domingo, 27 de febrero de 2011

Presentación de "Asesinas", de Javier Núñez, en Puno

El pasado 25 de febrero, el Grupo Editorial Hijos de la Lluvia, en coordinación con la Municipalidad Provincial de Puno, presentó Asesinas, el nuevo libro de Javier Núñez


Asesinas
Javier Núñez
Narrativa Breve "Presagio" Nº 06
Grupo Editorial "Hijos de la lluvia"
64 pp. Diciembre 2010
Lima, Perú

La presentación de Asesinas en Puno, el pasado 25 de febrero, fue todo un éxito.

  • Walter Bedregal (representante del Grupo Editorial Hijos de la Lluvia) inició la ceremonia con las palabras de presentación...
  • Los comentarios estaban a cargo de Rafael Vallenas, Bladimiro Centeno y Franklin Ramos.
  • En la conducción, la voz impecable de Vicente Ytusaca

A todos ellos nuestros más sinceros agradecimientos....



El doctor Rafael Vallenas comentando Asesinas



El escritor y crítico Bladimiro Centeno comentando Asesinas



Javier Núñez, autor de Asesinas, leyendo el cuento Una aventura con Christian Rivera


luis incacutipa, (...), rafael vallenas, eddy sayritupa, bladimiro centeno, hugo lipa, walter bedregal, javier nuñez, boris espezúa, franklin ramos y vicente ytusaca



El autor de Asesinas firmando autografos

sábado, 26 de febrero de 2011

Cuando "Asesinas" llega a Juliaca. 22/02/11

Asesinas
Javier Núñez
Narrativa Breve "Presagio" Nº 06
Grupo Editorial "Hijos de la lluvia"
64 pp. Diciembre 2010
Lima, Perú

Todos los amigos recibiendo a Asesinas en el famoso establecimiento de Ceci...
(El alferado, el matador, el editor, el autor, el diagramador)



Junto a Mónica, la madrina de Asesinas...

viernes, 25 de febrero de 2011

ASESINAS, de Javier Núñez

Asesinas
Javier Núñez
Narrativa Breve "Presagio" Nº 06
Grupo Editorial "Hijos de la lluvia"
64 pp. Diciembre 2010
Lima, Perú


¿Qué fuerzas demoníacas mueven los crímenes pasionales? ¿Qué fantasmas pueblan la mente de los suicidas? ¿Cuál es el sentido del amor y el sexo en tiempos actuales?

En este libro se exploran las partes más oscuras del ser humano. El amor, los celos, el crimen y el sexo son los tópicos más recurrentes, que son asumidos por personajes con tendencias a cometer asesinatos, con problemas psicóticos, enamorados obsesivamente, “liberales” sin límites…



«En este libro, Asesinas, Javier Núñez se muestra como un escritor que domina la estructura del cuento y los diversos recursos modernos de la narrativa. Lo acosan, de modo obsesivo, temas de encuentros y frustraciones sexuales y asesinatos, en cuya atmósfera saturada “en grado extremo”, desfilan personajes enajenados, lujuriosos y desquiciados. El humor y el erotismo son las notas más saltantes que caracterizan la prosa de este joven escritor que, con trabajo y estudio permanente, viene ganando espacio en la narrativa regional.»

Feliciano Padilla



«El sexo es la llave perfecta para perderse en el laberinto de la vida. Esto se produce porque el mundo que nos presenta el escritor se caracteriza por su caos, cinismo y desintegración que afianza la incredulidad de los personajes y pérdida del sentido de la vida. En este mundo, la experiencia carnal constituye una tabla de salvación para seguir buscando el horizonte de la vida.»

Bladimiro Centeno



SOBRE EL AUTOR:

Javier Núñez
En el 2004 publicó sus primeros cuentos y dirigió el boletín literario Letrajoven, junto a Franklin Ramos y Alexander Ligue. En el 2005, al alimón con Franklin Ramos, publicó Espejos de bronce. Entre 2006 y 2007 codirigió el boletín de literatura Gatos y garabatos, junto a Edyson A. Quispe. En el 2008, con el cuento Clara Luz, fue finalista en el V Premio Regional de Cultura, auspiciado por I.N.C. de Cusco. En el 2009 publicó Salomé y otros cuentos. Con el cuento El profesor Arias, fue Segunda Mención Honrosa en el Premio Nacional “Víctor Humareda Gallegos, 2009”. En el 2011 publicará Herejes asesinos (novela). Sus cuentos pueden leerse en importantes antologías y estudios literarios preparados por José Luis Velásquez, Percy Zaga y Walter Bedregal.

Cuenta con estudios de maestría en Lingüística Aplicada (UNSA-Arequipa), y cursa estudios en Ciencias Contables (UNA-Puno). Sus líneas de investigación son: Análisis del Discurso, Pragmática y Teoría literaria.

martes, 22 de febrero de 2011

PRESENTACIÓN de "ASESINAS" de Javier Núñez. Este 25 de febrero

Asesinas
Javier Núñez
Narrativa Breve "Presagio" Nº 06
Grupo Editorial "Hijos de la lluvia"
64 pp. Diciembre 2010
Lima, Perú


Presentación, este viernes 25 de febrero
Lugar: casa de la Cultura, Jr. Lima Nº 550 - Municipalidad de Puno;
a horas 18.00 P.M.

Los cuentos homicidas de Javier Núñez

Walter L. Bedregal Paz


La colección de narrativa breve SERIE PRESAGIO incluye un nuevo libro a su catálogo que ya cuenta con 8 títulos. Con entusiasmo, la crítica y el público lector celebran la aparición de Asesinas, segundo libro de cuentos de Javier Núñez, publicado por el Grupo Editorial Hijos de la lluvia, Lima 2010. Este libro se presentará el día viernes 25 de febrero en la CASA DE LA CULTURA de la Municipalidad Provincial de Puno. El lector podrá sentirse bien servido, puesto que en el autor hay una inflexión progresiva, sus respectivos textos retoman, como suele decirse, una nueva mirada al cuento puneño, pero que influye lo que antes podía denominarse la preocupación formal e implica una verdadera reflexión, en el texto, ahora con la tendencia erótica más elaborada.

Los escritores puneños de la última generación, entre poetas y narradores, son proclives a este género –el erótico–, no es un misterio que la novela sigue ejerciendo el imperio, con los impactos que a veces produce y la mistificación respectiva a que arrastra. No quiero dar ejemplos, hacer citas, trozar el texto; quiero deslizarme a su alrededor para sugerir cómo se constituye mi propio espacio de lectura. Porque cuando acertamos con la voz del narrador la historia se cuenta sola. Hay un punto muy hermoso en el momento de la escritura, y es ese punto en el que parece que realmente el escritor desaparece de ahí. La voz del narrador está tan viva, cuenta tan suelta, ligada a saber qué lugar escondido de nuestra conciencia, que el autor desaparece completamente. Lo cual tiene que ver con el libro que Javier Núñez nos entrega ahora (y quién sabe qué relación tiene este tema con el otoño o el invierno, o simplemente para entendedores con la mujer, su sensualidad, el sexo y la muerte).

Asesinas, incluye ocho cuentos: El crimen, El tobogán, Una aventura con Christian Rivera, Los ojos de Cleopatra, Hotel El Búho, La asesina, Lagrimas para Ariadna, Sybil Vane, Stephanie, Líneas de sangre. Los críticos podrán ahora decir si se trata de cuentos vinculados al género del erotismo, podrán decir, asimismo, como nouvelles constituyen un acontecimiento –y que mejor en época de festividad en la ciudad lacustre de Puno (La fiesta de la Virgen de la Candelaria),– como ya se conocía la escritura del autor:


La conocí a las doce de la noche cuando terminaba la Parada Folklórica de Trajes de Luces. A esa hora, y en fiestas de esta índole, siempre hay diablesas ebrias para recogerlas. En ocasiones anteriores tuve la suerte de llevármelas al hotel. Por eso siempre recorro los sitios donde terminan los pasacalles en busca de bailarinas mareadas. A la semana siguiente pienso ir al Carnaval de Juliaca. Me han dicho que allá las danzarinas beben a jarras incalculables y terminan bailando marinera con sus ropas íntimas en las manos.[1]


Del narrador vamos a hablar siempre. El narrador es todo. Porque es el narrador el que cuenta las historias que escribimos. El autor cuenta la historia a través del narrador. Es su voz la que cuenta la historia. Y es su voz, no la del autor. Es importante que sea así, que tenga su propia vida separada de nosotros –y más unida a nuestras entrañas que a nuestro cerebro, a ser posible–. ¿Cómo encontramos, entonces, esa voz del narrador que nos lleve tan de la mano hasta cierto punto en el que parece que llega a desaparecer?:



Empecé con mi oficio de asesina a los 18 años, cuando Fernando Bueno me sacó la vuelta. Aún no olvido la noche del crimen, aunque ya pasaron cuatro años. Lo amaba con pasión desenfrenada; fue el amor de mi vida. Pero este maldito me falló, me pagó mal… Tuve que matarlo, no me quedaba otra opción… La noche que debuté de asesina, naturalmente, era novata en estas cuestiones… Por poco se me fue de las manos; a duras penas logré acabar con él.[2]


Bueno, en primer lugar (o en segundo lugar, lo mismo da en este caso) tenemos que tener claro desde un punto de vista general cómo funcionan los distintos tipos de narradores y para qué sirven. Esto es algo que realmente ya sabemos de manera instintiva porque venimos escuchando historias desde que somos niños. ¿Quién de nosotros no ha contado lo que le ocurrió una vez que se fue a una excursión en bici y se encontró con…? Aunque no escribamos sí contamos historias. Así que viene bien ordenar un poco eso que sabemos y ponerle nombre.


