotes lingüísticas; pero siempre en búsqueda de una prosa pulcra y sólida.


En seis de los diez cuentos de este libro, quienes protagonizan las historias son mujeres que se ven obligadas a ponerse continuamente en una situación de desesperanza y soledad exhaustiva. La caracterización de los personajes en «Los relojes de Adela» es plenamente actual. Es verdad que la clásica historia de la Penélope de Homero ha tenido infinidad de adaptaciones, donde el mito, como en «Los relojes de Adela» coincide en hacer recaer el peso del protagonismo sobre los hombros de Penélope y en ofrecer una imagen siempre lejana de un «Ulises» que no se cansa de llegar, pero que no llega y que, además, representa en la obra de GCD, como en el drama odiseico de Homero, el realismo y la brutalidad que chocan frontalmente con el idealismo y la sensibilidad del mundo femenino encarnado por la desesperanza y la soledad de Penélope.


Este rasgo protagónico que van adquiriendo los personajes femeninos desde el cuento «En este pueblo no hay niños» hasta terminar en el cuento final «Los relojes de Adela» genera una atmósfera de pulsaciones que nos dejan en una habitación cerrada o en un callejón sin salida. Este halo de escritura femenina se inicia con «En este pueblo no hay niños», allí la voz narradora le pertenece a una mujer que va contando los sucesos en un pueblo en el que, tal como refiere el título, no existen niños. En esta historia que apertura el texto, la conversa entre mujeres alude a un hombre que de pronto puede ser «Ulises» pues, al haber engendrado hijos en cada una de ellas, éste se marcha para siempre al más allá y otra vez las deja con la desesperanza, en la soledad o el pavor de enfrentarse a un marido que enloquecerá al saber del inesperado embarazo de sus mujeres. La historia concluye cuando la voz protagónica anuncia que enterraran el corazón de ese Ulises en el patio de la escuela. Este corazón parece ser el símbolo de un romanticismo profundo ya que aparece otra vez en «La espera», el mejor cuento intertextual, que anuncia nuevamente a una Penélope que aguarda impaciente a ese «Ulises» que demora una eternidad en llegar. La idea del corazón, aunque simbólica, le confiere a la historia un aire de sentimentalismo, de idealismo, obviamente, además de una notoria hiperbolicidad descollante en contraste con el mito de un amor puro e inocente. Aquí se repasa ese extraño mundo de mujeres que confían en la promesa de un hombre que tal vez nunca pensó en volver siquiera. Sin duda este aire narrativo nos lleva a conectar los personajes, las historias con la relación entre mitología y literatura que se da en el hombre, en el escritor, en el campo de lo humano y lo vital de las relaciones familiares, de donde se desprende incluso una visión particular del mundo tras esa mezcla, esa fusión de sentimientos. Así, la mitología, que parece dar a la literatura un aspecto de ella, podría concebirse también como dentro de la transculturación, por lo que se estaría hablando de mitologías transculturadas, hecho que merece un estudio aparte, pues no puede dejar de comprobarse que la escritura con que se lleva a estructurar una obra de plenitud que mora bajo los crepúsculos de nuevas formas narrativas, nuevas tendencias como el que ahora disfrutamos en «Los relojes de Adela» que, asimismo, no solo se encarga de mostrar estas constantes, sino que también explora la psicología y los recodos y parapetos del ser humano, esa condición humana que nos hace vivir en soledad o en base a una palabra eterna que flamea en la distancia, en los corazones: la promesa.


La figura de Penélope en «Los relojes de Adela» aparece ligada al telar y a su labor de tejer y destejer, se incluye, inclusive, a Telémaco como el hijo que sale en búsqueda de su padre: (Tu hijo se ha marchado. Pensaste pedirle su corazón. Que te lo dejara como su padre para no perder nunca el camino de regreso a casa. Pero sabes que de entregártelo, también él se olvidaría de ti.) «La espera», p.43. El campo semántico del tejido es muy recurrente a la hora de establecer metáforas desde el «feminismo de la diferencia», aquél que lucha por la igualdad social de los sexos pero reconociendo y enorgulleciéndose de los valores propios de la mujer. Parece ser que la mayoría de los cuentos de esta colección, giran alrededor de la idea de la espera: La mujer que espera (esa mujer apesadumbrada, Penélope de hoy) viendo caer los otoños en su rostro y en cada lágrima, su propia historia de amor rota en mil pedazos. Dos recorridos enhebran las historias de este libro: el histórico y el actual, un tiempo de espera que lleva a los personajes de la actitud de «esperar a» (al hombre amado), a la de «esperarse a sí misma», pero sin ningún cansancio. La espera es una forma de existencia. Es un acto silencioso de reafirmación en lo que somos, en lo que sentimos, en lo que esperamos. El tiempo no es ningún enemigo, es un compañero de viaje que nos coge de la mano y a veces nos conduce por una incesante oscuridad. Las penélopes de «Los relojes de Adela» son las fotografías de todas las mujeres que esperan. Estas penélopes son instantes de un proceso de escritura y/o instalación de otra forma de olvido. Ellas son cadencias, palabras, texturas del tiempo en que nosotros mismos fuimos tejiendo nuestra vida. Podemos observar que en «Los relojes de Adela» se representa a su vez la metáfora de la historia de la mujer. Historia compuesta de grandes esperas para la adquisición de derechos e igualdad. Historias marcadas por la evolución de una condición (la de mujer) que ha sido maltratada a lo largo de los siglos y que aún hoy en día sigue siendo castigada. Penélope es algo más que decir lo que no dijo Homero, es decir lo que no pudieron decir muchas mujeres. Y hoy tienen la oportunidad.


