jueves, 7 de abril de 2011

Una lectura del silencio o la poesía de Eduardo Moga


Una lectura del silencio o

la poesía de Eduardo Moga



darwin bedoya


La obra poética de Eduardo Moga está compuesta de unos 12 libros. Se puede hablar entonces de trabajo extenso y, en consecuencia, arduo. Un trabajo poético que a la vez es acompañado por las reflexiones críticas que incluyen un sinnúmero de ensayos y artículos literarios. A propósito de la aparición de su más reciente poemario Bajo la piel, los días (Calambur, 2010) mostramos aquí una breve selección de los poemas que nos han gustado casi hasta la maldición del silencio. Destacamos poemas de este libro, Bajo la piel, los días, donde el autor, una vez más nos muestra su dominio, su maestría con el oficio lírico.


Creo que en cualquier poema de Moga podemos encontrar la fuerza metafórica, el silencio, la musicalidad, el ritmo, la riqueza y fuerza de la palabra, la autenticidad de las imágenes (en este último libro creo que pesa más la experimentación y la propuesta), todo ello hace que lo conviertan en un poeta diferente, único, difícil de encasillar, irrepetible. Moga es un poeta en el más hondo sentido de la palabra. Un poeta que todavía está por seguir descubriéndose. Y es que su poesía tiene la fluidez de un río, la serenidad de un día de otoño y la hondura de la noche.


(Letanía a modo de poética)


POESÍA PARA…

Poesía para desnudar la palabra.
Poesía para que se encienda la piel.
Poesía para conjurar el miedo.
Poesía para interpretar el caos.
Poesía para razonar los sueños.
Poesía para hacer exacta la alucinación.
Poesía para ver lo invisible.
Poesía inútil.
Poesía para la belleza.
Poesía contra la estupidez.
Poesía frente a la intemperie.
Poesía para llegar al día siguiente.
Poesía para tener tema de conversación.
Poesía para respirar.
Poesía para sustituir al grito.
Poesía para follarnos al lector.
Poesía para que el poema nos folle.
Poesía porque es lo único que sé hacer.
Poesía para que la oscuridad sea luz y la luz, oscuridad.
Poesía para vivir más.
Poesía para decir "te quiero".
Poesía para eyacular.
Poesía sin poéticas.
Poesía para la revolución.
Poesía para la nada.
Poesía para todas las palabras.
Poesía en silencio.
Poesía para que no nos engañen.
Poesía porque no se vende.
Poesía para el poema.
Poesía para ser libre.
Poesía para los amigos (y los enemigos).
Poesía de lo inverosímil y de lo cotidiano.
Poesía para crear otra realidad.
Poesía porque de algo hay que morir.
Poesía para no pensar en la muerte.
Poesía porque es divertido.
Poesía para llevar la contraria.
Poesía para tener razón.
Poesía porque no me da la gana escribir prosa.
Poesía porque no sé escribir prosa.
Poesía para rezar.
Poesía para que nos quieran más.
Poesía para preservar el espíritu.
Poesía por facilidad de palabra.
Poesía porque suena bien.
Poesía para que la palabra diga lo que dice.
Poesía para que la palabra diga lo que no dice.
Poesía para comprenderme.
Poesía para convivir con la contradicción.
Poesía para vencer al pudor.
Poesía para olvidar el tiempo.
Poesía para sentirnos diferentes.
Poesía para que nos pregunten: "¿Qué ha querido Ud. decir con...?"
Poesía porque no rima.
Poesía para recordar.
Poesía por imitación.
Poesía para tener algo que hacer los fines de semana.
Poesía como prótesis.
Poesía como consuelo.
Poesía para entretener la espera.
Poesía para seguir escribiendo "poesía para..."
Poesía por vanidad.
Poesía poro.
Poesía para que se nos ocurran versos al acostarnos (y no los recordemos al despertarnos).
Poesía para que nos deseen las mujeres (o los hombres).
Poesía para que nuestro padre nos apruebe.
Poesía para que nuestro padre nos repruebe.
Poesía para cagarnos en alguien.
Poesía, siempre, para la emoción.
Poesía porque poesía.


POEMA III

[TIENE EL CUERPO ANCHO…]


Tiene el cuerpo ancho; la constituye una pureza redondeada. Verifico el himen: un lienzo sin estrías, de un granate próximo al escarlata, como el corazón de una geoda. Está temblando, pero su temblor no se corresponde con mi pasividad. [Es el fruto de la inminencia: la previsión de una puñalada líquida]. La piel se inclina: el sol —que penetra en el cuarto por las aberturas de las persianas, aunque haya tenido la delicadeza de bajarlas— le inyecta turbiedad; la vulva dentellea, contraída por la voluntad de asir, pero no encuentra objeto; las axilas resplandecen de albúmina, secretada por la anticipación del placer [el orgasmo es una idea, a cuya formulación sirven los mecanismos del cuerpo: se requiere la información que aportan las células y la lucidez desesperada que inspira el miedo; ambas obran con sigilo, como escolopendras que se introdujeran en una casa por una irregularidad de sus cimientos; también participan el recuerdo de las pieles con que nos hemos abrigado y el de las pieles que hemos oído, las esquirlas del azar y el daño, la ceniza y la humedad de la ceniza].


[Otro temblor, recorrido de azul —un azul que desagua en negro—, me rodea: lo tiznan reminiscencias de mandarina. Olas lábiles se alían con encinas que cuchichean, y de su alianza resulta un rumor de plata, afilado como el oxígeno. Hay una ventana abierta, por la que olemos el mar, y una luna voluminosa, apoyada en su alféizar, y un revuelo de pieles, entre sábanas acuosas, en las que hemos escarbado. Las gaviotas orlan la caperuza tintada del Peñón con el encaje de su planear ceniciento. Dices: a lo que renuncio es lo que construyes; huyo, pero no me muevo; abasteces mi miedo, y lo transformas en ojo que lame, en soledad que palpa; oscuro, agregas luz].