Lo otro a tener en cuenta es que para encontrar la voz del narrador tenemos dos herramientas importantes a nuestro alcance. La primera es la intuición, y la segunda, es doble: la prueba y el error. La intuición es algo que se desarrolla, que se educa, porque tiene que ver con la sensibilidad y el criterio literario. Ahora nuestra intención puede no acertar mucho, bien, pero con el tiempo (y sobre todo con las lecturas) se acabará de afinar. Cuánto más intuición tengamos, más acertaremos con el narrador de una manera casi natural.

En la segunda herramienta, la de prueba y error, está gran parte del aprendizaje. Hay que probar las cosas para saber si funcionan, oírlas en voz alta, escuchar cómo suenan. ¡Sobre todo tratándose, en este caso, de una voz! Nada como probar un narrador, o dos, o tres, para descartar el que menos sirva. Si no comparamos narradores es difícil, al principio, saber cuál nos sirve mejor para esa historia que tenemos en la cabeza.


Como suelen decir los maestros del arte de narrar: el narrador tiene ojos, además de voz. ¿Qué nos queda entonces después de escuchar la voz? Pues más claro imposible: la vista. Es decir, por un lado es importante fijarse cómo suena la voz que cuenta la historia, cómo es su tono de cálido, de frío o de seco, o de cariñoso, o de cómico… Todas las características que podemos sacar de la voz del narrador son abstractas, y por tanto conecta con la emoción, con el sentimiento. Y son, obviamente, bastante subjetivas. ¿Cómo es el tono de la voz, su volumen…? Acertar con el tono perfecto es como afinar un instrumento, las cuerdas no pueden estar ni muy sueltas ni muy tirantes, tienen que estar en su justa medida.


Por otro lado nos interesan los ojos del narrador porque es importante ver dónde se sitúa para contar la historia. Desde dónde, físicamente en el espacio, nos cuenta la historia. Ese lugar desde donde cuenta el narrador marcará, por tanto, la distancia a la que se encuentra de los personajes. No es lo mismo contar la historia de Juvenal, mirando a Juvenal desde sus botas de vaquero —como si tuviéramos la altura de un niño minúsculo, para el que todo el mundo que le rodea es enorme y casi deforme desde ahí abajo—, que contarla desde la planta décima de un edificio mientras Juvenal es una de las cientos de personas que en ese momento cruzan la avenida.


Entonces este aprendizaje de la escritura con criterios textuales los asume Javier Núñez en todas sus etapas; con el cómo y el dónde, y con nuestro narrador ya tenemos bastante camino andado. Quedaría el quién, que nos daría, claro, para otro tipo de clasificaciones (primera o segunda persona, o tercera del plural, o...), pero eso ya es otra historia. En consecuencia, Javier Núñez posee, como buen narrador, el espíritu adecuado para traducir la condición humana, con su voz y sus ojos afinados de hombre contemporáneo en el altiplano puneño, tenemos ya más que ventaja sobre la historia que narra. Estos nuevos cuentos de Núñez nos confirman otra vez el nivel escriturario que este joven narrador está desarrollando en el contexto de la narrativa puneña.


________________________________________________

[1] Salomé y otros cuentos. Grupo Editorial Hijos de la lluvia. Lima, 2009. Cuento Salomé

[2] Asesinas. Grupo Editorial Hijos de la lluvia. Lima, 2011. Cuento Stephanie.


martes, 8 de febrero de 2011

Poemas de Antonio Gamoneda:





Descripción de la mentira [1975-1976]

[...]
Las hortensias extendidas en otro tiempo decoran la estancia más
arriba de mi cuerpo.
He sentido el grito de los faisanes acorralados en las ramas de agosto.
Un animal invisible roe las maderas que también están más allá
de mis ojos
y así se aumenta la serenidad y prevalece el olor de la mostaza
que fue derramada por mi madre.
Yo convalezco en sábanas limpias que me preservan de los insectos
y los cristales de mi infancia permiten la imposición de una
luz que les antecede en muchos días desde que existió la
solemnidad y la pureza.
En este espacio me he reunido con tu dulzura, la que traicionaste
delante de mis ojos.
Ahora eres obsequioso y pacífico como el aceite que se reserva
para los agonizantes;
ahora me contienes con tus manos y me descubres todos los gestos
de tu rostro menos los que deben ocultarse:
tantas veces pusiste la boca sobre las heridas, tantas te
desdijiste como una liebre tenebrosa...
Asediado por un azufre que no podías soportar en los alimentos,
¡tantas me recibiste en tu mirada y me participaste una escritura
de carmines abrasados, tantas te desplomaste en mi
existencia...! Fue una época damnificada.
Tú invocabas al chamariz y hacías que los árboles se inclinasen
sobre nosotros en tardes inmóviles mientras la policía
escribía nuestros nombres.
Otros días cantabas poseído por el alcohol y lo que rebosaba era
azul sobre las mesas desgastadas por la lejía.
Una senda de aulagas conducía hasta tu casa donde siempre era
invierno. ¡Ah cómo sentía tus dientes y cuanto tiempo te
escuchaba, cómo esperaba tu desaparición amándote!
No me dejaste otra señal que tu rostro celebrado por el llanto
de las mujeres.
A tu belleza se inclinaba la serenidad, viuda tuya desde hace
mucho tiempo, viuda desposeída de tus sábanas.
Esto fue cuando, atraído por el acónito, penetraste en sus cámaras;
esto fue cuando comenzó el silencio.
Tú distribuías la nostalgia de cuanto es honorable y concertado
con la pulsación de los pueblos.
No quisiste ser alabado por ello sino por el horror, tu
ciudadanía en aquel tiempo.
La ceniza de tus uñas se refugiaba en las escrituras y en
aquellos templos cuyas maderas están señaladas a cuchillo y
con la grasa de los animales torturados.
Tú, más veraz que yo porque me excedías en vigilancia,
me conducías a los lugares en que es posible saborear el
cardenillo y el acero.
Durante un instante me visitó un crepúsculo cuya profundidad no me pertenece.
Regresé. Regresé hasta donde los padres son cautos y perseguidos
en sus huesos, pero no es éste el armisticio que yo compré sobreviviéndote.
Repito que ahora eres obsequioso y que me acompañas al espacio en que las hortensias son persistentes.
Más allá, en los desvanes, siento un bramido de palomas: es un
país nupcial. ¿Conoces tú la virtud de las palomas en sus excrementos?
En aquél y en éste te recibo y sólo así, mirándome en tu rostro,
el que se manifiesta a través de una membrana incorruptible,
no en el furor que predicaban tus dientes aunque me amases dentro de mi madre.
En aquél y en éste te recibo y mi deseo es alimentarme con tu
bondad, pero también con los aromas que te sobreviven.
Siéntate en medio de las ruinas, siéntate con dulzura en el medio
o al borde de las ruinas.
Son nuestra única propiedad y yo comienzo a distinguir algunas
semillas y láudano y ciertos coágulos obedientes al ejercicio de la luz.
De esta pasión, de los proverbios posteriores a tu vértigo, del
animal que llora y su piedad está sobre nosotros,
tú deducirías lacre y lo pondrías en mis ojos, o quizá limaduras
de níquel y otras materias aborrecibles.
Sin embargo tú amabas la suntuosidad de las banderas en el azul,
encima de las bodegas.
¿Sabes qué es el olvido? ¿Qué has encontrado tú en la reserva del olvido?
Todas las enseñanzas se extinguieron como carburo en el fondo de
galerías inacabadas;

todas las enseñanzas menos la palpitación del bosque y algunas
huellas sobre mi carne.
El río desciende aún y yo no siento ahora sino el olor del agua.
Tus hijos y mis hijas se sumergen en el río y los que no
olvidaron no se acercan nunca porque serían recibidos y
quizá entrasen en nuestros cuerpos y morirían.
¿Has pensado en la paciencia, has pensado en la paciencia
semejante a ónice, en la paciencia excavando tumbas en el
sonido, abandonando telas inicuas a los vientos que
llegarán, que llegarán como cada vez después de las
expulsiones?
La ciudad no está limpia, pero en los ejidos hay irritación y el
cornezuelo y el centeno cohabitan y crece un alimento que
será comido por nuestros hijos.
Yo no tengo esperanza sino una pasión cuyo nombre tú no vas a
decirme.
Yo no tengo esperanza sino una pasión cuyo nombre no va a tocar tus labios.
He cruzado mi infancia y países de morfina y largos bosques en
los que descansé y grandes alas pasaron sobre mis ojos.
En los lugares a los que yo acudo al atardecer hay frutos muy
espesos de los que hago recolección y mis dedos son
abrasados por las luciérnagas, pero yo hago recolección y
me demoro en acudir a otros lugares, a las alcobas donde mi
madre envejece más allá de mi vejez.
Y las palabras, fiebre bajo las tégulas, grumos retrocediendo,
hieles que enloquecían bajo el disfraz del sueño,
¿qué son, qué hacen en mí cuando se ha extinguido la verdad?
De la verdad no ha quedado más que una fetidez de notarios,
una liendre lasciva, lágrima, orinales
y la liturgia de la traición.
Las hortensias extendidas en otro tiempo decoran la estancia más
arriba de mi cuerpo.
¿Qué lugar es éste, qué lugar es éste? ¿Cómo estás aún en mi corazón?
[...]