La evolución del comportamiento de los personajes en «Los relojes de Adela» nos marca un paso del tiempo evidente, pero no podríamos definir cuántos días, cuántos meses, cuántos años. Si queremos hablar de tiempos, podemos hacerlo como cuando vimos los personajes: Tiempo de tristeza, tiempo de serenidad, tiempo de calma, tiempo de desasosiego, tiempo de encuentro consigo misma. No se trata pues de la dimensión temporal que miden los relojes, sino de la dimensión temporal interna de los personajes. El lugar que la autora nos ofrece es ese lugar que simbolizaría todos los lugares, un lugar poético, simbólico. Un interior: el de los personajes. Podemos imaginar las paredes del palacio de Ítaca, ¿Una habitación en Tacna?, las paredes que acotan un espacio personal intemporal. Una puerta de salida, o de entrada del nuevo yo. También podríamos hablar de habitaciones cerradas, de las habitaciones con teléfono, ésas que tienen una contestadota y que nos recuerdan la voz de la mujer que espera, pero esto no sería consecuente. El único espacio que existe es el espacio narrativo que cobija al verbo «esperar.»


Eduardo Gonzáles Viaña, en la contratapa del libro, resume las diez historias de «Los relojes de Adela» de este modo: «La llegada de un profesor que, enfrentando a los personajes, inexplicablemente construye una escuela en un pueblo sin niños. El conflicto de un hombre que se descubre sin memoria y preso en una habitación extraña. La angustia de un joven, sufriendo el acoso y la presencia inquietante de tres hombres. La prolongada espera de una mujer aguardando el retorno de quien literalmente le ha dejado en prenda su corazón. Un grupo de muchachos enamorados de una joven que esta muriendo, decididos a protegerla de la inminente venida de los otros. Un anciano que olvida un suceso importante. Una historia de amor que trastorna la racionalidad de una mujer. La llegada periódica de fotografías exhibiendo la lenta agonía de una niña. El homicidio de una bella mujer en la playa. Y la historia de Adela y sus innumerables relojes incapaces de señalar la hora.» Sin embargo, esta connotación podría ser vista desde otra lectura, la nuestra, cuando la relacionamos con la Penélope que va echando flores en el Estigia, una mujer que desde la barca de Caronte se ha dedicado a echar margaritas en las tenebrosas aguas de ese lago, pensando así: La llegada de un profesor que, enfrentando a los personajes, inexplicablemente construye una escuela en un pueblo sin niños. (¿Es un «Ulises» que al fin llega y muere en Itaca?), El conflicto de un hombre que se descubre sin memoria y preso en una habitación extraña. (¿Es un «Ulises» que esta confinado en alguna isla, con Circe?), la angustia de un joven, sufriendo el acoso y la presencia inquietante de tres hombres. (¿Es un hombre que representa a una Penélope que esta siendo acosada por los pretendientes?), la prolongada espera de una mujer aguardando el retorno de quien literalmente le ha dejado en prenda su corazón. (¿Es, sin duda una Penélope, aferrada a una promesa/corazón, mujer que vive aguardando a su amado Ulises que al fin llega a Itaca?), un grupo de muchachos enamorados de una joven que esta muriendo, decididos a protegerla de la inminente venida de los otros. (¿Estos muchachos son varios Telémacos que cuidan a su madre de los pretendientes que al fin llegan a Itaca?), un anciano que olvida un suceso importante.(¿Es un «Ulises» que ya estando en Itaca, no recuerda a que ha venido hasta esta isla?), una historia de amor que trastorna la racionalidad de una mujer. (¿Es una Penélope que ya se ha cansado de esperar y que a raíz de su excesiva tristeza ha enloquecido en Itaca?), la llegada periódica de fotografías exhibiendo la lenta agonía de una niña. (¿Es una pequeña Penélope que desde su infancia sufre por la ausencia de Ulises?), el homicidio de una bella mujer en la playa. (¿Son los pretendientes que, al fin decidieron matar a la bella Penelope?), y, finalmente, la historia de Adela y sus innumerables relojes incapaces de señalar la hora. (¿Es otra vez Penélope contemplando el paso del tiempo, sin nunca ver que su Ulises, al fin, llega a Itaca?). Todo parece girar en torno a Penélope en «Los relojes de Adela».


La mujer escritora suele preferir una estructura que le permita mayor libertad, que no sea lineal sino recuperativa, acumulativa, cíclica disyuntiva, lo que remitiría a la fragmentación de sus vidas. Una forma que no esté férreamente definida, sino que va haciéndose a la vez que se va produciendo el acto comunicativo, de forma que tenga cabida en ella lo fragmentario, lo inconcluso, la improvisación y, por supuesto, la reiteración como forma de perennizar el mundo inconsciente, lo cual evidencia una clara preferencia por lo parcial frente a la totalidad; lo que, en parte, también ha hecho suya la escritura de la postmodernidad: una estructura unida al proceso discursivo, que le permita enlazar las partes a la manera de un relato que integra otros relatos, que ha metaforizado como rosario o collar de perlas, y también como espiral, sin seguir una sola línea narrativa, sino varias, con una gran libertad temporal y espacial y con finales abiertos como nos muestra aquí, en este texto, GCD.