Está en la cama deshecha; se deshace también, modigliani gruesa. Distingo las melladuras de su sonrisa, rodeada de un carmín exhausto. La piel oscila del rosa al atardecer: posee una tersura tónica, de negruras intermedias. Destacan los pómulos, los pezones, la vergüenza: el andamiaje turbulento de la sangre. Observo que los pies no son feos [casi siempre lo son: me sorprende su regularidad, que sólo hallo en los de los niños]. Compruebo su entrega y su turbación: se asoma al abismo de lo sólido. Sigue temblando, y me espanta mi serenidad. Husmeo en la vagina: mi lengua husmea.


Nos miran las cosas enturbiadas por el deseo, que se filtran por el alambique de la penumbra. Oigo, en la habitación contigua, la conversación estruendosa de los vecinos [son negros; la noche anterior les pedí que hablaran más bajo: no me contradijeron, pero no hablaron más bajo; de hecho, tocaron un tambor].


Quédate, me dice.

Tengo que irme, le respondo.

Me fela, pero me retiro: siento sus dientes; roza la mordedura.

Suena el teléfono. He de contestar, le digo.

Lo hago. «Ahora es un mal momento», digo. «Me lo imagino», responde mi interlocutor, cuya sonrisa oigo. Cuelgo.


Vuelve a chupar, sujetando el caño con ambas manos. Esta vez comete el error contrario, y no aplica la suficiente presión. No tiene costumbre, conjeturo.


Lamo yo. Tengo miedo de hacerle daño. Me aprieta la cabeza con los muslos: muslos columna, muslos mandíbula, muslos mazorca. Siento la rojez de su ansiedad; el placer que le proporciono es agridulce, como su coño. La penumbra se blanquea, lijada por el sol; braceamos en la penumbra como en una piscina amniótica. Su cuerpo se instala en mí, encendido y helado: escala, escupe, interroga.


¿La razón de que no la desflore es que no creo que deba ser yo quien lo haga, como argumento, o que no estoy seguro de satisfacerla, es más, que no me siento capaz de vencer la pereza —y el temor— que me inspira esa obligación?


¿Creo en lo que hago? ¿En los dientes, vagabundos, que abrazan a otros dientes, y despeinan a las mucosas, e indagan en la lava leve de la saliva? ¿Creo en la muchedumbre de las manos? ¿En los testículos que se extravían en su boca, y en los que tamborilea la lengua?


[Las palabras no tienen cuerpo; o bien su cuerpo se agrieta, como una lechada antigua. Ya no puedo cancelar sus fisuras, su rubor encrespado, su enfermedad de tea. Las palabras afirman, pero su afirmación no constituye ninguna certidumbre. Las encalo, pero me incriminan; hurgo en ellas, pero eluden mi abrazo: saben de su debilidad, que es la mía. Escribo y detesto escribir; la escritura, no obstante, me viste: es otra desnudez].

Le devuelvo las bragas. Le regalo libros con los que no quiero cargar. Cierro la maleta.

(de Bajo la piel, los días)


POEMA VIII

[AYER PENSÉ QUE HOY PODRÍA ESCRIBIR UN POEMA…]


Ayer pensé que hoy podría escribir un poema. Hacía tiempo que no escribía ninguno. En realidad, me asigno otras tareas, en prosa, para no sentirme obligado a escribir versos. Pero ayer se me acabaron los quehaceres, o, mejor dicho, ninguno se me imponía con tanta urgencia como para no poder dedicarme a otras actividades. He terminado de corregir la traducción de Libro de amigo y amado: he llegado a ese punto, cuya determinación es intuitiva, en el que cualquier cambio la empeora, aunque no sea inmejorable [ninguna lo es: toda traducción caduca; toda traducción, según Benjamin, «está destinada a diluirse una y otra vez en el desarrollo de su propia lengua»]. Para los artículos pendientes sobre el realismo sucio [no sé qué voy a decir: apenas me interesa el realismo sucio: su dicción es tan seca que se rasga, y el desgarrón sólo revela, casi siempre, una vaciedad iletrada. Sin embargo, alguna vez, la hendidura se abre al abismo: la voz, de tan áspera, se coagula en espanto, y se detiene, sobrecogida, al borde mismo del despeñamiento] y la poesía de A. F. M. aún no he hecho las lecturas debidas: no puedo, pues, ponerme a escribir, aunque ello no sería un obstáculo para muchos: el reverendo Sidney Smith, que reseñaba novedades para el Edinburgh Review a principios del siglo XIX, afirmaba no leer nunca el libro antes de escribir su crítica, para que no le creara un prejuicio. [Hace poco he leído esta anécdota atribuida a Óscar Wilde, a quien cabe asignar —como antes se hacía con Quevedo en España— cualquier facecia o chascarrillo de la historia de la literatura: in dubio, pro Wilde.] Lo de A. F. M. me preocupa, porque he de entregar diez folios antes del próximo dieciséis de octubre, y sólo ver los tres gruesos volúmenes de sus poesías angustiosamente completas me levanta dolor de cabeza. Tengo sus libros junto a mí, en un estante, a la altura de los ojos [mi biblioteca se ordena alfabéticamente, pero su disposición se tambalea: los libros, que no dejan de afluir, ya no caben en pie y rellenan, tendidos, los espacios entre baldas; promiscuos, se apiñan, se refriegan, incurren en orgías horizontales]; entre ellos se cuentan muchos cuadernillos y plaquettes, algunos de ínfima condición: A. F. M. publicaba, en cualquier sitio, todo cuanto escribía; no quería privar al mundo de la sublimidad de su estro. Les he echado un vistazo antes de empuñar el lápiz. A menudo lo hago: hojear poemarios al azar, sin ningún propósito, sólo para convocar a la inspiración [la inspiración es corregir sin fin], o para que pase el tiempo y esté así más cerca el momento de levantarme de la mesa. Limpio el tablero a papirotazos, afilo el lápiz, repaso inútilmente los papeles inútiles que se acumulan a mi alrededor [muchos de los cuales son poemarios, abnegadamente compuestos, que sus autores quieren ver publicados: no se dan cuenta de que nunca verán la luz, o de que lo harán en condiciones vergonzantes, y de que jamás cobrarán la relevancia a la que aspiran; qué glosa interminable, por lo demás, es la poesía: qué laboriosa perífrasis]: todo para despejar un espacio en el que pueda alojarse la palabra. A veces, me quedo quieto, sin pensar en nada, mordisqueando el extremo del staedtler, sintiendo que el tiempo pasa como una gamuza por un aparador.