Lápidas [1977-1986] (1986) I

Tras asistir a la ejecución de las alondras has
descendido aún hasta encontrar tu rostro dividido
entre el agua y la profundidad.
Te has inclinado sobre tu propia belleza y con tus dedos
ágiles acaricias la piel de la mentira:
ah tempestad de oro en tus oídos, mástiles en tu alma,
profecías...
Mas las hormigas se dirigen hacia tus llagas y allí
procrean sin descanso
y hay azufre en las tazas donde debiera hervir la
misericordia.
Es esbelta la sombra, es hermoso el abismo:
ten cuidado, hijo mío, con ciertas alas que rozan tu corazón.
Oigo hervir el acero. La exactitud es el vértigo.
Ah libertad inmóvil, ejecución del día en la materia nocturna.
Es tu madre el clamor, pero tus manos abren los párpados
del abismo.
De resistencias invisibles surge un rumor de límites:
ah exactitud de mar, exactitud sin nombre.


II


Un silencio de hormigas, un frenesí de esparto. Ah
corazón clamando ante los almacenes. Ya no hay sábados;
bajas a las iglesias, a los departamentos de la muerte y
ves la luz de la infelicidad; yaces y las serpientes
pasan sobre las murias derruidas.

Veo la juventud ciega en los atrios, la grasa negra de
las negaciones. Fulge tu lengua entre sarmientos, tu
palabra sobre los mástiles. Mas la pureza no se extiende,
no diluye en las aguas el acero, no deshabita las
comisarías. Ah corazón clamando por una tierra sin
olvido, por un país donde los pájaros se suicidan al
amanecer (como aquel camarada entre la pobreza y el
relámpago), viejo tenaz ante las rastrojeras, viejo que
aún lloras sobre llagas fértiles: dame tu látigo y tus
lágrimas, no me abandones todavía.

Agonizabas sobre los espejos y no arrancaste de tu
rostro el rostro de tu madre. No te pierdas aún,
préstame algo, dame tu incendio, tu piedad estéril, tus
zapatos, tus hernias, tus alondras, el huracán de tu
melancolía y el gran aviso de tu dedo negro, para que
no muera más de mala muerte la criatura del dolor:
España.


III


Aquel aire entre el resplandor y la muerte se hace
sustancia que no alcanzan a borrar los días y los
vientos. El contenido de la edad son estos lienzos
transparentes.

Signos exactos e incomprensibles. Están en mí con el
valor de una llaga; algunas cifras arden en mis ojos.
Eran días atravesados por los símbolos. Tuve un
cordero negro. He olvidado su mirada y su nombre.
Al confluir cerca de mi casa, las sebes definían sendas
que, entrecruzándose sin conducir a ninguna parte,
cerraban minúsculos praderíos a los que yo acudía con
mi cordero. Jugaba a extraviarme en el pequeño
laberinto, pero sólo hasta que el silencio hacía brotar
el temor como una gusanera dentro de mi vientre.
Sucedía una y otra vez; yo sabía que el miedo iba a
entrar en mí, pero yo iba a las praderas.

Finalmente, el cordero fue enviado a la carnicería, y yo
aprendí que quienes me amaban también podían decidir
sobre la administración de la muerte.


En la calle que sube hacia la catedral, bajo rúbricas y
veneras modernistas, bajo otras bóvedas invisibles
creadas cada mañana por la voz otoñal de Pedro el Ciego,
acontecían maravillas frágiles y encarnadas en las manos
del vendedor de serpentinas y flautas de cañabrava:
sobrevenían don Nicanor y su sonido a infancia; cerca,
sobre la opacidad del hambre civil, el olor de las
almendras calientes, y, más arriba, el abanico de
peines, las estilográficas de las que fluye el líquido
de los sueños.

Pedro descansa en la profundidad del otoño y su rostro
se enciende en ramos de sol. La luz baja a su corazón y
allí permanece desleída en aceites y sombras, en aguas
purificadas por recuerdos.

Suavidad de los días, paz del mundo en el corazón de
Pedro: pasan las portadoras de hortalizas, pasan los
sacerdotes en sus túnicas, y Pedro canta ronca y
dulcemente la construcción de las obras públicas, las
profecías traicionadas, la graduación de los muertos.
Canta bajo las ménsulas y en los soportales. Son
noticias de invierno.

Álamos. El fulgor excede y las distancia son
traspasadas por gritos vecinales. Los rebaños
desprendidos de la mesta cardan ácidas hierbas bajo un
friso de azufre. Oigo las campanas de Villabalter como
mastines electrizados por la inminencia.

La osamenta furiosa se abatió sobre los malecones y
los huertos. El otoño se alhajaba fosforescente y aquel
rebaño tuvo miedo bajo las bóvedas de plomo.

La ciudad mira el sílice de las montañas como una
gárgola inmóvil ante los círculos de la eternidad y se
rodea de colinas cárdenas en las que el tomillo es
abrasado por el invierno.

Siento la espesura fluvial; se manifiesta en sílabas
lentísimas. Aún las palomas se pronuncian clamorosas y
los ancianos descansan en la cercanía de las acacias
coronadas de temblor. Hablan y acrecientan la
serenidad de la tarde. A veces, sonríen con un golpe
de sol en el rostro y se encienden bajo los
encanecidos cabellos. Sus ojos se entrecierran y
apenas es visible un filamento de acero y lágrimas.


La vejez es blanca.

Un anciano tiene el hombro abatido y dispar; el otro
ofrece al sol unas manos grandes cuya piel transparenta
largas venas. Hablan con la imprecisión temblorosa de
quien es más débil que sus recuerdos; restablecen una
paz y un espacio: las eras de la ciudad, los labradores
de Renueva, el espesor de los curtientes, la sombra
roja de las herrerías.


IV


Aquellos cálices
¿Quién habla aún al corazón abrasado cuando la cobardía
ha puesto nombre a todas las cosas?
Silba el adverbio del pasado. El cobre silba en huesos
juveniles, pero es el día del invierno. Alguien
prepara grandes sábanas
y restablece la oquedad. Sólo hay sustancia en ti,
sustancia azul de desaparecidos.
Aquellos gritos. Y las banderas sobre nosotros.
Ah las banderas. Y los balcones incesantes: hierros
entre la luz, hierros más altos que la melancolía,
nuestro alimento.
Cae
la máscara de Dios: no había rostro.
¿Quién habla aún al corazón amarillo?
Soy el que ya comienza a no existir
y el que solloza todavía.
Es horrible ser dos inútilmente.

Edad, edad, tus venenosos líquidos.
Edad, edad, tus animales blancos.



Libro del frío (1992)


1
Geórgicas
Tengo frío junto a los manantiales. He subido hasta cansar mi corazón.
Hay yerba negra en las laderas y azucenas cárdenas entre sombras,
pero, ¿qué hago yo delante del abismo?
Bajo las águilas silenciosas, la inmensidad carece de significado.
Un bosque se abre en la memoria y el olor a resina es útil al corazón.
Vi las esferas del sudor y los insectos en la dulzura;
luego, el crepúsculo en sus ojos;
después, el cardo hirviendo ante el centeno y la fatiga de los
pájaros perseguidos por la luz.


2
El vigilante de la nieve
Vigilaba la serenidad adherida a las sombras, los círculos donde se
depositan flores abrasadas, la inclinación de los sarmientos.
Algunas tardes, su mano incomprensible nos conducía al lugar sin
nombre, a la melancolía de las herramientas abandonadas.
Cada mañana ponía en los arroyos acero y lágrimas y adiestraba a los
pájaros en la canción de la ira: el arroyo claro para la hija
dulcemente imbécil; el agua azul para la mujer sin esperanza, la que
olía a vértigo y a luz, sola en el albañal entre banderas blancas,
fría bajo la sarga y los párpados ya amarillos de amor.
Era incesante en la pasión vacía. Los perros olfateaban su pureza y
sus manos heridas por los ácidos. En el amanecer, oculto entre las
sebes blancas, agonizaba ante las carreteras, veía entrar las sombras
en la nieve, hervir la niebla en la ciudad profunda.

3
Aún
Recuerdo el frío del amanecer, los círculos de los insectos sobre las
tazas inmóviles, la posibilidad de un abismo lleno de luz bajo las
ventanas abiertas para la ventilación de la enfermedad, el olor triste
de la sosa cáustica.

Pájaros. Atraviesan lluvias y países en el error de los imanes y los
vientos, pájaros que volaban entre la ira y la luz.
Vuelven incomprensibles bajo leyes de vértigo y olvido.
No tengo miedo ni esperanza. Desde un hotel exterior al destino, veo
una playa negra y, lejanos, los grandes párpados de una ciudad cuyo
dolor no me concierne.
Vengo del metileno y el amor; tuve frío bajo los tubos de la muerte.
Ahora contemplo el mar. No tengo miedo ni esperanza.
Eres sabio y cobarde, estás herido en las mujeres húmedas, tu
pensamiento es sólo recuerdo de la ira.

Ves la rosas temibles.

Ah caminante, ah confusión de párpados.
Hay una hierba cuyo nombre no se sabe; así ha sido mi vida.
Vuelvo a casa atravesando el invierno: olvido y luz sobre las ropas
húmedas. Los espejos están vacíos y en los platos ciega la soledad.
Ah la pureza de los cuchillos abandonados.


Amé todas las pérdidas.
Aún retumba el ruiseñor en el jardín invisible.

4
Pavana impura

La inexistencia es hueca como las máscaras y su visión es lívida,
pero tú oyes el grito de las madres del agua y acaricias los ojos que
vieron la inexistencia.

Llegan los animales del silencio, pero debajo de tu piel arde la
amapola amarilla, la flor del mar ante los muros calcinados por el
viento y el llanto.

Es la impureza y la piedad, el alimento de los cuerpos abandonados
por la esperanza.

5
Sábado
Mi rostro hierve en las manos del escultor ciego.
En la pureza de los patios inmóviles él piensa dulcemente en los
suicidas; está creando la vejez:
ayer y hoy son ya el mismo día en mi corazón.