Esto supone entonces que la forma se va creando a la vez que se va produciendo el acto comunicativo. Es decir el proceso solo tiene sentido en cuanto está en movimiento. Al igual que la tela de Penélope, el acto comunicativo sólo tiene sentido mientras se está realizando, por lo que no puede ser nunca algo perfecto, en el sentido de totalmente acabado. La estructura fragmentaria propia de la escritura femenina también se puede aplicar para el postmodernismo. Con todo lo hasta aquí expuesto, no es de extrañar que las autoras como GCD se sientan embelesadas por la figura y la labor de Penélope. La figura de Penélope está dotada de una gran complejidad, se trata de un carácter muy rico en matices, pese a lo que pueda parecer, por lo que ha sido objeto a lo largo del tiempo de muy diversas interpretaciones. Es cierto que la lectura de «La Odisea» parece mostrarnos ese paradigma de la mujer sumisa, que desempeña las labores atribuidas al género femenino tradicionalmente representadas por el tejer y destejer que ocupa a Penélope. Más allá de la apariencia, Penélope es una mujer, en la actualidad, un tanto astuta pues consigue mantener a su alrededor a todos esos hombres que de uno u otro modo la acosan y que finalmente se reencuentra con el objeto de su «deseo.» Si bien ésta es la mujer virtuosa que tantas veces se contrapone con la de Clitemnestra, trágica, la mujer que calla, y teje, y ama fielmente, paradigma femenino de la sociedad heroica también es cierto que la riqueza de su figura permite observar su espíritu desde el interior, interpretar su silencio, y comprender su frustración, y el miedo que en ocasiones la atormenta, y la hace reaccionar de determinada manera. Si nos concentramos, por ejemplo, en «La espera», aquí Penélope parece ser la más serena y sensata, aquella que está al borde de la locura, pero que no se inmuta demasiado con el paso del tiempo, y que espera y espera en el acantilado, pero cuando finalmente reconoce su verdad y se descubre, aparece un alma agitada no carente de inconformismo, siente latir ese corazón prendado, siente que debe estar en el pecho vacío de ese hombre que le dará felicidad. Nada de esto es de ahora, todo está explícita o implícitamente en la tradición griega o ha sido interpretado desde las claves que ésta ofrece. Los caracteres de las heroínas (penélopes) que aquí se reúnen son distintos y a la vez complementarios pero los motivos que las han movido a actuar son muy parecidos y llegan a identificarse al producirse la explosión de sentimientos, la ruptura del aislamiento y la llamada a la acción, y a la solidaridad entre ellas, pero especialmente al mundo que le atribuye GCD al crear cada atmósfera y caracterizar cada personaje de esta índole.


A veces pareciera que las penelopes de «Los relojes de Adela» no pueden tomar las riendas del destino. Y por ello, quizá las penélopes de las que habla GCD, son mujeres que se solidarizan con el pasado y que aún a pesar de ello, viven una agonía con el recuerdo. Diremos entonces, a modo de conclusión que, en «Los relojes de Adela» se recoge la figura de esta mujer con una intención de revisión del mito y con un propósito de contemporaneización del mismo. Demoler el mito para construir uno nuevo desde la perspectiva del hoy, y en el espacio comprendido en el periodo de espera. Esto nos permite preguntarnos en qué medida se puede vivir en función de una promesa. Valdría la pena revisar si hoy por hoy tiene algún sentido lógico esperar años y años a alguien. Habría que revisar nuevamente qué hacemos con el tiempo que se gasta en la espera, ¿retorna? Este texto, sin duda expresa el tránsito de una mujer ancestral, callada y sumisa, que sabe amar a cambio de nada, esta es una reminiscencia de un alma carente de pecado y comprometida con su propia vida. Este tránsito es un proceso histórico, una conquista de desgarre y de logros, una lucha siempre presente, constante. Una posición de vida no sólo ante la pareja, sino también ante los hijos e hijas, ante las relaciones de trabajo y de estudio, ante la vida como totalidad y eterna condición humana. Los veinte años de espera de Penélope en «La Odisea» son una excusa, la metáfora de todos los tiempos (largos o cortos) de todas las esperas. Después de la lectura de «Los relojes de Adela», surgen muchas preguntas y una manera diferente de ver a Circe, a Calipso o Atenea, diosas reducidas luego a Hetairas; Nausicaa, Arete, a la mismísima Penélope o la vilipendiada Clitemnestra, las cuales no son más que ¿desagravios enaltecidos? de la imaginación masculina. Existieron, sí, ¿pero fueron así realmente? Nunca lo sabremos a ciencia cierta. Lo innegable es que hay que reinventarlas.