Llegado a este punto, me doy cuenta de que aún no he escrito ni una sola palabra poética, o, por lo menos, animada por una voluntad poética: no me ha costado escribir hasta aquí. Sólo si la palabra se resiste, es poesía; los versos calamo currente no son, en realidad, versos.


En la mesa se abre una grieta. [«El poeta es un cultivador de grietas», ha escrito Juarroz.] Dentro están mis ojos. [También se resquebraja el agua del vaso; y el vaso, intacto.] Los almohadones han perdido su blandura. Algo incomprensible entumece los músculos, el folio en el que escribo «el folio en el que escribo» [que pertenece a un poemario rehusado, ignoro de quién: utilizo el dorso de tantas páginas desechadas para consignar mis borradores; la poesía es el humus de la poesía], el cielo, convertido ahora en una membrana imposible, en una sopa quebradiza. Se luxa lo negro, a la par que me ilumina; se encona lo negro, me descoyunta, nieva. La ropa con la que me visto es, de pronto, una corteza impalpable, un peto de escarcha. El aire me lamía, como un ciego que tanteara un rostro no oído, pero ahora se endurece como la brea, y destila cosas no fluidas, y olvida mi nombre, y el lugar en el que he de morir, y mi número de teléfono, y todos los lugares en que ya he muerto. Los lápices se distienden hasta volverse serpientes, y ondulan como lágrimas, y se desvanecen. Observo que mi caligrafía ha empeorado: se despliega, inacabada, con prisa. [No he perdido el hábito de cerrar los trazos circulares, siempre con portezuela, ni de prolongar los rectos, con frecuencia demasiado lacónicos. Así ha sido desde la adolescencia. En algún sitio he leído que es un rasgo propio de los perfeccionistas.] [Compruebo con desaliento que ya he escrito sobre mi caligrafía en el poema anterior. Mi primer impulso es suprimir la repetición, pero decido respetarla: ¿por qué debería ocultar que el poema versa sobre el acto de escribir, es decir, que no tengo nada que decir, salvo que digo? ¿Por qué erradicar las redundancias, los pleonasmos, los tartamudeos, como si fuera un deber higiénico, si la reiteración nos define: palpitamos, balbuceamos, ardemos? Por otra parte, ¿cómo he podido olvidar que ya había escrito lo que escribo?] Cuanto nos rodea, ¿seguirá siendo? [Pienso en Agustín de Foxá, fascista y perspicaz, amante del pormenor y la cizaña, y en el poema mortuorio —casi un jisei— hallado entre sus manuscritos inéditos: «Y pensar que después que yo me muera / aún surgirán mañanas luminosas, / que bajo un cielo azul, la primavera (…) / encarnará en la seda de las rosas. // Y pensar que, desnuda, azul, lasciva, / sobre mis huesos danzará la vida, / y que habrá nuevos cielos de escarlata, / bañados por la luz del sol poniente, / y noches llenas de esa luz de plata…»] El día que me inyecta su azul ¿se volverá incoloro? El árbol que me anuncia con su entereza su fragilidad ¿permanecerá, adelgazará, nacerá? Las flores que, encendidas por el agua, devienen tildes inmoderadas en el aire, ¿recitarán la tabla de multiplicar, practicarán la usura, sugerirán un mundo inmaculado o abyecto? Cuando yo sea otro, y me recubra de pieles ilegibles, y vea con los ojos de aquellos a los que he odiado, ¿estaré aquí —con mi cólera, en mis zapatos, asido a mi transcurrir— o me exiliaré en los huesos? ¿Dormiré o seguiré flotando en el lago sin orillas de la conciencia?


[Lo anterior sí es poesía: participa de la ambigüedad de lo absoluto: de lo que no puede ser dicho de otra manera; no significa: insemina; y cada palabra es arrastrada desde la vibración que la ha propiciado hasta el lugar que ocupa en la página. Ha atravesado la maleza de los sentimientos, y el grosor de los ecos, y la falsedad de los símbolos. Como siempre, temo la hipérbole: su filo máximo, que acaba por ser romo.]

(de Bajo la piel, los días)


[ESTOY AQUÍ, PERO ME ALEJO…]


Estoy aquí, pero me alejo. Pesan las vísceras, los calendarios. No obstante, me aparto de quien soy: de quien da sorbos a la cerveza, de quien lee con desgana el periódico, de quien ve envejecer al mundo y se ve envejecer con el mundo. Me miro los pies sarmentosos, apoyados en un escabel fatigado, y no sé a quién pertenecen. Los pies quieren escapar, hartos de entroncar conmigo, o de ser mi desembocadura. Y lo que digo enmudece: no se posa en el borde de los muebles, ni en las hojas de los plátanos [que aletean, encadenadas a un viento púrpura], ni en las cosas cercanas y remotas; por el contrario, vaga sin fe en los sonidos, sin esqueleto que informe su enunciación —o con un esqueleto laxo, espina apenas de sus llamas—, y se exacerba entre rosas, o esparce sus enigmas, o se aferra al pecho de lo sido, al dolor con el que zigzagueo entre mis ruinas palpitantes.