6
Frío de límites
Huyen heridas por el amanecer, laten sobre las aguas y su blancura se
abre en ti: avefrías.
Viajan de lo visible a lo invisible. Ya
sólo hay invierno en las ramas inmóviles.
¿Es la luz esta sustancia que atraviesan los pájaros?
En el temblor del sílice se depositan cuarzo y espinas pulimentadas
por el vértigo. Sientes
el gemido del mar. Después,
frío de límites.


7
Amé las desapariciones y ahora el último rostro ha salido de mí.
He atravesado las cortinas blancas:
ya sólo hay luz dentro de mis ojos.



Mortal 1936 (1994)


Hierven bajo las túnicas de la ira;
hierven los números y los ácidos
depositados en su espíritu.

Veo el mercurio en las pupilas, líquidos
negros, la fertilidad
de los cuchillos y las sombras; veo
los agujeros y los párpados.

Siento la herida musical, el llanto
multiplicado por el viento, el sol
en la pared de los agonizantes.
Ésta es la soledad de mil cabezas,
la gárgola que aúlla, la gallina
desesperada.
Al fin, surten las fuentes
sangre, vértigo, luz, acero, lágrimas.


El miedo entra en la blancura; aún
sus alas hienden la serenidad
y disciernen la sal y la ceniza.

Lívidas hélices y, en el espesor,
lentitud de los pájaros, augurios
en las venas azules de las aguas.

Ah pétalos temibles, semejantes
a las escamas puras de la cólera.

Ah pena corporal, amor herido,
animal de la luz, pueblo abrasado.

Salen los cuerpos del abismo, ascienden
como azufre solar; su resplandor
atraviesa las aguas.

Hay profecías incesantes. Ved
la transparencia de los signos
y las palomas torturadas.

Éste es el día en que los caballos aprendieron a llorar,
el día horrible y natural de España.

El animal de sombra
enloquece en las pértigas del alba.



Arden las pérdidas (2003)
Viene el olvido
La luz hierve debajo de mis párpados.
De un ruiseñor absorto en la ceniza, de sus negras entrañas musicales,
surge una tempestad. Desciende el llanto a las antiguas celdas,
advierto látigos vivientes
y la mirada inmóvil de las bestias, su aguja fría en mi corazón.
Todo es presagio. La luz es médula de sombra: van a morir los insectos
en las bujías del amanecer. Así
arden en mí los significados.


He tirado al abismo el hueso de la misericordia; no es necesario
cuando el dolor es parte de la serenidad, pero la lucidez trabaja
en mí como un alcohol enloquecido.
Sé que las uñas crecen en la muerte. No
baja nadie al corazón. Nos despojamos de nosotros mismos al expulsar
la falsedad, nos desollamos y
no viene nadie. No
hay sombras ni agonía. Bien:
no haya más que luz. Así es
la última ebriedad: partes iguales
de vértigo y olvido.


Palomas. Atraviesan la inexistencia.
Hay huellas de pastor frente al abismo. Cóncavas.
Todo se explica en la imposibilidad.


Hay úlceras en la pureza, vamos
de lo visible a lo invisible.
En este error descansa nuestro corazón.
He atravesado las creencias. Durante mucho tiempo
nevó sin esperanza.
Había madres que enloquecían al amanecer: oigo sus gritos amarillos.

Aún nieva. Creo en la desaparición.
Creo en la ira.

Ira

¿Quién viene
dando gritos, anuncia
aquel verano, enciende
lámparas negras, silba
en la pureza azul de los cuchillos?

Gritan ante los muros calcinados.

Ven el perfil de los cuchillos, ven
el círculo del sol, la cirugía
del animal lleno de sombra.
Silban
en las fístulas blancas.

Vi
cuerpos al borde de
las acequias frías.

Amortajados
en la luz.

Más allá de la sombra
Veo la sombra en la sustancia roja del crepúsculo.
Cierro los ojos y
arden los límites.

Puse agua y cinabrio en mi corazón y en mis venas
y vi la muerte más allá de la púrpura.

Ahora mis ojos ven en el pasado: grandes flores inmóviles, madres
atormentadas en sus hijos, líquenes fertilizados por la tristeza.

Quizá el silencio dura más allá de sí mismo y la existencia es sólo
un grito negro, un alarido ante la eternidad.

El error pesa en nuestros párpados.

Claridad sin descanso

Quizá me sucedo en mí mismo. No sé quién pero alguien ha muerto en mí. También ayer olía la desaparición y estaba amenazado por la luz, pero hoy es otro el cuchillo delante de mis ojos.
No quiero ser mi propio extraño, estoy entorpecido por las visiones.
Es difícil
poner luz todos los días en las venas y trabajar en la retracción
de rostros desconocidos hasta que se convierten en rostros amados
y después llorar porque voy a abandonarlos o porque ellos van a
abandonarme.
Qué estupidez tener miedo al borde de la falsedad, qué cansancio
abandonar la inexistencia y
morir después todos los días.
Sobre la calcificación de las semillas, ante las flores abrasadas,
en la desaparición del pensamiento,
tejen la yerba manos invisibles. Temo su pureza. Veo
lana sangrienta y, en los alimentos, grasa mortal, cánulas negras y,
bajo ramas inmóviles, cuerdas y sombras y preservativos.
¿Soy yo quien mira con mis ojos?
Arden los huesos, oigo la fermentación del rocío: alguien llora bajo
los árboles torturados. Veo las llagas de la luz, altos patíbulos
y serpientes y aceites industriales bajo los lóbulos de las amapolas.
¿Estoy yo en mí y peso sobre la tierra? Es extraño.
En cualquier caso, tengo miedo: los insectos vienen a mi corazón.

lunes, 7 de febrero de 2011

Elogio de la poesía: hablan por los versos de Antonio Gamoneda

Antonio Gamoneda


darwin bedoya



1.- Vicente Valero:

Oigo la lluvia de otro tiempo; humedece
lienzos inmóviles.
Fuera de mi pensamiento, extensa
en el pasado, cunde
aún la tormenta.
Así
enloquezco en la verdad.

–Arden las pérdidas, Viene el olvido (1993-2003)


Palabras para Antonio Gamoneda

He escogido este poema reciente, de Arden las pérdidas, aunque para lo que quiero decir podría muy bien haber recurrido a cualquier otro libro, incluso al primero de sus poemarios, ya que en todos ellos puede encontrarse esta misma idea de que la memoria es sólo una expresión más del sufrimiento humano. Lejos de la elegía autocomplaciente, la poesía de Antonio Gamoneda ha encontrado en la memoria las raíces del dolor y su mirada no es muy diferente, por tanto, a la de aquel ángel de la historia benjaminiano que cuando volvía su rostro hacia el pasado sólo conseguía ver un montón de ruinas. Este montón de ruinas es la «verdad» en la que se enloquece, y a la que la poesía de Antonio Gamoneda ha sabido dar expresión íntima y universal, se diría que a la manera de los poetas de la Antigüedad, que eran también sabios, es decir, viendo.
El pasado es en la poesía de Antonio Gamoneda sobre todo una imagen, una secuencia que se ve, que puede ser vista, mucho más que un recuerdo, que solamente podría ser contado. «Ahora mis ojos ven en el pasado», dice el poeta en otro lugar de este mismo libro. Tal vez por eso la poesía es un don siempre relacionado con la clarividencia. Tal vez por eso también la memoria poética no es un relato, sino una suerte de epifanía, un puñado de imágenes que llegan, por ejemplo, como en este poema escogido, con «la lluvia de otro tiempo».
La poesía de Antonio Gamoneda, como la de los grandes poetas del siglo XX, excava en las tierras sin esperanza de la realidad, superando los límites de la evocación descriptiva, confiándose a la palabra siempre iluminadora, con la que todo pasado vuelve a la luz para ser visto u oído, con la que todo pasado vuelve a nosotros con la fuerza oscura y enloquecedora de la verdad.


2.- Clara Janés:


He tirado al abismo el hueso de la misericordia; no es necesario cuando el dolor es parte de la serenidad, pero la lucidez trabaja en mí como un alcohol enloquecido.
Sé que las uñas crecen en la muerte. No
baja nadie al corazón. Nos despojamos de nosotros mismos al expulsar la falsedad, nos desollamos y
no viene nadie. No
hay sombras ni agonía. Bien:
no haya más que luz. Así es
la última ebriedad: partes iguales
de vértigo y olvido.