Huesos y pájaros de angustia: Códigos identitarios en la poesía de Boris Espezúa

por: darwin bedoya


No puede repasarse la trayectoria poética de Boris Espezúa Salmón (Puno, 1960) —y tampoco entender de manera cabal sus poemarios— sin dejar de lado, ni siquiera de manera muy brevísima, el papel que representan en ella la vanguardia (Considero signos de la vanguardia, por ejemplo: el fragmentarismo, allí donde no se cuestiona la noción de integridad; a diferencia del poema surrealista o futurista o ultraísta, el fragmento parece emanciparse de la totalidad. Cada verso parece tener independencia respecto del conjunto. Además son notorios ciertos rasgos, por ejemplo la leve presencia de Freud y el psicoanálisis, pues debido a ello se pone en relieve un método para abordar los sueños y los actos fallidos del sujeto; es decir, el lenguaje adquiere un papel fundamental. Finalmente, lo que se percibe es una, también, leve crítica radical del positivismo: los positivistas decimonónicos creían ciegamente en la ciencia; en cambio, los vanguardistas desconfían del discurso científico: los surrealistas creen que la ciencia se equivocó totalmente. En contraposición a la ciencia, los vanguardistas revaloraran los discursos del ebrio, del loco y del niño porque poseen otra lógica y son considerados ostensible manifestación de libertad. No hay que olvidar que en el siglo XX se le asigna un papel fundamental a la subjetividad en el proceso de conocimiento desde el punto de la vista de la ciencia.) y el indigenismo-ultraorbicismo de Churata, los cuales han llegado a adquirir un nivel primordial en el seno de su obra. Más allá de la aparente sencillez de la estructura y discurso de sus poemas; inclusive debajo de la tierna docilidad con que los textos se entregan a la mirada del lector, la obra de BES es producto de un esmerado trabajo que puede considerarse estimable debido a la mesura con que se lleva a cabo. Con la salvedad de sus primeros poemarios («A través del ojo de un hueso», Lluvia editores, 1988 y «Tránsito de amautas y otros poemas», Editorial integral, 1990) y debido a esa proeza de la construcción ensimismada que es «Alba del pez herido», puede notarse en el corpus poético del autor un marcado interés por comunicar la experiencia humana recurriendo a una escritura que logra expresar la sublime poesía de lo universal-cotidiano a través de un lenguaje marcado por la vanguardia, la mesura, la claridad y la lucidez de imágenes.
Se puede reiterar que en la obra de BES coexiste una concepción de un proceso siempre inacabado y en permanente estado de perfeccionamiento. Existe una ruta que BES sigue a cada momento: ir de lo íntimo a lo universal. Sin embargo, bajo esta sutil facilidad de su estilo se oculta un océano de resonancias intertextuales que nos obligarían a revisar los textos de su genética textual; pues hay alusiones a los más diversos pasajes de la historia y una profunda y sostenida reflexión sobre la naturaleza humana y las inquietudes que la distinguen: la preocupación por el paso del tiempo, el dolor ante la progresiva desaparición del mundo en que se ha vivido, la sensación inquietante de no haber hecho lo suficiente para detener la erosión que fue arrasando con todo, la sensación de ser testigo del horror en que se vive. Es la suya una obra elegiaca, conmemorativa, reflexiva, absolutamente carente de complacencias. Una escritura que pareciera erigirse después del derrumbe. Sin embargo, hay un hilo conductor en los ejes temáticos de esta poesía: la nostalgia. «Por estas costas del sur corrían caballos blancos/ el sol doraba sus cueros y cuatro pescadores extendían púrpuras redes de caña al poniente.» (Cuatro pescadores). «Aunque ya no vuelvas, cantarás/ cuando tu sombra derribe tus rutas.» (Continuidad), «He vuelto a las calles, maltrechas que llovieron/la partida, / a la media luz de la casa donde un inmenso sol/ cerró mi endebla infancia.» (Pájaro de angustia), «No sé cuántas veces fui un hueso suertero/ no sé qué destino ni qué origen/nos echaron a roer.» (Dos huesos), «Cuando nos borren del todo las horas junto alas arrugas/ y las nubes corran hacia el horizonte/ nos preguntaremos cuánto tardarán en apoderarse de/ nosotros la inexistencia de los sueños.»
(Nudo desatado).

En la poesía de BES se atisban los síntomas de los grandes sentimientos, pero especialmente las conmociones de un asunto identitario, estos dos coros en su poema «El eco de la derrota» nos muestran esta aserción: «Al son del tambor de piel del anchancho y de la flauta de hueso de piel de puma.», «al son de la tarka de caña oblicua y de la tarola de cuero de chinchilla.», «Es la herida cósmica del Pez de Oro/ desbrozo de fuego y totoras perpetuas/ la que habla desde el lago/ por un grito de tambor de piel de puma besando las albas en piedras eternas/ para conjurar con el tiempo una nueva luz/ y extinguir todas las sombras.» (Alba del pez), «Vivo dentro del lago y en hondura milenaria/ donde la voz de los dioses penetran/ sin mojarse al fondo de lo sagrado» (Monólogo dentro del lago), «Mayo viene con misterios y arrecifes dentro/ de una fe que salpica mixtura y serpentina.» (Las cruces), «El granizo descarga nuestras aguas contenidas/ para regresar con los adioses y enfrentarnos a la adversidad.// Ningún dios se muere si conjugamos junto al fogón/ amasijos de retablos y muros de sueños pircados.» (Reciprocidad), «Por quién sino por ti el signo del continente/ pervive en su lengua germinal y bronca/ deben estas hilachas de arcilla y una raíz/ dorada donde hinchamos el respiro.// Al centro del oro que llora América/ desprendida peleando con los rayos.» (Canto al pez de oro) A veces aflora una extrañeza promiscua no obstante presente y familiar; un «contenido» excluido pero que no cesa de desafiar los límites que lo confinan, que lo expulsan más allá, al otro lado del sentido, del discurso y de la identidad, pero no más lejos de un código que eterniza en un lugar. El discurso de lo innombrable: parece una contradicción, empero, supongo que es algo más –o menos– que un desajuste lógico. Esto supone también que se trata de una estrategia de invasión de aquello que ha sido confinado, y que no deja de desafiar y de resistir, desde el borde de su confinamiento, produciendo marcas y señales en el territorio que había sido recorrido. Pero es que ese territorio sólo se configura si aquel residuo permanece excluido. Es la exclusión el principio que lo funda y lo sostiene. No hay advenimiento del lenguaje sin represión primaria, dicho en términos de Jacques Lacan; no hay, pues, discurso, sin exclusión, sin prohibición, sin confinamiento.

El poeta contemporáneo, entendemos entonces, se encuentra indefectiblemente entre ambos polos, navegando en el océano de lo incierto—y de la incertidumbre. Pero el poeta también se encuentra aquí, como habrá de verse (Tiempo de cernícalo), fuertemente apegado a la realidad, incluso a la más dura. Antes que vanidad, antes que fatuo jugueteo de las palabras, hay en el lenguaje de BES una espontánea humildad creativa. Creo que este dinamismo puede explicar, al menos desde esta perspectiva epistemológica, un fenómeno tan ambivalente y múltiple, tan imprevisible y, contrariamente a lo señalado: violento. Es que esta manera de elaborar el discurso como la práctica poética que desarrolla BES en su trabajo literario, es un asunto que nos conlleva a un territorio que no se configura sino en su desconfiguración. Una zona que no es sino en su permeabilidad y su posición dudosa. Una práctica que no se produce sino en deuda con su propio quebrantamiento, con su propio desconocimiento, con su modo de desnaturalizar los hábitos que la configuran y la identifican. No hay poesía sin vacilación, sin desequilibrio, sin travesía: a esto he denominado una estrategia de invasión; lo que en términos kristevianos, podemos llamar una existencia desposeída de la lengua en la lengua.