[Soy consciente de mi deriva. Las palabras asoman sin que medie la voluntad: son coágulos fluviales o acelerados remansos de sangre, que a veces se agrupan en nebulosas o en ascuas oscuras. Me avengo a su impulso: lo busco. El lápiz no corre tan deprisa como el lenguaje. Se han diluido las orillas del pensamiento —que no es razón, sino acuidad ardiente— y lo dicho fluye sin previsión, pero con justeza. A veces me detengo (de hecho, me ha costado rematar lo escrito entre guiones; intento, durante los frenazos, que los adjetivos, siempre acechantes, no graven la frase, su tiritar de cosa brotada), y entonces siento la pausa como un corte: procuro distraerme —afilo el lápiz, hojeo un libro (acabo de hacerlo con la poesía completa de Manuel Álvarez Ortega), busco cualquier pretexto para salir del despacho y eludir el silencio que me ahoga: voy a por un vaso de agua; me masturbo, cautelosamente, en el baño; enciendo un momento el televisor y repaso todos los canales, hasta dar con el programa más idiota (acabo de ver a Nadal ganarle un juego a Seppi en su partido de la eliminatoria España-Italia para evitar el descenso del Grupo Mundial; como si descender del Grupo Mundial tuviera alguna importancia. Nadal se sujeta la melena con una cinta amarilla, que combina con el granate de su camiseta Nike; Seppi, por su parte, viste de azul y blanco, como se espera de un jugador transalpino. Cuánto pesan los símbolos: más que las ideas que los sustentan. Se recubren con galas aparatosas, fabricadas en alguna maquila tailandesa, como los neanderthales se cubrían con pieles que les hicieran parecer más corpulentos para acudir al combate contra los clanes vecinos); hecho lo cual, regreso a mi mesa y empuño otra vez el grafito— y recuperar el aliento de la elocución, la fluidez articulada con que las palabras se acoplan en la página. No sé cómo lo logro, si es que lo logro. Los mecanismos de la dicción —y del pensamiento— se activan, en buena medida, al margen de la voluntad: algo hierve, helado, insumiso como el barro, exacto como el barro; algo sugerido por un aroma pasajero, o por una incisión de la luz en el ala de una paloma, o por el recuerdo de un pecho acariciado.]


Lo que tengo no es mío. Y quien lo tiene no soy yo. Me constituyen los relatos que compongo para consolarme, la sangre de lo que imagino, lo no nombrado, el olvido. Pero ni siquiera eso forma parte de mí: me lo arrebata la lámpara que derrama su linfa sobre la mesa en la que me derramo, el miedo que me fortalece y me estraga, los besos y los ojos y los fantasmas que respiran conmigo y que expirarán conmigo. No revelo lo que he aprendido: que ya no estoy aquí; que el tiempo se desmigaja como una mucosa al sol. Mis brazos ocupan otros espacios, en los que deposito mi soledad y mi semen. Mi lluvia es otra lluvia: un agua arrancada al tiempo, cuyas gotas dibujan mi rostro y la huida mi rostro. Mis órganos se han vuelto nieve, que cae como un plasma abrasador, hermético en su dispersión; o limaduras de plomo, que hieren a cuanto acarician, o que se hieren a sí mismas.


[He mirado dos veces el reloj en los últimos cinco minutos: es una mala señal. Me duele el cuello. No sé si he hecho bien tomándome un schnapps de limón. Es raro que beba alcohol fuera de las comidas.]


Quiero oír el embate de la sangre, como si rompiera contra un talud de sombra. Y la piel como una detonación. Y superficies que se yergan con el tronar de los labios. Y uñas que se estremezcan al pertenecerme, que ladren y florezcan y se insubordinen, y que luego, en su quehacer diario, recuerden lo pétreo del beso, lo infundido de amor. Quiero que las cosas ocurran por primera vez.


La tarde amenaza lluvia. El vidrio presiente la llegada del agua y se adensa en su transparencia, como si ya lo intimaran dedos serpenteantes. Oigo un retumbar: ¿cruje el cielo? ¿Chirrían su topacio y su humedad? Oigo trepidar a los pechos amados, y a mi propio pecho, en el que advierto el florecer de la senectud: los músculos lacios, el vello tintado de blancura. Los pechos que acaricio son las manos con que los acaricio. Oigo la violencia que subyace en lo naciente.


No escribo el poema que estoy escribiendo. Preveo que encanezcan los engranajes, que disientan los teléfonos, que se apaguen las sienes: que se archive el mundo, como los álamos que entreveo, sometidos a una lluvia semejante a sal. La descarga se ha producido, por fin: estornudo de sombra y plata. Pero no aplaca a la realidad, sino que la excita: la alimenta de un agua exultante, como una desbandada de luciérnagas. El poema me contempla, asombrado: yo soy sus signos; yo, su negrura y su alabastro.


Me alejaré aún más. ¿De quién es este estómago y su querella? ¿De quién, la tendinitis que me atormenta? ¿De quién, el ansia por que mi fuego se transfunda en otros fuegos, por alearme con otra carne, por aliarme con otro yo? ¿A quién pertenecen los ojos con los que leo lo que no he escrito? ¿Por qué enmascaro lo que digo, diciéndolo? ¿Por qué me sojuzga la identidad?

[Veo, de soslayo, esperándome, la columna de libros que integran la poesía completa de A. F. M., y que me he comprometido a reseñar para el libro-catálogo que el Gobierno de Aragón está preparando en su memoria. Me pasma su capacidad para concebir imágenes. Sus ideas tienen forma y color: son bestezuelas zaheridoras como libélulas. Aunque a veces me gustaría que fueran sólo ideas.]