–Arden las pérdidas, Viene el olvido (1993-2003)

Palabras para Gamoneda

Arroja Gamoneda los dados definitivos de su ciencia en este poema, y los números son palabras inapelables. Con el primero nos sitúa en la sabiduría más hispana, arrastra ante nuestros ojos la frase de Séneca: «la misericordia no considera la causa, sino el infortunio; la clemencia va unida a la razón». Rotundo concepto que enlaza con el siguiente dado, que cae sobre la palabra «serenidad». Ésta participa de la razón y le permite abarcar el dolor. Después, un «pero» hace saltar el número: «lucidez», bajo su aspecto socavante –para Cioran es precisamente la lucidez lo que desfonda al espíritu–, siendo, con todo, aquello a lo que no podemos renunciar.
Establecidas estas premisas, siguen los dados con el enigma y la paradoja de la muerte, la separación definitiva, pero ésta se ha anticipado ya. La vida es deseo que mueve hacia el otro –al que nunca llega– y la conciencia son ojos medidores de esa distancia. De ahí que el dado oscile ahora un momento ante la «sombra» y se detenga en la «luz». Y queda la última tirada: tres palabras redondas: «ebriedad», «vértigo» y «olvido». «Sólo se embriaga el que está desesperado», dijo María Zambrano refiriéndose al poeta. La ebriedad de Gamoneda procede de la luz, que permite abarcar, a ser posible, la totalidad. De ahí el vértigo y también el olvido. Se trata de conocer. Y ya en Descripción de la mentira, se preguntaba: «Después del conocimiento y el olvido, ¿qué pasión me concierne?». El vértigo, dice en ese mismo libro, es «la exactitud», y en otro, Sublevación inmóvil, que es la perfección de la belleza, pero acaso es también ese ir «de lo visible a lo invisible» de Arden las pérdidas, ese error que es la vida. En Lápidas escribió: «No hay memoria ni olvido y el error es la única existencia». Pero sí, hay olvido, al fin, y es «la única sabiduría». Y quizá el vértigo consista en no alcanzar todo el necesario.
Esa lucidez y esa ebriedad de la última tirada de Gamoneda nos hablan también de la entereza. En más de una ocasión, Gamoneda ha dicho que la poesía existe porque sabemos que vamos a morir. Todo desemboca, pues, en este final que, de modo inverso, nos da la perspectiva de la vida. En esta contemplación desde la muerte, el poeta está próximo a otro gran representante de nuestro espíritu, Jorge Manrique, cuya divisa de caballero era «ni miento ni me arrepiento». La de Gamoneda podría ser un verso del Libro del frío: «no tengo miedo ni esperanza». Lo vemos armado así, con este lema, a punto de combatir, pero como un monte de calma; sin esperanza y sin miedo –también él sin mentir ni arrepentirse–, entregándonos una palabra donde refugiarnos. ¿Contradice esto a sus dados? No, sus dados no engañan, pero esconden un fuego interior, una fe, que se nos revela en su último libro. Porque ese vértigo y ese olvido van mucho más allá que su enunciación. Ese vértigo puede consistir también en reconocer que el olvido se ha apoderado del amor. Pero el amor persiste: ésta es la secreta fe. En Sílabas negras, en uno de sus poemas más recientes, leemos: «solamente he aprendido a desconocer y a olvidar pero el amor / habita en el olvido».


3.- Amelia Gamoneda Lanza:

Huyen heridas por el amanecer, laten sobre las aguas y su blancura se abre en ti: avefrías.
Viajan de lo visible a lo invisible. Ya
sólo hay invierno en las ramas inmóviles.

–Libro del frío, 6. Frío de límites (1986-1992)


Palabras para Gamoneda

El paisaje y sus formas se dicen con palabras que, a su vez, tienen forma. En ella germinan otros posibles paisajes. Así viaja la poesía: de lo denotado a aquello que no tiene nombre, de lo visible a lo invisible. Una huída, una desaparición abre la visión de la blancura en esa voz que se mira a sí misma y se tutea: las aves que van hacia lo invisible (aquí avefrías, en otro lado palomas) abren sus alas –las AV(r)E(n)– y su blancura se abre en los ojos. Los ojos quedan abiertos, heridos de la herida de las aves: la blancura del amanecer hirió y tiñó de blanco a éstas; y ellas tiñen y hieren (abren) con su blancura a los ojos: alba sangre que late, fluye, huye. Lo que se abre –lo que se AV(r)E– en los ojos del que mira es –otra forma del blanco– el frío: ave/frías. Ellas viajan de la blancura visible al frío invisible. La blancura se muestra: huye, late, viaja; el frío, no: hurta la presencia, desnuda, inmoviliza: Sólo hay invierno en las ramas inmóviles. En las ramas no hay aves, no hay hojas, sólo ramas. Tras la visión del vuelo de las aves, tras la apertura de su blancura en forma de alas (tan parecidas a hojas de un libro abierto) viene lo invisible: lo que queda inmóvil es el frío, lo que queda abierto es el Libro del frío.

4.- Juan Barja:

Palabras para Gamoneda

«Esta». La que se da. Ahí se da. Revelación del demostrativo: en el demostrativo, lo que en «esta» está, como ya-dado (clausurado). Lo que está: que se dice: en el poema. El poema lo dice: en «esta casa». Y no otra; ya aquí. Ninguna más. Pues «esta casa» –¿entonces?– puede ser ésta y única, casa-como-mundo: mundo-útero-casa, en el espacio (real, de-finitivo: tumba, cierre, clausurado ‘vacío’ de un ‘espacio’) que el poema recita –en el poema objetivo y real, desde sí mismo para sí: poema sin sujeto, sujeto como sí– en su firmeza (firma escueta de forma: firmamento en el firme del mundo: fundamento-cimiento: útero: mundo/texto: traza) del «estar» de la «casa». Sola. En sí. Y de sí, justamente, en el abrirse del espacio –la casa– a su destino, al envío del hueco que retorna (siempre in-quieto), y se ofrece: desde el tiempo –¿pasado?– de un umbral, el que se dice: «estuvo» (ahí estuvo: ¿donde está?). Donde está y para otro: «dedicada», destinada, ofrecida: en el espacio común para un hacer, el deshacer(se) en cultura y cultivo, la «labranza» que cultiva su vida: en lo que vive, viviendo su cultivo: cultivando en común, cohabitando, en la costumbre (surco: verso: semilla: orden: concierto) aceptada y querida: habitación. «Y» también: y en el hueco, y el abrazo –su aliento, su revés, el de la forma y la traza y el trazo– que regresa, que se inscribe y se ofrece: duradero: tiempo: forma: cadencia, desvelado, en su tramo de tiempo, su materia anegada de fruto, del futuro de un temblor que se da: como mortal.


5.- Olvido García Valdés:

El cinturón de álamos es oloroso bajo los manantiales de marzo y en los vertederos se insinúan flores lívidas junto a la fermentación de las hogueras subterráneas. Son las flores cándidas y venenosas de los extrarradios y su fertilidad conduce a la infancia, a una población de establos en el camino de Trobajo, donde existía un vértigo azul presidido por el milano y animales muertos entre las sendas y las viñas. Eran los días grandes. Para siempre, la ciudad fue fundada en la claridad del miedo.

– Lápidas (1977-1986)

Palabras para Gamoneda

Un poema es un lugar raro. De la mayor fijeza –lápida– y, al tiempo, de una extraña movilidad –conducto, vértigo–. Exacto y veloz, nos afecta de un modo difícil de aprehender. Cómo funciona eso que nos afecta. Cómo se propaga cierto reverberar, cómo encarna en sucesivas membranas la resonancia de una inflamación. Este poema enuncia cuatro oraciones. La primera describe un paisaje diseccionado en planos a diferentes alturas: manantiales, cinturón de álamos, florecillas, fermentación subterránea; el presente es marzo. La segunda abre una vía temporal –conducto– entre ese presente y un pasado remoto –infancia– que a su vez acarrea otro paisaje: senderos, viñas, animales muertos; traza en ese paisaje la vertical aérea, alas de milano en el cielo. La oración tercera dilata el tiempo: eran los días grandes. La cuarta propone el sentido de ese trayecto trasladando su objeto –objeto de la memoria– a una validez intemporal.
Suelen las lápidas acoger fechas y signos inscritos para que perduren: «mi tiempo es otro tiempo». Casi imperceptibles brotan flores; son cándidas, son lívidas, venenosas. La poesía moderna inició su andadura en la sensibilidad de esta adjetivación enfermiza. Su pregnancia, aquí, es contigua de una temperatura natural –el frescor de marzo, el agua de los manantiales y la corteza de los álamos–. Esa vista olorosa. Un mundo de extrarradio, hay vertederos, una poética del ejido que atraviesa una y otra vez la frontera, los límites entre naturaleza y comunidad. Acá y allá; arriba y abajo, también: del subterráneo reino de Perséfone a la claridad de los días crecidos. Como por oleadas, desde el presente –«es», «son»– y merced a un calor del subsuelo, atravesamos el mantillo de la memoria individual para alcanzar coordenadas de una memoria colectiva –«eran», «para siempre, la ciudad fue fundada»–. Fermento, fertilidad: inflamación de las mucosas, algo ominoso que se cierne, sustancias inflamables –alcoholes, gases, putrefacción–; hogueras subterráneas, flamma. Y demorarse en la contemplación de la cosa perdida –fertilidad de lo muerto, memoria y conmemoración. Tal vez la mítica apropiación de Prometeo, el robo del fuego fundador, fue sólo signo de la aparición de un nuevo sentido, de la escucha de un ritmo, de una fricción; y es sabido que en ciertas lenguas semíticas, en sánscrito, en escandinavo y en turco-tártaro la dignidad de la posesión del fuego está unida a la posesión de las canciones. Un fuego, como una fiebre, late en las imágenes –aquello, aquí–, prende en ellas –amenaza, dolor, muerte–, arde el amor en hogueras subterráneas; un pasado se inflama: la ciudad fue fundada: la claridad del miedo.


6.- Marifé Santiago Bolaños:

Éste es el único día digno de ser vivido ya que todos los otros días fueron días de negación.
Los sacerdotes hicieron negación y los comerciantes y los hombres de honor hicieron negación;
y hubo negación en los niños y en los que resistían la tortura por causas justas y en los que estaban poseídos por la amistad;
y los muslos que yo conocí con mi lengua se cerraron y los pezones que estuvieron en mis labios se endurecieron como sílice.
Hubo un tiempo habitado por madres y por iluminaciones
pero después sucedieron días en que los cuerpos se buscaban
y cada cuerpo acudía con su fuerza y entonces hubo delación y algunos murieron y otros retrocedieron hasta sus madres
y las madres estaban ciegas en sus vientres
y no existía lugar en aquel país
y cada hombre lloró en esta enseñanza y abandonó la ciudad y no se supo de él durante mucho tiempo.

