jueves, 3 de febrero de 2011

Arthur Cravan: El primer punk

Arthur Cravan

Daniel Ruiz García


Arthur Cravan
El Olivo Azul, 2009
ISBN: 13 978-84-936637-9-7
Traducción de Jèrome Gauchet y Elena Fons
120 pp.



Con su buen gusto acostumbrado -qué preciosa edición-, El Olivo Azul nos brinda la oportunidad de arrojarnos sobre los textos que componen la mayor parte de la producción literaria de Arthur Cravan. Y al acercarse a los textos, uno tiene la turbulenta sensación de estar acariciando algo muy grande. Porque, ¿quién no conoce a Arthur Cravan? ¿Quién no se ha dejado seducir por su leyenda, por sus extravagancias, por su locura muchas veces inhumana? Arthur Cravan es como aquel joven del barrio del que uno escuchó mil historias, pero que nunca tuvo el placer de conocer en persona. Como El chico de la moto en el clásico de Coppola, como el Gran Meaulnes en aquella imborrable novela de Alain-Fournier. El más listo, el más loco, la puñetera leyenda que ahora, por cortesía de El Olivo Azul, llega hasta nosotros echándonos encima todo su aliento, haciéndonos vibrar y lo más importante, dejándonos la sensación de debajo de Cravan latía un talento creativo enorme.

La editorial cordobesa ha reunido en un único volumen los contenidos íntegros de la revista Maintenant que Arthur Cravan autoprodujo y autoeditó en París entre los años 1912 y 1915. Allí está la mayor parte de la producción de este autor que convirtió su vida excesiva en su principal obra, y el juego en su principal seña de estilo. Porque toda su vida fue un enorme juego, el juego de la confusión, de la duda, de la negación, desde su propio nombre (su nombre real era Fabian Avenarios Lloyd) hasta incluso su muerte (falleció en circunstancias nunca aclaradas en la costa de México).

Escritores aventureros ha habido muchos. Ahí están, por nombrar sólo los más recurrentes, los ejemplos de Stevenson, Melville o Hemingway –aunque la veracidad de éste último siempre estuvo ligeramente bajo sospecha-. El caso de Cravan es muy distinto porque, al contrario que todos éstos, Cravan no edificó con su literatura una épica romántica y aventurera, sino que prefirió dejar de lado la literatura para convertirla más bien en un aderezo de su vida, de la que prefirió hacer su principal obra. Transformando su vida en una suerte de performance permanente, Cravan se esmeró en sembrar la sorpresa, la polémica y el ruido en torno a su vida, convirtiéndose, al cabo, en el más vivo paradigma del artista loco, del demente que hace de su biografía su principal obra de arte. En este sentido, no sólo fue el precursor, como se ha dicho tantas veces, del Dadaísmo. Fue, sin duda, y siguiendo la estela de las tesis de Greil Marcus en el estimulante ensayo Rastros de Carmín, el primer punk, de forma que a su lado Sid Vicious parece una ingenua pantomima.

No puedo resistirme, lo siento, a hablar de su vida. Veamos: fue el que le levantó la novia a Marcel Duchamp (en su intensa biografía, Calvin Tomkins recuerda la primera impresión que provocó en Mina Loy su conocimiento de Cravan: “El hedor putrefacto de obscenidades no pronunciadas que emanaba de aquella tumba de carne, carente de todo magnetismo, dejó mi cutis empolvado”. Esto no fue impedimento para que finalmente abandonara al creador de los readymades e incluso se casara con Cravan). También se convirtió en el campeón nacional de los semipesados en Francia, y entabló un memorable combate contra Jack Johnson en la Monumental de Barcelona. Memorable por varias razones: primera, porque Johnson fue el primer campeón mundial de los pesos pesados de raza negra; y segunda, porque en realidad el combate fue un amaño entre Cravan y el boxeador, tras el cual, con los bolsillos llenos, se dieron a la fuga. Autodeclarado sobrino de Oscar Wilde –uno de los aspectos, probablemente el único, que es del todo veraz en su biografía, ya que su padre era hermano de Constance Lloyd, con quien se casó el inglés-, Cravan protagonizó algunos sonoros escándalos, como su atípica conferencia de presentación de la Exposición de los Independientes en Nueva York, de la que Cravan, completamente borracho, fue expulsado por intentar desnudarse en público. En el París prebélico, entabló varios encontronazos sonados con autores consagrados, entre los que resuenan especialmente, por su popularidad, los nombres de André Gidé o de Apollinaire.

Estas son sólo algunas de las anécdotas que jalonan el largo historial de polémicas de un autor que concentra en sí mismo todo el espíritu de las vanguardias de comienzos de siglo, y me atrevería a decir del propio concepto del arte como impulso vanguardista, como expresión de libertad y de negación del orden establecido, como acto supremo de expresión que en muchos casos, de tan radical, parece puro terrorismo.