¿Qué hago en esta casa, en esta piel?


(de Bajo la piel, los días)


POEMA XVIII


El sol es un fluido: lima las aristas del agua; aturde a las gaviotas, que describen parábolas informes o se reúnen, aluviales, en alguna angostura del espacio; maniata a los balandros cabeceantes. Asciende lo azul, espoleado por su vastedad, y se quiebra en el aire, entre espasmos de transparencia, como si lo golpearan las golondrinas o se extraviase en las cavidades de la luz, en las bodegas de lo alto. Huele a mar encalado, a higo, a movimientos que se hincan en la tierra como si quisieran atravesarla, o como si la abrazasen. Huele a neopreno y a esparto, a encina y a crema solar [el factor de protección ha aumentado paralelamente a la psicosis social por el melanoma; ahora es posible encontrar intensidades propias de la lejía: tan altas que casi blanquean; en mi infancia sólo había nivea ], y observo esos olores desprendidos de la claridad sucediéndose en los páramos: son la destilación de una calma airada, de las olas y sus espinas, de las arenas gigantescas del tiempo. Las polillas rebotan en los tabiques. La resina que exudan los pinos, desencajada por el calor, inviste a los troncos de estrías ambarinas. En la terraza, una italiana luce sus tetas de plástico. Se esfuerza por mostrarse natural, pero advierto miradas relampagueantes: su indiferencia es inquisitiva. Como cualquier mujer que se exhiba, no desea una respuesta explícita, sino un asedio tácito, indistinguible del desinterés. Seguimos charlando. Los aerostatos de la dama sólo suscitan una observación displicente por parte de Javier: «Ah, las medusas...» [las medusas sienten predilección por las zonas blandas de los bañistas; en castellano tienen otro nombre, muy preciso (porque el 95% de su cuerpo es agua) y muy poético: «aguamalas». Este verano, en la playa de Williamsburg, una cinta sin horizonte de ocres bulliciosos, vimos muchas: allí son jelly fishes, «peces de gelatina»].


[Pensaba que, en pleno agosto, apenas se podría circular por Cadaqués, pero me equivocaba. El hecho de que sólo una carretera sinuosa, que revuelve el estómago, conduzca al pueblo, entre riscos y aliagas, lo ha preservado del saqueo inmobiliario. Por esa carretera le gustaba conducir a P., mientras S. se la chupaba. Siempre me pareció heroico tanto autocontrol. Hay gente que sólo goza con la inminencia de la muerte. Pero la muerte es siempre inminente].


Luego, la luz se exilia en sí: anida en su oro. Los rayos persiguen sus propias estelas y, cuando las alcanzan, dibujan ópalos sin curvas, círculos sin diámetro, centellas en las que escarba lo oscuro, o en las que vierte sus jugos aciagos. Los quejidos amarillos de los catamaranes se confunden con la refriega insonora de los peces.


Remite el esplendor, acosado por sombras vertiginosas; se aja como una orquídea expuesta al levante; se difunde un conglomerado de fugas y de nácar. Circulan autobuses, que se engastan en las laderas. La sal corroe la penumbra. Los umbrales, de blanco e índigo, gimen de tibieza. Un vino equívoco se derrama por los roquedales. Por fin, se encienden las farolas, que chorrean un fulgor de obsidiana bajo la alpaca soñolienta de la luna.


El recital se va a celebrar detrás de la casa de la familia Dalí en la que se alojó Lorca en 1925 y 1927, frente a la playa del Llané Gran. Corren estrellas delgadas y murmura el mar. En la pizarra undosa de la noche se imprimen las huellas de los focos; también en los ojos, que buscan el sosiego de la página y la frescura de la oscuridad. La sobrina del poeta no oye y apenas puede andar: es la excusa perfecta para el retraso con el que se inicia el acto. De hecho, la bajan en brazos al estrado, como a una flor lisiada. Averiguo después que tiene setenta y seis años, pero aparenta un centenar. Como no oye, empieza a leer su discurso —que ya ha leído por la tarde en el teatro del pueblo— al mismo tiempo que los organizadores anuncian que va a leer su discurso. La hacen callar [a gritos].


Leo el poema «Paisaje de la multitud que orina (nocturno de Battery Place)», de Poeta en Nueva York, ese libro que algunos sedicentes poetas actuales consideran «sobrevalorado» [a Bukowski tampoco le gustaba: prefería, entre otros, a Hamsun, Pound o Céline, que coquetearon, como él, con el fascismo, o que lo apoyaron abiertamente]. He elegido el poema sin meditar, cuando ya había subido al estrado, que revienta de luz. Me ha llamado la atención la referencia a «Battery Place» del subtítulo: un lugar invadido hoy por los turistas, pero genuinamente portuario en 1929: con contenedores, carromatos y estibadores con abdominales de granito. «Se quedaron solos: / aguardaban la velocidad de las últimas bicicletas./ Se quedaron solas: esperaban la muerte de un niño en el velero japonés./ Se quedaron solos y solas/ soñando con los picos abiertos de los pájaros agonizantes,/ con el agudo quitasol que pincha/ al sapo recién aplastado,/ bajo un silencio con mil orejas/ y diminutas bocas de agua/ en los desfiladeros que resisten/ el ataque violento de la luna». [El delirio, cuyo orden son las repeticiones, es otra forma de llamar a las cosas por su nombre; lo incomprensible no es menos exacto que lo común. Cualquiera que visite Nueva York, aunque ni remotamente se imagine el impacto que debió de tener en un muchacho de la vega de Granada hace ochenta años, comprenderá por qué Poeta en Nueva York sólo puede estar escrito así]. Un cincuentón con coleta y traje de payaso lee algo mientras intenta desplazar por el escenario una silla en la que se ha sentado uno de los organizadores; Javier y yo nos apartamos para que no nos cercene un pie. Los más jóvenes son los más arrebatados: sus poemas chisporrotean; su entusiasmo es sulfúrico.