–Descripción de la mentira (1975-1976)

Palabras para Gamoneda

En el decir de Hesíodo, cuando los dioses mienten al hablarse entre ellos pierden la inmortalidad. Desde la perspectiva de lo humano, nada que temer salvo que haya un deseo enfermizo de «ser dioses». Cuando Gamoneda insta a una «descripción de la mentira» está reclamando una mirada directa sobre la historia y sobre la naturaleza humana que escribe la historia; una naturaleza simuladora en sí misma que, a veces, es dominada por el ejercicio de un poder que quiere «hacerse proceder» de la divinidad en todas sus facetas –de la tradición al miedo, del miedo al fanatismo–, negando que la verdad sea una convención. Porque sólo hay, en puridad, mentira si hay intención de engaño, como en la gran mentira social que quiere pasar por verdad absoluta impidiendo el sueño creador de un destino electo, pactado en libertad y escrito con la imaginación hacia el futuro a partir de la experiencia del logro y del error que la memoria custodia. Esa memoria que, así entendida, permite fidelidad a uno mismo, sin renunciar al sentimiento propio en beneficio de una supuesta trascendencia o realidad objetiva, que se demuestra, por pura definición, falsa.
El poeta se enfrenta a la mentira describiéndola, tarea sólo posible, por extraño que pueda parecerle a una lógica menor y reduccionista, en la «materia mentirosa» que es el hacer poético. Éste, como aletheia, expresa entonces el máximo compromiso con la libertad, la no renuncia al cuerpo que sufre pero también goza, la no renuncia al sueño que supera el aquí y el ahora, humana eternidad expresada en el Arte. La no renuncia a la posibilidad «social» de un mundo concebido según un «orden musical».
Porque es poeta sólo y porque serlo lo convierte en ciudadano poeta, su voluntad acepta el reto de la historia engañosa y se compromete, mediante la palabra poética, a desvelar la «realidad» describiendo la mentira que ha pretendido, capciosamente, ocultarla. Hablamos de una situación histórica específica, la de la España de la Guerra Civil y la del torturador ejercicio de olvido que quiso imponerse en la Posguerra; pero, también, del compromiso del poeta consigo mismo: como en el dilema al que Antígona, en el mito griego, se enfrenta, la palabra poética explicita el dilema absoluto del vivir humano en el que la ley del sentimiento y la ley de la razón no siempre discurren por el mismo sendero, porque la vida humana jamás es una línea recta, sino la sinuosidad expresada en ese conocimiento más allá de las clasificaciones que parte del sentimiento, de la corporeidad, nunca de la racionalidad fría con pretensiones de sistematización y absolutos. Y ahí, sin duda, «los poetas fueron los primeros legisladores».


7.- Juan Carlos Mestre:

Mi amistad está sobre ti como una madre sobre su pequeño que sueña con cuchillos.

–Descripción de la mentira (1975-1976)


Palabras para Gamoneda

Yo tenía catorce años, la edad en que un muchacho abandona la belleza sin placer de la esperanza para entrar en la ruina donde el porvenir de los lenguajes mantienen inmaculada y pura la sonrisa de los sueños muertos. Un cuchillo es algo tan real como un pañuelo. Un pañuelo es algo tan subjetivo como la salud del bien de una madre. Estas cosas están en el corazón simbólico de mi infancia como una conducta relacionada con lo indecible, el deseo de nombrar las primeras formas de la verdad, el encargo de traducir a armonía la subversión del pensamiento que se resiste a hacerse costumbre.
No importa lo indefinible, será suficiente el radical descentramiento de lo que supone intuir su ruptura con la lógica del saber, no la fuerza de lo que es, sino una ética de la repulsa que ajena al arte de representar aspira a ser como debería ser el universo significante de la dignidad humana: la amistad de la poesía como una madre sobre su pequeño que sueña con cuchillos. Yo no tenía un cuchillo, pero había soñado con cuchillos. Tenía, sí, una pequeña navaja con la que abría las granadas de un nogal que crecía en medio de un río que no pasaba por mi pueblo; ese tipo de cosas con las que solo se obsesiona el ángel que no tiene ojos o un muchacho amigo de un suicida.
Yo seguía por aquel entonces la sombra de alguien que no vive en la vida, se llamaba Gilberto Ursinos y era amigo de Antonio Gamoneda, que pensaba doradamente en la luz mirando el mundo en El Bierzo. Poco significan estas cosas más allá del filo de un cuchillo, pero la utilidad de su sentido permanece inmóvil en la conciencia como una de las bellas formas de la redención: aquella de la que aun sin saber nombrarla heredamos misericordia, la íntima piedad de unas palabras que dieron aldea moral a los invisibles, compañía a los indescifrables desaparecidos, mediación de bondad ante el dolor absoluto de la intemperie humana. No existe mayor amistad que la de personificar en el propio destino la alianza que nos vincula con la desgracia de otro, la memoria de las huellas del bien como una madre sobre su pequeño que sueña con cuchillos.


8.- Julián Jiménez Heffernan:

Hay caminos de amargura
de mi boca a tus mejillas.
La desnudez de tus pechos
pone en mi mano ceniza.
Acaso entre tu mirada
y mi voz los muertos vibran.

–Primeros poemas. La tierra y los labios (1947-1953)


Palabras para Gamoneda

En 1922 Heidegger enunció una sospecha que acabaría inundando los catecismos del existencialismo: «El hecho de tener ante sí la inminencia de la muerte […] es un elemento constitutivo de la estructura ontológica de la facticiad […]. La muerte, entendida de este manera, ofrece a la vida una perspectiva…» (Informe Natorp) En El cuerpo de los símbolos Gamoneda escribe: «La poesía existe porque existe la muerte, y lo sabemos»; «la poesía es el arte de la memoria en perspectiva de la muerte». El poeta pondera el desafío: no sólo ya escribir desde el miedo, sino «construir un objeto de arte con el miedo a la muerte». Este breve poema de 1948 escenifica con creces estos supuestos. Entre el cuerpo del amante y el de la amada hay un espesor impenetrable, de amarguras y cenizas, una vibración de muertos, que obstruye el encuentro erótico. O quizás no. Quizás, como sucede ya en el modernismo superrealista, la muerte y sus señales sirvan para intensificar el episodio amoroso, para darle «perspectiva». La muerte, pues, como meta y retardante ocultos de la lírica, como en la canción: «Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña». Pero los modernistas, plenos de pathos gótico, resituaron dicha muerte en el escaparate. En sus veinte poemas Neruda colocó el schopenhaueriano «dolor infinito» a los pies de la cama, para no perderlo de vista. Un dolor tatuado en «tus ojos de luto». De ahí a la ceniza proemial de Residencia en la tierra, escrita por un muerto anticipado que espía «el luto de las viudas» y el «luto de viudo furioso». Surge un patrón recurrente, la sensación de que la muerte bulle desde abajo, reclamando dominio: «bajo mi balcón esos muertos terribles», «de bodega con muertos», «palabras como niños ahogados», «pisando una tierra removida de sepulcros un tanto frescos». En el poema «Sólo la muerte» esta figura se vuelve siniestra. Ahora es la cama, templo de eros, la que cobija a los muertos: «La muerte está en los catres: / en los colchones lentos, en las frazadas negras / vive tendida, y de repente sopla: / sopla un sonido oscuro que hincha sábanas». Pocos años después, Lorca escribió una cosa similar: «Tu vientre es una lucha de raíces, / tus labios son un alba sin contorno. / Bajo las rosas tibias de la cama / los muertos gimen esperando turno» («Casida de la mujer tendida»).
Ésa es la vibración de muertos que se interpone entre la mirada de su amada y la voz de Gamoneda. El amor se vuelve más intenso en perspectiva de su límite, tropezando con su anágke, la determinación sepulcral de un principio de realidad que es ya Totlust, pulsión de muerte. Y es que sólo bajo el lecho de la muerte se contempla el rostro cierto de la amada: «Why I descend into this bed of death / is partly to behold my lady’s face» (Romeo and Juliet, 5, 3, 28-29). ¿Retardante artificial de principiante? ¿Fetichismo funeral barroco? Creo que era Resines quien, en Ópera Prima, aconsejaba a Ladoire que pensase en la muerte al hacer el amor, para así retardar la llegada y efectos del orgasmo. Pues eso.



9.- Miguel Casado:

Hay una astilla de luz en la apariencia de la eternidad, hemos lamido, casi amándolas, membranas invisibles,
no hay más que invierno en las ramas inmóviles, y todos los signos están vacíos.
Estamos solos entre dos negaciones como huesos abandonados a los perros que nunca llegarán.
Va a entrar el día en la habitación calcinada. Ha sido inútil la sutura negra.
Queda un placer: ardemos
en palabras incomprensibles.