La génesis de la poética de BES trasciende el tono exaltado e idealizador con que se llega a abordar la infancia para retratarla como un territorio en conflicto en el que ya se halla el germen de las tensiones futuras. No hay armonía posible en el presente posterior a ese pasado. La simpleza de su poesía no queda incólume luego de transitar por esa selva de desasosiego y pretensiones escurridizas que no es otra realidad que la sociedad de su tiempo. Son el escepticismo y la falta de complacencia tan distintivos en la obra de BES lo que lo hacen decir lo que tantos hemos sentido al mirar hacia nuestro origen: frente a esta realidad quién puede dejar a un lado la nostalgia por un regocijo inmarcesible.

Conviene subrayar, la periodicidad y la contextualización de esta poesía: en el arco temporal que cubre la poesía de los 80 en Puno (Lolo Palza, José Velarde y Alfredo Herrera) y lo que significó «A través del ojo de un hueso» y «Tránsito de amautas y otros poemas», escritos entre los años 80 y 90, es en esta época que el Perú remoza hondamente su tradición poética, y lugares como Puno, no estuvieron ajenos a este aporte con voces como la de este escritor. La poesía de BES posee signos de epicidad y albures y nexos que parten desde «La Ilíada» hasta poetas peruanos (Vallejo, Abril, Eielson, Varela, Verástegui), pasando por latinoamericanos como Huidobro, Borges, Neruda, Paz y latinos como Horacio y Catulo; pero deteniéndose en escritores como Churata, Peralta y Oquendo, también considerando poemas orales, tal vez desde la época de purunpacha, hasta los harawicus, hayllis, aymorais y otros cantares andinos. La poesía de BES se sostiene en un soporte identitario bastante logrado y goza de una arquitectura con raigambres telúricas y broncas amalgamas.