[Me gusta lo que recita Javier. Su contención oculta un deseo cegador. Nos cuenta, después, que los mozos del pueblo apedrearon varias veces al pintor y al poeta por maricones. Las hazañas de la recia muchachada no asoman, en cambio, en las elogiosas evocaciones del Cadaqués protosecular].


[A David le sorprende que sepa quién es Esteban Peicovich, es más, que haya adivinado el título del libro al que se refería, antes de decirlo. En Poemas plagiados, «El túnel» dice: «Digo que, encerrado en este hospital,/ hoy lluvia, veintisiete de abril,/ quieto el vivir a las seis y tristeza,/ al no encontrarme los costados,/ tan que grande me sobra la existencia,/ que sólo viene a quedarme,/ como calor y compañía,/ el clavo de mi cigarro». No lo ha escrito César Vallejo, ni siquiera Leopoldo María Panero, sino un paciente anónimo a su psiquiatra].


Hace mucho que no hay sol, sino sólo tierra: una tierra que se encarama por las paredes del cielo y encofra los salientes de granito; una tierra que seca las gargantas, y embebe las salivas lunares, y se ensambla con el agua lívida, de filos nulos.


Nos invitan después a una copa. Alguien canta un fado en el porche de la masía. El vino es negro como el viento: ambos distribuyen asperezas de seda, arañas que corretean por el sexo, chispazos que iluminan la retícula de la realidad, y que nos ciegan a ella. La bahía es un bostezo bituminoso que contemplamos desde el jardín oculto. Se agranda a cada golpe de tramontana; luego clausura su albor, mengua en horizonte y cesa.


(de Bajo la piel, los días)


POEMA XI


Tu sexo sabe a corzo, igual que tu tristeza. Antes lo oía como un regato indeciso, como un niño que rebulle entre las sábanas. Se acercaba sin haber comulgado, todavía en su colmena, iniciándose en la mirada, con recuerdos improbables, con hábitos apenas míos, como un olivar interminable. Permanecía en su aquí, a la espera de que yo hablase, cierto de su ternura, pero sin cambiar su máscara, enamorándose del tiempo, alimentándome de erizos, viéndome insertar lóbulos. Después todo fue túnel, mas túnel con brazos. Hubo ojos en el aire, vibraciones sin dudas, éxodos que culminaron dentro, donde se desnuda la piel, donde el mar no tiene ligamentos. La quietud fue subvertida por la forma, el fuego habló, la física obtuvo su ángel. Ahora oigo aves que inequívocamente respiran, hornos que se hacen cuerpo, pólvora que me incita; traspaso el umbral más golpeado, siento que tu sal me besa, y huelo, y me adentro, y le doy el tiempo de mis dedos, el furor de mi espuria saliva. Caen las estalactitas, confundes los estribos, confundes los pájaros que te vuelan, la llama sonora te arranca como un líquido, pero no es el eco de esa gran ciudad lo que a mí me llega, sino una luz que desciende hasta la úvula, y allí me da tu misma sombra emancipada. Tu sexo, que huele a insomnio, es la lámpara en que tropiezan los perros. Tu sexo tiembla como un recién nacido. Tu sexo, agua dilatada, planea sobre tus enemigos. Una sola disciplina, sin recintos, sin mejillas, como si hubiese abierto una válvula. Yo, en tu balsa; tú, comida como un clavel, insólita entre mis fauces delicadas. Así se riegan los vientres; como si se erigiera una casa, como si la imagen devorase al espejo. El epicentro soy yo, o tú, o este cínculo que rodea mi boca. Y bebo. O deposito almendras. O saboreo la tímida caracola. Tu sexo es una crátera de anís, una esponja de plata. Con los primeros sorbos se despereza, abre su turbio limo: un húmedo sol lo llama. Después, el rotar es constante, no conoce los espías, desata las luces, regala su limpia mostaza; un oleaje indudable lo levanta como una piña y lo deja temblando, sobre mi ápice, al borde de la nada. Pero luego, cuando el camino cesa, muestra su centro de uva calmada; es el descubrimiento de la ausencia, decantada desde las raíces, transmitida por el barro hasta la mera palabra. Sin embargo, no es desamor esa fatiga que sientes, sino melaza que regresa, sed que a sí misma se niega para entregarse, después, más fría y tamizada. No pretendo sepultar la herida, sino hacerla más azul: darte más aire, en lugar de exiliarte. Por eso mi tierra, que antes buscaba la incisión, el reír de los cuchillos, recoge ahora el ámbar de tu vientre. Por eso me arropo con tus membranas. Por eso aflora mi estómago: para que no se escapen tus centímetros. Tu sexo huele a espíritu. Tu sexo es una casa consagrada.


(de Unánime fuego)



[VUELVO AQUÍ…]


Vuelvo aquí, al lugar del que nunca me he ido; aquí, donde el terror se alía con la inocencia, y las manos no tienen otra cosa a la que aferrarse que las propias manos; aquí, donde el ojo interroga a la página, y vuelca en la página cuanto ha apresado, y vierte la tinta espectral de los años, y el oro podrido de las cosas, y el zumo de su propio cristalino; aquí, donde los objetos, huérfanos, se preguntan qué forma revestirán, o qué temblor seré capaz de conferirles; aquí, donde soy, escribiendo, y me abraso, escribiendo, aunque se haya borrado mi nombre, y vague por los despeñaderos de la ignorancia, y el cuerpo se llene de explosiones silenciosas, de días átonos.