–Arden las pérdidas, Viene el olvido (1993-2003)

Palabras para Gamoneda

Una serie de enunciaciones secas se suceden, en tiempo presente, sin nexos entre ellas, pura yuxtaposición. La voz gradúa, sin embargo, su tempo: las agrupa, las dispersa, aísla o empareja, enfatiza al final mediante el verso y el espacio en blanco; toma la voz la iniciativa, como si dibujara una partitura para leer; lo estático en ella parece móvil.
Enunciaciones que se presentan al margen del espacio, se integran en un monólogo interior, como emergencias aisladas de un proceso que no se relata. No pertenecen a un espacio determinado, porque no aceptan límites, no se deslindan: lamen lo invisible, aunque lo que sólo es apariencia tiene una esquirla de madera encendida. Sensoriales y abstractas, reales y simbólicas, su existencia sólo cabe en la voz; voz seca, dueña de una música que surge con ella.
Ciertos elementos resultan conocidos, traen su eco, oídos (¿vistos?) ya otras veces: la sutura negra que se declaró inútil; la habitación que fue obstinada, y las avefrías que volaron de un poema dejando sólo al invierno en las ramas inmóviles. Sin embargo, aquellos días, cualesquiera días anteriores, eran atravesados por los símbolos, y en éstos de ahora, días o voces, «todos los signos están vacíos».
Todo ha quedado mudo como si las palabras hubieran dejado de significar. Habitación calcinada: después de la intensidad en que ardió, ha quedado reducida a ceniza. El escritor encuentra la vejez como silencio de los símbolos, los que siempre le hablaban, hablaban en él; no es el silencio preñado de significación de los místicos («Quid pax, silentium immobilitas in Deo», escribía Ficino), sino la aridez de que algunos de ellos también dieron cuenta; pero, si a veces esa sequedad era umbral, otras, como aquí también, se hallaba al término. El paisaje de Gamoneda desde Descripción de la mentira es un paisaje final, postemporal; en este poema, si cabe decirlo, lo es aún más, al margen ya de medidas y retracciones.
Final, postemporal: el diccionario hace imposible esta lógica y en tal imposibilidad convendría detenerse: «Estamos solos entre dos negaciones como huesos abandonados a los perros que nunca llegarán». La muerte es previa, dada de antemano (una infancia criada en el olor de la muerte), y es también espera; y eso basta para transformar la vida, que se nombra como mero paréntesis, en gesto afirmativo.
Lo extraño de esta afirmación es el sujeto: hacía tiempo que no se leía nosotros en los poemas de Gamoneda. La imagen de los huesos y de los perros subraya la carencia, y acaba refiriéndola a la falta de sentido: la vida habría de ser algo que alguien recogiera, de lo que alguien sacara partido, aunque fuera lo más descarnado y seco, el residuo, el resto, los restos por excelencia. Y nadie lo recoge: «ardemos en palabras incomprensibles». Lo calcinado arde en la imposibilidad (igual que lo postemporal se sucede absurdamente a sí mismo), y el poema se sitúa fuera del sentido, se afirma en su discurrir al margen de la vida muda, sin restañarla ni suturarla, compartiendo con ella su falta de respuestas. Como se lee en otro poema de Arden las pérdidas: «Así las cosas, / la locura es perfecta». «La palabra sobreviviente –escribía Lyotard– implica que una entidad que ha muerto o que debería haber muerto, aún está viva». Esa extraña vuelta de tuerca. ¿Es ahí donde arraiga el placer?

domingo, 6 de febrero de 2011

Antonio Gamoneda, el escultor de las palabras



Amalia Iglesias Serna

Atravesada diametralmente por una luz gélida, por una aguda conciencia
de la fatalidad, la poesía de Gamoneda ha sido reconocida con el Premio
Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. Amalia Iglesias recorre la obra del
gran poeta leonés y se detiene en un elemento central y definitorio: las manos.


Antonio Gamoneda (1931) es el poeta que hace mucho tiempo se merecía la gran tradición de la poesía en lengua española. Al leerlo conseguimos reconciliarnos con esa tradición, porque nos hace constatar que la palabra poética puede tener aún la dignidad, la calidad y la hondura suficiente como para volver a instalar a la poesía en la órbita de los grandes poetas y alejarnos de algunas tentaciones recientes de banalizar el discurso poético. Gamoneda nos sitúa en esa perspectiva, no tanto porque sus versos repitan o reelaboren esa gran tradición de manera literal –ya que la suya es una poética absolutamente personal–, sino porque marca una actitud frente a la poesía, y participa de esa corriente interna que vincula a unas pocas voces verdaderas que realmente son capaces de transformarnos. Cuando me refiero a la tradición de la gran poesía española estoy pensando, por ejemplo, en el dolor de Jorge Manrique, en los pliegues del verso gongorino, en la vida retirada de Fray Luis, en la noche oscura de San Juan de la Cruz, en la vitalidad de las vanguardias, en las atmósferas oníricas de Juan Larrea… Gamoneda es el poeta que venía mereciéndose la gran tradición poética española desde hace mucho tiempo, pero también es el maestro necesario, la voz que se merecen tener como referencia los jóvenes poetas del futuro de nuestra lengua. Algún grupo de incondicionales ya ha sabido verlo. Antonio Gamoneda es un buen espejo en el que mirarse porque nos vuelve a ofrecer el pulso exigente y entregado de la poesía. Porque sitúa esa exigencia a la altura de los grandes clásicos desde una absoluta modernidad.

Su trayectoria poética, que atraviesa más de medio siglo, es de una consistencia y una unidad apabullantes. Está presidida por la autenticidad y la exigencia estética sin abandonar nunca un posicionamiento ético, una fuerza moral, que lejos de menoscabar el discurso poético, lo hace más hondo. Toda su poesía tiene como escenario su propia experiencia, es autorreferente en su intensidad, pero adquiere carácter de universalidad, se pluraliza en el dolor. Lejos de ensimismarse en la órbita personal, su verso se expande hacia los otros. En su voz se expresan todas las voces. Para abrir su libro Blues castellano elige una cita clarificadora, aquella de Simone Weil que dice: “La desgracia de los otros entró en mi carne”, y podríamos añadir “y la carne se hizo verbo”… Porque se trata de un verso que tiene el espesor de la carne, la consistencia del barro… y que aun cuando habla de lo inasible, de lo que no puede tener presencia física, se materializa en forma de palabra, se hace presente a fuerza de nombrarse con imágenes insólitas, construidas, moldeadas para decir lo que hubiera parecido inexpresable.

El poeta se enfrenta a sus circunstancias, pero no para hacer una crónica literal de acontecimientos, sino para trascenderlos al recoger lo más pregnante de su atmósfera, la hondura de lo que permanece más allá de la historia. En pocos libros como en los suyos (en Sublevación inmóvil, Descripción de la mentira, Lápidas, Libro del frío, Arden las pérdidas) ha quedado patente la convulsión de la posguerra, la vergüenza, la rabia, la miseria humana, la culpabilidad de ser el que sobrevive, la impotencia del niño ante la barbarie. A veces, y sobre todo en un contexto en el que el canon lo dictaba la llamada “poesía social”, se ha nombrado en su poesía como hermetismo lo que era creación pura, exigencia para con la palabra poética. Gamoneda refleja (al igual que lo hará otro gran poeta, Paul Celan, frente al genocidio) lo esencial de la realidad, lo que queda para después del tiempo, no los detalles circunstanciales, sino la herida profunda que se hace universal a través de sus palabras. Lo que perdura durante generaciones. Pocos como él han sabido aunar realidad y trascendencia o han sabido dibujar el espíritu de una época sin tener que rebajar el discurso a la categoría del panfleto. Adam Zagajewski lo dice con claridad en su libro En defensa del fervor: “Paradójicamente, la depuración y la simplificación de la estética provocadas por el horror conducen a la larga hacia formas estéticas incapaces de expresar el horror”. En Gamoneda no hay simplificación, ni concesiones al discurso dominante, por eso tal vez se le silenció durante tanto tiempo. Gamoneda es un poeta del fervor, porque, como expresaba Kolakowski: “La cultura que pierde el sentido del sacrum pierde el sentido por completo”. Poeta del fervor, que eleva la palabra y la restituye a su sentido mítico y místico, al que siempre ha aspirado la gran poesía, a su voluntad de experimentar el absoluto, y de operar como catarsis desde el trato con lo sublime. Y el fervor de lo sublime va unido en Antonio Gamoneda a otro concepto esencial, el de la inquietud, el desasosiego, la pérdida, la angustia. Para leer su poesía hay que estar dispuesto a dejarse traspasar por un temblor extraño, situarse en el territorio de la inquietud. Mohamed Bennis ha escrito que “el poema de Gamoneda es ante todo una respiración en la oscuridad extrema. No disimula su inquietud ante el tiempo”. Gamoneda explora en la palabra los lugares recónditos de lo que está más allá, tiene su palabra un movimiento de búsqueda, de revelación, una fuerza que remite a lo originario, que conserva la magia del oráculo. El propio autor admite que “Son las palabras las que piensan por mí, yo no pienso, yo estoy reducido a una pulsión inconsciente que genera el mundo imaginario”. Ese “pensar” de las palabras apunta ya una de las claves de lectura fundamentales: las palabras son seres vivos, organismos “que piensan”. Y como “seres vivos que piensan”, se piensan desde la perspectiva de la muerte, desde la conciencia plena del otro lado: “En mi libro Descripción de la mentira –anota Antonio Gamoneda– hay un renglón que viene a decir que toda mi actividad poética se deduce de ‘la contemplación de mis actos en el espejo de la muerte’”. Y cabe una segunda deducción, versificada, por otra parte: “Mi poesía estuvo siempre en la perspectiva de la muerte”. Esa perspectiva es la que le guía cuando escribe: “Todo exhala crepúsculo. Ante los muros blancos, voy a estudiar la agonía. Tú, de momento, cuida las sábanas mortales, mira los restos de la sombra. Es un don el dolor…” El dolor como don de crecer hacia dentro, como cauce de conocimiento. En realidad es un tema que viene impuesto por la propia escritura, esa escritura que por momentos parece “decirse” por su cuenta, ajena a la voluntad del poeta. Así escribirá “No creo en las invocaciones, pero las invocaciones creen en mí” y “Yo quería/ despedir un sonido de alegría; quizá sueno a materia desollada./ Me justifico en el dolor”. Y se deja llevar por esa escritura del dolor consciente de que “la belleza no necesita ser pensada”, basta con contemplarla cuando llega. Y lo es de que “Esta es la tierra, donde el sufrimiento/ es la medida de los hombres”.