domingo, 17 de octubre de 2010

El silencio iluminado en la poesía de Simón Rodríguez

por: darwin bedoya

En 1992, luego de haber publicado «Desatando penas», Pachawaray editores, Simón Rodríguez Cruz (Puno, 1969) fundó un nuevo espacio en la poesía puneña. A partir de entonces se marcaría un antes y un después en el proceso de la poesía puneña. Es decir, con «Desatando penas», su autor, volteó la página donde insistía aquella poesía que estaba carnavalizada y en la que se invertía el orden de lo cotidiano revelando las entrañas de la «lógica paisajística.» Poesía en la que se levantaba la rutina diaria, dejando en evidencia el sinsentido en que se sostenían las jerarquías de las «instituciones poéticas» de aquel entonces. Por ello, pienso que con la aparición de «Desatando penas», tal vez una parte de la nueva poesía puneña empezó a nacer como una rebelión silenciosa de hombres aislados y también silenciosos. «Desatando penas» fue la instauración de un nuevo discurso, este viraje opacó a una especie de canonización baladí; cantares que gozaban de un estereotipo con poéticas inconclusas. Estos cantares concluyeron con el inicio de la poesía de los 90.
A estas alturas del partido, sospecho que Simón Rodríguez tiene un nuevo libro terminado de poesía. Sospecho también que «La rosa dormida»[1], texto publicado en el año 2006, no haya tenido una buena difusión[2], quizá no haya llegado a su autor, el traductor de silencios. Creo que ese arte de traducir silencios, como lo muestra Simón, es asimilar distintas maneras de entender y de actuar frente a la soledad y la desesperanza. Dominar el silencio es comprender la voz de los otros y la de uno mismo. El silencio es vernos todos reflejados en el rostro de todos. La traducción del silencio comunica las diferencias de la realidad. Convierte los intereses de algunos en posible acuerdo universal. En la poesía de Rodríguez se nota con nitidez, cómo el silencio incorpora la originalidad de todas las experiencias en una común experiencia de la humanidad. La traducción del silencio dice que todas las memorias y todos los vacíos y soledades son importantes; que todas las formas de silencio son necesarias. El silencio o el exceso de palabras y de códigos de nuestro tiempo podrían conducir a los hombres a un silencio vacío. En el poema trece de «La rosa dormida» dice: No me encontrarás vacío,/ en mí arde una tibia fogata, una lágrima incontenible, /un atardecer que hiere. /Leerás en mis manos lo que dice tu alma/ y si me olvidas/ el sol me arrojará con furia algunas sombras.
Los poemas de «La rosa dormida» (no la rosa sangrante de Catulo, no la rosa invisible de Milton, no la rosa iluminada de Rilke, no la rosa incansable de W.C. Williams, no la rosa heráldica de Yeats, no la rosa silenciosa de Borges, no la rosa eterna de Martín Adán), esta es la rosa dormida de Rodríguez, una rosa de otra estirpe, lejana y a la vez cercana, constante y andina, primordial, sempiterna pues entendemos que sus poemas son una continuidad de su libro anterior, esta es una prolongación de su proyecto inicial, casi una especie de saga poética. Creo que en su primer poemario, a diferencia de los poetas de su generación, Simón ya había encontrado el cauce de su poesía. Una poesía poblada de imágenes y de un rotundo lirismo donde se conjugan la soledad, el silencio, la ternura y la lucidez: Para ti debo ser sólo un extraño, / apenas un hueso olvidado en la mañana. / El caminante que se pierde en la distancia. / El colmenar desconocido. / El patio oculto de una casa olorosa y lejana. / En fin, el indigente que te mira con los ojos sueltos.
Para Walter Benjamin la imagen más desoladora para la humanidad era la del silencio vacío; esto es: no decir ni escuchar; casi lo mismo que no existir, que no ser o que dejar de ser. Todos le temen al silencio. Porque el silencio es gracia poética, signo embrionario de nuestra poesía, discreción, cuidado, sutileza, pudor, respeto a los oídos de la amada, a los ojos del lector tiene lugar en cualquier poesía que sea dada en llamarse poesía. Todos le temen al silencio. Los poetas también, por supuesto. Nos horroriza su imagen de vacío o de muerte. El silencio es notorio en la poesía de Simón, es un silencio iluminado del cual nace la poesía. En este conjunto de poemas, al igual que en «Desatando penas», el poeta expande un halo lírico, revisita los placeres de la nostalgia y sabe que cualquier día pasado fue mejor. Entre otros temas visitados/presentes, el sujeto poético nos demuestra hasta qué nivel nos daña el paso del tiempo y la soledad, a pesar del silencio. De hecho, cada momento de la vida se queda sólo en la memoria como vago nombre de alguna esperanza efímera. El poeta alude constantemente a esta atmósfera de por sí desoladora: Muero de lo más bien en los cóndores de tu mirada/y en este oscuro grito de ortiga/en que se ha convertido la noche. /Hay erizos de mar y tierra en mis labios/y peces que ríen/a pesar de su indescifrable nostalgia. Al tomar en cuenta esta secuencia temática, podemos postular que el sujeto poético de estos poemas siente la ausencia de escapatoria de una especie de cárcel metafórica. El poema empieza sugiriendo la muerte. Es una poderosa indicación de la futilidad que siente el sujeto poético ante su situación, una posible evocación de la condición humana. Es más, al establecer una relación tan directa entre cuerpo y tierra, el sujeto poético se limita, física y metafóricamente, a lo efímero de la existencia corpórea. Mientras que el cuerpo y la tierra, así, se acercan y se ligan permanentemente, el silencio hiere al ente físico en sus intentos de escaparse. Estas «criaturas», consiguientemente, simbolizan lo vital de la soledad para el poeta, contrastándose por ello con el atrapado sujeto poético en un momento de pura frustración de movimiento, en el cual las oportunidades para la libertad huyen en un fuego infernal. Y sucede la poesía. En corpus general de «La rosa dormida» remite no a una visión ontológica llena de esperanza, sino a una epistemología en la cual la liberación del ser esencial se reemplaza por la represión de la voz que añora ser libre. A pesar de los intentos de ruptura con lo tradicional, el silencio se antepone a la expresión: Algunos desfiguran mi rostro y mi tiempo./Desbaratan mis durmientes./Me echan por los acantilados./Cubren mi cadáver con periódicos amarillos. /Luego, muy tarde, se arrepienten: / ¿Quién pintará ahora las lejanías/con un brochazo de golondrinas púrpuras?
Esta búsqueda de la libertad frente a la represión, la muerte y el silencio se imponen como impedimentos a la expresión del deseo humano y de la felicidad. Rodríguez nos enseña que la melancolía es un factor inherente a la condición humana. Esta es la forma como se expresa el conocido «dictum» de Agamben: [...] «la melancolía no sería tanto reacción regresiva ante la pérdida del objeto de amor, sino la capacidad fantasmática de hacer aparecer como perdido un objeto inapropiable.» Evidentemente que la melancolía ejerce un movimiento de simulación ante una pérdida, esa simulación es búsqueda; se emprende la búsqueda de aquello que es inapropiable, que no ha estado y que sabemos nunca estará, no se trata de cosas, personas, situaciones. Al contrario, se trata del fantasma de las cosas, de las personas, de situaciones. Particularmente el poeta Rodríguez tiende a encontrar espacios donde habitan los fantasmas. Ejerce un llamamiento de la presencia de lo ausente, sin que ello implique que se vuelva presente: Soy real, existo. Camino, me fatigo/y descanso contento bajo la lluvia. /Soy irreal, un sueño. Y hago que los días /entren en ti como los arco iris. Esta es la melancolía. Pero no sólo la melancolía, también el silencio, pues, el silencio no es sólo un tema sino un ejercicio poético —el difícil arte de callar a tiempo—, que Simón Rodríguez considera en toda su poética, no únicamente por la brevedad textual de sus poemas, también por el logro y el manejo de imágenes, rasgo esencial de la tradición poética puneña, y que encuentra en la mesura de Rodríguez, anticipadamente, acaso uno de sus mejores exponente actuales[3]. Creo que el nivel discursivo/textual de Rodríguez podría dialogar fácilmente con la poética de ciertos poemas de Gabriel Apaza, Luis Pacho y Walter Paz, como los más cercanos. En ellos es notoria, por varios momentos, la melancolía como eje funcional del trabajo poético. Sabemos que la vida contemporánea banaliza a la melancolía, dotándola de un sentido pedestre, es verdad. En los esquemas de vida actual el hombre (el poeta) se siente melancólico y arrojado en las tinieblas de la tristeza por razones disociadas de la trascendencia que quizá son hoy las razones de la trascendencia: dinero, trabajo, amor, la carencia de libertad, la inutilidad frente a las cosas, la impotencia de no poder ser Dios… Es por ello que la melancolía es un estatuto de vida llevada al espectáculo, la miseria de todo cuanto se muestra (exhibición obscena) debe producir tristeza, esto lo vemos en la música, el cine, la televisión. La pregunta que se debe hacer es: ¿está ahí la belleza de la melancolía? No, es la respuesta contundente. La melancolía debe entenderse como el espacio de lo inconcluso, que, como sabemos, es el resultado de la arbitrariedad del inicio y del final de algo: La oscuridad duerme profunda en una cama de sol. /Te encuentro en la música de los pasos/en el himno de los gritos, /en los k’eñuales altísimos/donde fuimos férreamente edificados. /Estás en la misma vida y en la misma muerte, /en la luz del corazón que alumbra y trasciende/más allá de mi risa y tus lamentos/y de ese loco afán por callarnos.