Vuelvo a la vecindad de los papeles. Me observan cosas que podrían ser, pero que pasan, sin cuerpo y sin resplandor. Claman por la lengua que las diga, pero perecen en la inexistencia. Se asoman a mí, con turbulencia germinal, pero concluyen: antes de disiparse, antes de amar. El polvo podría ser piedra; la transparencia, oscuridad; lo que reconozco podría reconocerme. El mundo posible me aplica su ley: si duerme en el barro, me embarra de pureza; si muere, también yo muero; si alcanza a vivir, me destruye. Veo un promontorio que no es un promontorio, y una casa que ha sido demolida, y una luz que ennegrece. Veo gestos sin movimiento, noches sin madrugada, sinrazón sin irracionalidad: nombres que no designan, o que encarcelan. Me veo a mí, manoteando en la incertidumbre, para abonar la incertidumbre, atrapando lo que sobrenada en el tiempo, con hambre de signos y de prodigios: creando para crearme. Veo, aunque me haya arrancado los ojos.


Estoy aquí, encajado en mi tórax. Siento el peso tímido de los testículos. Esparzo en el polen el polen de mi muerte. A mi alrededor se reúne lo oscuro, abrazado por lo que resplandece. Quiero coger el reloj, pero se aleja. Me gustaría atravesar el aire, y desvelar lo que oculta, y eyacular en su herida, pero me intimida su impenetrabilidad: su cuchilla ubicua, unida a otras armas incorpóreas. La pantalla del ordenador no deja de interrogarme: cuanto más escribo, más ignoro. La goma con la que borraré casi todas las palabras de este poema descansa en un reposavasos oxidado, que ya he mencionado en otro poema. [La tecla Supr es otra área del córtex cerebral: su circunvolución más creativa. En alguna ocasión he acariciado la idea de componer un vasto poema, integrado por sus sucesivas correcciones, desde el manuscrito original hasta su versión publicada: un palimpsesto interminable]. Todo se escuda en su ser, para no ser; todo es su yo inacabable, que muda jubilosamente en tiniebla; todo se vuelve enemigo, pero sonríe. Y yo observo su migración como quien contempla el desbordamiento de un río.


Acuden realidades a las que no he dado representación. [También he pensado en componer un poema enteramente fragmentario (¿enteramente fragmentario?) con retales no utilizados de otros. Pero ¿no es todo poema un remiendo, una sucesión de costurones?]. Los champiñones de hormigón que jalonan los campos de Albania. El barbero que, para mantener la muñeca caliente, le recorta el pelo a un maniquí de plástico, sentado en una butaca de la barbería. El perdigón de vidrio de un vaso roto a muchos metros de distancia, que me impacta en el ojo mientras como en un restaurante [y que me lleva a pensar en lo milagrosa que resulta nuestra indemnidad, entre tantas asechanzas del azar]. El móvil que le suena al que está meando a mi lado, en el lavabo de un antro, y al que responde sin dejar de orinar. Un verso de Ashbery: As Parmigianino did it, the right hand/ Bigger than the head, thrust at the viewer/ And swerving easily away, as though to protect/ What it advertises, que fluye con sincopada nasalidad en la penumbra de una sala, en cuyo vestíbulo se desarrolla un desfile de Mango [cuando salgamos del museo veremos a dos modelos, esquemáticas, meterse en un coche de la organización]. Violet, de la que podría enamorarme. La conjetura de que merece la pena vivir —de que el sol es sangre, y la sangre, ahora, y el ahora, eternidad—, aunque todo se hunda, con la impaciencia de una ola, en el cráter de la muerte.


Todo se dirige a la afirmación, pero se embebe en la indiferencia. Todo tropieza en mí, y yo tropiezo en todo. Camino por lugares que se me ofrecen como alambradas, y que me desgarran como amapolas. Salgo de casa, piso los minutos, recorro la piel: es una hoguera helada, cuyos espejismos incorporan matices de antracita o sugieren hipótesis de suicidio. Hago otros hallazgos en este camino desolado: un puñado de relatos, que describen mi desvalimiento, a los que me empeño en llamar poemas; el flagelo de la serotonina; la pesadumbre de ser alguien. Y me sujeto las manos como si fueran a echar a volar [de hecho, vuelan: se alejan de mí, surcan espacios que aún no he bautizado, se extravían en la vastedad de lo cercano. Las manos recuerdan. Por fin, se funden con el lápiz que sostienen]. Todo puja, aun lo carente de fuerza para ascender: lo que no puede brotar. Discrepo del desorden: hablo. Escupo sueños: me desangro. Abrazo al viento, a lo ininteligible, a la tristeza: me abrazo a mí. Y persevero en la senda que he elegido [Two roads diverged in a wood, and I—/ I took the one less traveled by: recuerdo a Danny recitándome estos versos de Frost, mucho antes de que quisiera ser poeta], que serpentea por países nocturnos, y que iluminan lunas desprendidas de sus cielos. Me rodea lo que no ha existido: lo nunca oído. Pero narro. Pero grito. Deshojo sustantivos, y me desequilibro, pero ese desequilibrio me sostiene. Atiendo a las ecuaciones de los sentimientos y a los borborigmos de la razón: soy mortal. Todo se yergue, aunque perezca. Y sobrevivo, fugazmente, en la duda y la alegría.