Porque “la luz es causa mortal” la muerte se pasea por sus versos como la luz, se escribe, como ha dicho alguna vez su autor, “para aprender a morir” porque “la muerte crece con la vida”. La poesía para Gamoneda es revelación y es inquietud, pero también consuelo, expiación, catarsis en el sentido aristotélico, purificación en el sentido místico. Gamoneda es, decía yo en el título, “el escultor de las palabras”, es el que amasa las sombras para buscar la luz del otro lado. Esa luz que eligió como frontispicio para titular su obra reunida y que sin duda será otra clave de lectura ineludible: la luz que “hierve debajo de mis párpados” (Arden las pérdidas). Porque “hay luz dentro de la sombra” y el oficio del poeta es arrancarla. Es una luz que se hace materia, la materia con la que Gamoneda trabaja sus palabras. Modelar la luz como dirá en Arden las pérdidas: “Siento el crepúsculo en mis manos… Sólo quiero sentir esta luz en mis manos”. Aunque a veces también descubre el vacío, la oquedad de esa luz (Libro del frío): “No había nada dentro de la luz; sólo sentías la extrañeza de vivir”. Y la duda también está ahí: “Lo invisible está dentro de la luz, pero, ¿arde algo dentro de lo invisible?” (Arden las pérdidas). Las manos son las intermediarias entre lo invisible y lo visible, las que hacen posible la materialización de lo transcendente, las que retienen para nosotros el secreto de la luz: “La naranja en tus manos, su resplandor, ¿es para siempre?... Fruto de desaparición. Arde su exceso de realidad entre tus manos”. Lo simbólico se hace materia y realidad en su poesía: “La realidad es simbólica y yo soy un poeta realista porque los símbolos están verdadera y físicamente en mi vida”. Es curioso observar cómo se produce esa materialización de lo simbólico en sus poemas. Y de todos esos símbolos es el de las manos el que con mayor persistencia atraviesa toda su obra. Merece la pena detenerse un poco en esas manos del escultor-poeta que se convierten en centro de gravedad de toda su poesía. Él es el escultor de las palabras, pero, ¿qué quiere modelar con sus palabras? Algo inasible, quiere modelar lo que no tiene materia, quiere modelar la luz, quiere modelar la muerte, traer “la palabra perdida” hasta sus manos para dar forma a lo esquivo de la luz, a lo huidizo de la muerte. Son las manos del “vigilante de la nieve” que acecha formas en la inmensidad de lo blanco, que modela figuras de lo efímero, que sólo dejarán de ser efímeras al quedar fijadas en la palabra poética.

En Lápidas dedica un poema a Eduardo Chillida, “Rumor de límites”: “Oigo hervir el acero. La exactitud es el vértigo”. “Tus manos abren los párpados del abismo” y más adelante vuelve al tema de la escultura: “El escultor de sombras hunde sus manos en el silencio”. En Libro del frío contempla su propio rostro modelado por un escultor: “Mi rostro hierve en las manos del escultor ciego./ En la pureza de los patios inmóviles él piensa dulcemente en los/ suicidas; está creando la vejez:/ ayer y hoy son ya un mismo día en mi corazón”. Escultor de sombras, manos capaces de abrir los párpados del abismo, lo que hierve en las manos. Siempre se ha repetido la imposibilidad de definir la poesía, pero pocas definiciones se podrán encontrar más adecuadas para aludir a la labor del poeta. Las manos convocadas en su obra no son siempre las suyas, aunque las suyas sean las más presentes por su papel de intermediarias con la realidad, con la escritura y con las sombras. En sus primeros poemas ya las manos son las depositarias de intuiciones esenciales: “Bebe en el viento/ el olor a tristeza de mis manos”, “La desnudez de tus pechos/ pone en mis manos ceniza”, “He tocado el amor; aún se estremece/ como un seno o un balido entre mis manos”.

En Libro del frío encontramos muchas referencias a esas manos: “Y sobre el agua, mis manos ante las zarzas polvorientas”, “cuando cojo con mis manos la tiniebla”, “En el más resistente, más velado/ lugar del corazón, mete sus manos/ el silencio del mundo”, “como en las telas de mi corazón/ mete sus manos la desgracia”, “Mis manos se deslizan cansadas en la lentitud”, “ahora me contienes con tus manos”. En ocasiones son las manos de los otros, manos plurales y anónimas, manos atadas: “A veces sueño que me llevan con las manos atadas”. “Yo te aseguro que cuando venga lo que vendrá/ nadie va a llorar por sus viejas manos atadas”, “Hemos soñado que un dios lamía nuestras manos”. Y están las manos de las mujeres de su vida, las que cincelan su propia imagen. Esas mujeres, cuya presencia en su obra merecería un estudio específico, las sufrientes, las sibilas, las resignadas, las fuertes: “Convocada por las mujeres, la madrugada cunde como ramos/ frescos: cuñadas fértiles, madres marcadas por la persecución./ Hay un friso de ortigas en el perfil de la mañana, lienzos retorcidos/ en exceso por manos encendidas en la lejía y la desesperación” (Lápidas). Están las manos de la madre, que volverán una y otra vez como el hilo de la memoria: en Blues castellano titula un poema “Caigo sobre unas manos” que son las manos de su madre: “Cuando no sabía/ aún que yo vivía en unas manos/ ellas pasaban sobre mi rostro y mi corazón”, “Donde yo existo más, en lo olvidado/ están las manos y la noche”, “Y me arrodillo/ a respirar sobre tus manos”. En otro poema, “Hablo con mi madre”, le pide a la madre muerta “Pasa tus manos grandes por mi nuca”, como si quisiera que la madre le modelase de nuevo con esa caricia. En otro momento le dirá “Dame la mano para entrar en la nieve”, o más adelante “Tu cabello encanece entre mis manos”. En Arden las pérdidas volverá a invocar las manos de la madre: “busco las manos de mi madre en los armarios llenos de sombra”. “Aún sus manos acuden a mis sueños adelantándose a un grito negro, a hierros ocultos en mi corazón” (Libro del frío). Y las manos de su compañera, esas depositarias del amor: “Cuando revuelvo tus cabellos/ algo hermoso se forma entre mis manos”, “Y me arrodillo/ a respirar sobre tus manos” (Blues castellano). Serán las mismas manos de comunión con sus hijas: “En mi mano izquierda tengo la mano de Amelia/ y en la derecha la de Ana/ Los tres sentimos nuestra vida y la luz/ Los tres sentimos nuestras manos y la luz/ Los tres sentimos la luz, el silencio y las manos” (Blues castellano). De nuevo las manos y la luz que esas manos saben retener. Y las manos de su nieta Cecilia, la esperanza, las que se tienden hacia el futuro para rescatar su propia memoria de la luz: “Es verdad; en el extremo de tus manos/ el cielo es grande y azul”, “Y yo adelanto mis manos y no llego a tocarte; únicamente acaricio tu luz”. “Cada uno está en su propia luz/ y la mía es la que tú vas abandonando”. “Dices adiós en el umbral y de tus manos se desprende/ un instante sin límites”. Como muy bien ha señalado el mayor estudioso de la obra de Gamoneda, Miguel Casado, lo autobiográfico envuelve toda la obra gamonediana, poesía y vida no pueden disgregarse en ella, pero no es una autobiografía al uso, no hay una crónica de experiencias ni mucho menos un retrato objetivado de la realidad, sino que como escribe Casado: “Gamoneda no desarrolla propiamente un relato, ni siquiera cuando anuncia que va a hacerlo; los hechos se fragmentan en sensaciones, en detalles aislados de su contexto, transportan ecos de tiempos anteriores. La mirada está sometida a un núcleo obsesivo que la absorbe, la dirige de forma centrípeta hacia lo que el poeta llama interiorización”. Así podría afirmarse que no hay nada en la obra de Gamoneda que no sea autobiográfico y al mismo tiempo su poesía no es una descripción de su vida n sus aspectos exteriorizados, nos propone mirar hacia dentro, ahí donde la realidad se hace más evidente y puede verse hasta on los ojos cerrados.

Es un ver y un mirar que perfora y atraviesa esa realidad hasta hacerla transparente. El poeta utiliza con frecuencia el verbo ver: “Veo las delaciones, veo indicios…”, “Vi las aguas coléricas…”, “Veo la vida en el centro de la luz…” e insiste en la ceguera: “Ciego en la luz, absorto en la inexistencia” o “Fui ciego/ como piedra de cripta hasta que un día/ vi en el mundo las manos verdaderas”. Es un ver el suyo que nos muestra los paisajes del alma, escenifica lo que sucede más allá de la evidencia. Así los sentidos tocados por la poesía no sirven sólo para sus funciones físicas habituales sino que están dotados de propiedades más sutiles: ver, oír, oler, gustar, o tocar, no es solo un ejercicio funcional, sino que esos sentidos adquieren una función de mediadores con nuestra dimensión interior y con el alma de las cosas, huyen de lo referencial para posarse en la esencia. Y si todos los sentidos tienen una presencia constante, el de las manos adquiere un peso simbólico especial, las manos modelan-escriben lo que ven, lo que oyen, lo que olfatean… En su empeño en la “reescritura” se hace también presente su afán por pulir. “El escultor de sombras hunde sus manos” esta vez no en el silencio, sino en su propia escritura, para reparar lo que el tiempo puede haber erosionado, para volverla a traer entera a su intemperie. El poeta vuelve al poema porque quiere quitarle el poso sobrante del tiempo acumulado, tal vez como si pasara la mano por su rostro para borrarle sus arrugas, recordando la imagen de Bohumil Hrabal. Todas sus palabras, obsesivas y recurrentes, conforman un territorio que respira, un ser vivo en constante evolución. Si la escritura fija la memoria, reescribir es corregir recuerdos, levantar a la vivencia de su ensimismamiento, despertarla, borrar lo que en ella pudiera haber fosilizado, para volver a hacerla “carne” en el verbo. Aunque el escultor de la luz sabe que está condenado a modelar la sombra.