En esta poesía, como se puede sentir, la melancolía se produce porque hay algo que falta y eso que falta es el inicio, la ausencia del saber el inicio y también la ausencia del saber del final. Conocer el inicio, saberlo, implicaría entonces, abandonar el espacio de la melancolía. En los versos de Rodríguez hablar del inicio es hablar de aquello que nace del lenguaje y del silencio. Hay que suponer, bajo este contexto, que las palabras son un vehículo, las herramientas primordiales para ir al encuentro del inicio y al olvido temporal de la melancolía. Porque la melancolía no puede desaparecer, nunca, sino que es momentáneamente sustituida por un artificio de creación: la poesía. El acto creador, la creación, enardece la melancolía hasta convertirla en fuego. Pero ese fuego no puede existir, ni producirse mientras la creación hable directamente de la melancolía: decir soy un hombre melancólico es alejarse del inicio, de aquello que debería venir como fuego. Es decir, la melancolía debe recrearse en el lenguaje, en la poesía, debe apoderarse de las formas que le permitan nombrar un mundo que no está, pues sólo ese mundo nos contiene, sólo en ese mundo tenemos la certeza de que ahí iniciamos; el lugar donde vive la poesía: Eres una habitación de tibios adobes donde mis versos viven. /En ti amo las palabras. /En ti la lluvia indispensable,/la tierra que destella en tus manos./Amo el desconcierto de los más pequeños/frente a la novedad de sus propias sombras./Amo los hijos que corretean en tus ojos. /El instante supremo cuando el deseo renace./Amo el beso final, el beso homicida/que nos mata de ternura fulminante. Liricidad y ritmicidad: el silencio y la soledad son constantes en la poética de Rodríguez, imposible es resaltar cada una de las alusiones que existen en su poesía. Sin embargo, la melancolía es más que una imagen poética, es la raíz de toda su poesía, así, podemos decir que toda la poesía de Rodríguez queda poblada de figuras que le dan vida al silencio, espejismos de un estado oscuro, de una condición de ausencia: la noche se bifurca y cede el nacimiento a otros fantasmas. Abismo, sueño, deseo, dolor, vacío, son sólo algunas de las figuras de las que se sirve para crear su mundo: Soy la mañana azul que te llama como un faro. / Huelo a chuño silvestre, /quinua cósmica, choza de relámpago/y pez mineral. Tengo una crónica sonrisa de sicuri./Me amotino contra las tempestades, /descuelgo estrellas agónicas/y desato implacables granizadas. «¿Cómo escribir lo mismo de otro modo?» Sencillamente difícil. Por ello, quizá, el poeta ofrece su silencio como una forma de comunicación más intensa que la palabra vacía, como el reverso de un universo en el que la palabra ha perdido, hasta cierto punto, su sacralidad para intentar reconstruir un mundo en el que la dicha se asiente en lo cotidiano y esté al alcance de cualquier persona: el sol, el silencio, los brotes nuevos de los árboles o la compañía que da sentido a todo: la libertad. Es así como la poesía de Simón Rodríguez va demarcando etapas breves, pues obedecen a un corpus general que empezó en 1992 con su ópera prima. En este punto es necesario recordar que fue Aristóteles quien señalaba a la soledad como un condicionamiento de la melancolía, la idea residía en anteponer los sueños como elementos imprescindibles para conocer lo invisible. Los sueños en el mundo griego, se presentaron como herramientas del mundo nocturno para complementar el mundo diurno. Necesitamos la noche para confrontar el día: el exceso de sol ciega, el exceso de noche ilumina. La melancolía nos pone en un proceso de paradojas casi irresolubles, eso es algo que encontramos en la historia de la melancolía. En el caso de Rodríguez el llamamiento de la soledad ocurre a través de un caudal de alusiones indirectas, siempre ligadas e intrincadas entre sí para soportar la aparición. Hoy, nuestro tiempo contempla la confusión de demasiadas referencias y alusiones, el desvanecimiento de muchas voces que se han vuelto ininteligibles. Pero en este marasmo es que aflora la poesía y los deseos de eternidad: Los minutos ruedan ágilmente/y yo pretendo quedarme en ti/toda la vida./Te ofrezco un canto distinto,/un huracán de palabras/tintineantes.
El tiempo —después también la muerte— convierte, en ciertas partes del libro, en otra a la persona poética. Tal vez el rostro final no es entonces el que la muerte imprime sino aquél que trata de no desaparecer bajo la espesa capa del tiempo. «La rosa dormida» recoge así una voz que, por momentos, no se identifica plenamente ya con ninguna imagen que tenga de sí, por auténtica que sea. En su vaivén percibe la soledad y la libertad como sitios ajenos por lejanos; la compañía, igualmente, se hace misteriosa, desconocida. Pero la distancia no sólo se evidencia con respecto a la voz. También sobre las cosas, la desesperanza, el tiempo ejerce su influencia: [...] Hace falta el tiempo/aún así me acurrucas con afecto en tu pensamiento./Pasas el día quitándome el polvo, /ahuyentando al saurio mal intencionado del olvido. [...] El paso del tiempo, la muerte, el silencio y la soledad son los grandes protagonistas de esta poética, comienza a divagar entre la invitación para complementarse como unificación de motivos y planteamientos artísticos que están soslayados por la soledad, atravesando la conciencia. Rodríguez procura no caer en las trampas hamletianas, pero expone la vacuidad de la confabulación de olvido/memoria y amor al unísono para permitir la soledad más asequible. Resulta un cosmos que permite la continuidad de una vida en la inmensidad del sueño. Empero, la vacuidad de la soledad está sustentada en los aspectos fundamentales de la poesía con ciertos grados líricos de Rodríguez, que no es otra cosa que una lucha sin parar para sobrevivir al olvido/muerte, como elemento que impide la proyección del tiempo a futuro. Pero también vemos, como segundo punto, la incorporación del cuerpo como conjunto que se destroza y se descompone poco a poco: [...] Sobrepasamos los muros del crepúsculo, / transitamos por una misma sangre, / ardemos en un mismo fuego, / las mismas raíces nos envuelven. /Tenemos capacidad de aves para crear madrugadas/ que no nos pertenecen. Y cobramos vida/ únicamente si alguien toca nuestras vísceras. El tiempo no es, al fin, capaz de alejar a quien ha vivido el instante con la intensidad de la propia conciencia de haberlo hecho. El tiempo y la vida están en la fila de espera de esta enumeración, la interiorización de estados atemporales que sólo se sienten en el alma del sujeto poético se definen como el constante acercamiento de la finitud para proyectarse en la fría realización de un sueño, sueño que realmente no llega a ser sueño convenientemente dicho, pero que tampoco pertenece a una realidad. Y la soledad recibe a un cuarto invitado, que es el amor como estructura de posesión de esta poética. En esa lucha que se desarrolla en el interior del hombre-poeta entre lo oscuro que habla a su razón y lo claro que lo hace a su emoción, que lo habita, no son pocos los momentos en los que se impone la unidad de todo. Entonces el poeta se torna un contemplativo que sabe escuchar el nombre verdadero de las (flores) cosas, y todo le dice otra verdad. La poesía, por tanto, le permite a Rodríguez mantener como sombra lo que es pasajero, aquellas realidades cuya permanencia tienen el rostro de lo efímero: [...] Despiertas y se abren las flores que dan hacia los abismos. /Mis ojos, cementerios abandonados,/han olvidado la manera de cerrarse para verte como antes/con esa postura desafiante y asustada/que asumen los auquénidos cuando te sienten cerca. /No percibo tu aroma de guitarra/y camino tras los ríos tras la lluvia ebria. [...]
Sin embargo, en la eterna lucha entre la oscuridad y la luz no siempre le resulta fácil al poeta/hombre refugiarse en el instante. La luz está en el mundo, parece decir Rodríguez, pero es el hombre quien, a menudo, con su propia oscuridad la vuelve oscura. La vida se impone con sus «flores en los abismos», con su discurrir de «cementerio abandonado», pero el ser humano no siempre es capaz de experimentar la cualidad perpetua del momento; el claroscuro: [...] Todos los días un girasol muere bajo la primera caricia de sombra. / Y mis pies se detienen como trenes exhaustos/ allí donde los muelles sobreviven/ trenzándose al aguacero. / Siento una indócil y necesaria soledad de lago/ aunque la claridad te muestre pequeña rosa dormida/ y tus sueños se precipiten como niñas felices/ hasta mi pecho. [...]
Tal vez tanto olvido, con Simón, no sea casual, tratándose de alguien cuya voz se deja leer y escuchar muy lejos de los «círculos oficiales.» Creo que por convicción y elección propia la poética de Simón Rodríguez se ha mantenido en el lugar donde está, pero a pesar de ello ha conseguido tener sólo lectores y lectores, ¿marginalidad acaso?, esa sombra de la que sutilmente habla en sus poemas ¿no es su vida? Pienso que la poesía de Simón debe recuperarse como documento de una época, puesto que es una lírica tan singular como afectiva y trascendente que mezcla la labor de un auténtico poeta, es decir, el poeta que es —por principio y por final de cuentas— un creador de mundos, un hacedor de nuevos universos que nos permite asomarnos —y asombrarnos, al mismo tiempo— ante las otras realidades que nos abre cuando empuña la Palabra y el Verbo —así con mayúsculas—, se hace luz y se hace aire que viene a limpiar un tanto este mundo totalmente enrarecido y a punto de oxidarse —y nosotros con él, que es lo más grave—. Y oxidación de los lenguajes, claro. De «nuestro» lenguaje, el de diario y el poético, que, más que hablar, pareciera que cruje, que se comprime como queriendo decir algo que valiera la pena, pero difícilmente sale un balbucir inexpresivo que termina haciendo más confusa y enrevesada la realidad (ésta) en que estamos inmersos. La poesía tal vez sea la salvación. Quizá «las flores que dan hacia los abismos» tengan aún el aroma enloquecedor y ésta sea «La rosa dormida» que empieza a despertar.