(de Bajo la piel, los días)


POEMA IV


Nací porque me llenaste de bronces. El agua, de un solo gesto, se hizo ópalo. La savia se aceleró como si careciese de órganos. La materia se mezcló con el trabajo. Qué reunión de fuentes apagadas, cuánta precisión en las ingles, qué fricción de paredes solas. Me devoro con tus dientes, pero esa destrucción tiene forma de espiga. Estoy cerca de mí: con tus anclas he alcanzado mi propio cuerpo; con tu liquido he recobrado la respiración. Las encías me saben a alma. El dolor respira como las campanas. La infancia no está en venta. El tiempo no se infiltra en el sueño, sino que permanece, con sus blandos revólveres, junto a la puerta inmortal, sintiéndose más pez, más cueva enajenada. Todo el territorio está a la vista: por primera vez, el camino no concluye en la pupila. Ahí estoy, con mis verdugos y mis alfiles y mis compraventas, con los trozos de tabaco que la noche ha coloreado, con las novelas perpetuas y los pedúnculos de una flor extraterrestre y las ojivas que he robado. Soy sin fragmentos, sin aunques, desde la era hasta la cúspide, desde la ría hasta el satélite. Y en la casa que has construido con tu lengua, en las zanjas que ha abierto tu memoria, los fluidos se enderezan, yo escojo sin sangre, las arterias desembocan en tus cestas, la materia se depura como si Dios la interrogara, los ojos se disculpan, ya no quedan cosas ni catafalcos ni mesanas. Y sólo ambos. Y sólo el amor huyendo de su óvulo. Y sólo la persona que multiplica su todo, que persigue el lugar donde a las pústulas no les importa ser pústulas. Y sólo quien se construye con otros ríos, cuando las hogueras apenas murmuran. No es verdad: la lengua es mutua; un único paso basta para que crezcan más hombros, más cielos. Todo es tuyo, pero soy yo: un aislado libro entre tus cepas; una celda fugaz donde vemos las llamas como si fuéramos gatos, donde se comete el estío, donde todo ocurre, como si un cántaro nos hubiese absorbido. He recordado mi nombre. Tu incisión renueva mi tierra. Tu mar alivia mi boca rodeada de tejas. Por fin un enigma que no conduce al yermo. Por fin un hombre completo de ti que mira a la muerte interminablemente prevista.


(de Unánime fuego)


POEMA XIV


Te esperaba en el alambre del día, comiendo latidos, sofocando el grito de los huesos. A veces, sin embargo, cuando las poleas levantaban relámpagos y la noche sabía a almacén, callaba. Recordaba entonces las cosas pequeñas: la luna húmeda que encendía nuestros pasos junto al muelle o las palmeras amarillas de Tozeur o aquel lento cometa, sobre los montes caudalosos, a cuyo paso imaginamos la vejez. Te esperaba, deshabitado, acariciando el tiempo.


Ahora que se ha endurecido tu imagen, no sé dónde guardas el pan, dónde los quicios, las rodillas familiares, los ídolos de tu olor; he olvidado cuándo regresarán tus manos. Aquí, mientras tanto, ascensores, transeúntes, horas que escupen lágrimas.


Te esperaba. Hablábamos de cosas sencillas. E ingería la ropa, los pezones, tu mínima tos. Después salíamos a cenar como si nos hubiera amenazado un ángel.


(de El corazón, la nada)


POEMA VII


Leo el silencio, a lentas masticaciones. Leo el mar que no alcanzo a ver, pero cuyo azul numeroso lame los cipreses y las palabras. Leo las palabras que gotean: nazco bajo sus escamas tajantes. (El mar se ha ido: lloro sus ascuas; leo.) Pero ¿reconozco aún los espacios abrasados por la lluvia, la última estancia de la miel? ¿Vuelan en mis ojos las gaviotas que veo o son manchas inútiles en las circunvoluciones de lo abierto?


El mar está lejos. (O cerca: en el pecho, sembrando su humo; en la retina, mojada de añil). El mar llamea, como este papel en el que me embarro, como este teléfono en el que convergen cuerpos solos, unidos por un sombrío estertor. Los pechos que amo descansan en otras manos, mientras el mundo es un jirón de fuego, el animal parsimonioso del poema.


Se ha abierto, sin embargo, la puerta. No hay nadie. Se ha abierto para que no olvide que los objetos, pesados, han visitado mi cuerpo, y que lo poseen. Mi tedio, seminal, construye entonces otro centro, otro país donde transformarse en acto. No hay nadie cuya carne sienta, nadie que me dé su sombra tensa, la humedad de su ceniza. Pero la palabra remonta la sangre y le habla al niño duro, al hombre de la desesperación.


Se ha abierto la puerta y cruzo su umbral y sigo aquí, sobre el mismo sillón agujereado por los cigarrillos de alguien que ya ha muerto, junto al mismo cajón ojeroso, frente a esta pantalla que soy yo, cuyas deposiciones soy yo, irrealidad que me transfunde realidad.


Una palabra, muchas palabras, como un caliente derrumbamiento, me indican el camino hacia el sol. Libre de mí, aparto los códigos. En los folios hay pámpanos, azoteas frutecidas en la ventana.

Y vigilia. Y pechos que regresan.


(de Las horas y los labios)


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Eduardo Moga (Barcelona, 1962), ha publicado los poemarios Ángel mortal (1994), La luz oída («Premio Adonáis», 1995), El barro en la mirada (1998), Unánime fuego (1999, en edición bilingüe castellano-portugués; 2ª edición en 2007); El corazón, la nada (1999), La montaña hendida (2002), Las horas y los labios (2003), Soliloquio para dos (2006; 2ª edición), Los haikús del tren (2007), Cuerpo sin mí (2007), Seis sextinas soeces (2008) y Bajo la piel, los días (2010). Ha traducido a Frank O’Hara, Évariste Parny, Charles Bukowski, Ramon Llull, Carl Sandburg, Richard Aldington, Tess Gallagher, Arthur Rimbaud, Billy Collins y William Faulkner. Practica la crítica literaria en «Letras Libres», «Revista de Libros» y «Turia», entre otros medios. Es responsable de las antologías Los versos satíricos (2001) y Poesía pasión. Doce jóvenes poetas españoles (2004). Ha publicado los compendios de ensayos De asuntos literarios (2004) y Lecturas nómadas (2007). Codirige la colección de poesía de DVD ediciones.