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[1] «La rosa dormida», LagOculto editores, 2006, 140 pp, prólogo de Walter Paz, colofón de Fidel Mendoza, volumen antológico que reúne los textos de los ganadores de los Juegos Florales «Juliaca eterna», concurso de poesía organizado por la UGEL San Román durante los años 2004, 2005 y 2006.
[2] Todos sabemos que la poesía no se vende, porque simplemente no se vende. Pero no es seguro que a los poetas les disguste la idea de que sus versos, no digamos que les permita mantener abierta una cuenta bancaria, pero sí que se conozcan bastante más de lo muy poco que se divulgan. En este punto algo parece seguro: la poesía, en todas partes, convalece o circula muchísimo más rápido que antes, aunque no necesariamente con más éxito ni con la duración o la permanencia en la memoria de que gozó entre los públicos estables de otrora: la aristocracia hasta la irrupción de la burguesía, las clases medias y aun las capas obreras ilustradas hasta que fueran seducidas, en los ochentas, por las «luces» de la televisión o las marcas de la instantaneidad posmoderna. Ahora, el espacio electrónico en el texto infinito de internet parece poderlo todo, ya porque comunica pronto y con eficacia, ya porque es capaz de atribuir —abroquelado en un habitual semi o total anonimato— cosas que pertenecen a unos y que terminan siendo de otros. O, si se quiere, de todos.
[3] Reincidiendo con el conocido y ya típico pecado de medir la calidad o la evolución de la poesía por décadas, diremos que, a casi seis meses de concluir esta primera década del post dos mil o post noventa; las nuevas generaciones (si las hay) aún permanecen disipadas y, los pocos atisbos están muy, muy remotos de la poesía que Simón Rodríguez publicó hace 18 años («Desatando penas»), lejanos también de su más reciente texto poético, publicado hace 4 años («La rosa dormida») ambos textos, lozanos y actuales, que fácilmente podrían soportar más de una lectura y que para ser tales no ha sido necesario que sus versos se hayan incluido o no (des-considerado) en ninguno de los varios libros (ensayos , antologías, revisiones) prescindibles que se publican anualmente en Puno.