Es por ello que uno aborda los textos literarios de Cravan con gran respeto, como si entrara en una especie de basílica sagrada, pero también con ciertas reservas, con el miedo a que detrás de tanto ruido no haya más que un tremendo fraude. Pero qué carajo, los cinco números de Maintenant que Cravan sacó a la calle –y que él mismo iba vendiendo con una carretilla, como quien vende pan del día-, todos ellos escritos íntegramente a través de distintos heterónimos, son un verdadero puñetazo, y no resultan, como han querido ver muchos detractores del francés, una producción mediocre. Joder, os diría que el artículo del número 4 –el mejor sin duda de los cinco- sobre la Exposición de los Independientes de París es de lo más potente que he leído en mucho tiempo en materia de crítica artística. Sin ningún tipo de concesión, pegando puñetazos a diestra y siniestra, sin cortarse un pelo. Con un estilo seco y punzante y una mala leche que ríete tú de los críticos de los suplementos culturales. El resultado es verdaderamente hilarante, y uno llega a comprender por qué Cravan se granjeó tantas enemistades en su tiempo, y por qué también ha sido tan denostado por la crítica, a pesar de su incontestable calidad.

Arthur Cravan es un crack, vaya que sí, y hay que sacarlo del olvido. Del olvido literario, quiero decir. Ahora que estamos tan concienciados con eso de desenterrar la memoria, a lo mejor es momento de hacer algo por gente como Cravan. Gente que fue capaz de ejercer la libertad creativa plena a través del puñetazo literario, con el que se adelantó muchas décadas al manido No Future de los imperdibles y las tachuelas. Cravan, el discípulo aventajado de Oscar Wilde, el boxeador más negado de su época (quería forrar sus guantes “con rizos de mujer”), el aventurero, el cobarde en los duelos a pistola, el miserable, el escatológico, el salido, el precursor del punk. Aquel que nos regaló destellos como su definición del fútbol (“el billar de las praderas”) o del genio (“una manifestación extravagante del cuerpo”). Leer Maintenant es toda una experiencia: provoca, como poco, el mismo subidón que escuchar a buen volumen el Never Mind The Bollocks.


¡ARRE!

¿Qué alma disputará mi cuerpo?

Oigo la música:

¿me arrastrará?

Me gusta tanto el baile

y las locuras físicas

que siento con evidencia

que, de haber sido jovencita,

habría acabado mal.

Pero desde que estoy sumergido

en la lectura de esta revista ilustrada

juraría no haber visto en mi vida

fotografías más asombrosas:

el océano perezoso meciendo las chimeneas.

Veo en el puerto, sobre el puente de los vapores,

entre mercancías imprecisas,

mezclarse los choferes con los marineros;

cuerpos pulidos como máquinas,

mil objetos de la China,

las modas y las invenciones;

luego, dispuestos a atravesar la ciudad,

en la suavidad de los automóviles,

los poetas y los boxeadores.

¿Cuál es esta noche mi error?

¿Que entre tanta tristeza

todo me parece bello?

El dinero que es real,

la paz, las vastas empresas,

los autobuses y las tumbas;

los campos, el deporte, las queridas,

hasta la vida inimitable de los hoteles.

Quisiera estar en Viena y en Calcuta.

Tomar todos los trenes y todos los navíos,

fornicar con todas las mujeres y engullir todos los platos.

Mundano, químico, puta, borracho, músico, obrero, pintor, acróbata, actor;

viejo, niño, estafador, granuja, ángel y juerguista; millonario, burgués, cactus, jirafa o cuervo;

cobarde, héroe, negro, mono, Don Juan, rufián, lord, campesino, cazador, industrial,

fauna y flora:

¡soy todas las cosas, todos los hombres y todos los animales!

¿Qué hacer?

Probaré con el aire libre,

¡quizás ahí podría prescindir

de mi funesta pluralidad!

Y mientras la luna,

más allá de los castaños,

unce sus lebreles

e, igual que un caleidoscopio,

mis abstracciones

elaboran las variaciones

de los acordes

de mi cuerpo,

que mis dedos pegados

a la delicia de mis llaves

absorben frescos síncopes,

bajo mociones inmortales

mis tirantes vibran;

y, peatón ideal

del Palais-Royal,

me embriago de candor

incluso con los malos olores.

Repleto de una mezcla

de elefante y de ángel,

lector mío, paseo bajo la luna

tu futuro infortunio,

armado con tanta álgebra

que, sin deseos sensuales,

entreveo, fumadero del beso,

coño, mamada, agua, África y descanso fúnebre,

detrás de las persianas tranquilas,

la calma de los burdeles.

Bálsamo, ¡oh mi razón!

Todo París es atroz y odio mi casa.

Los cafés ya están oscuros.

Sólo quedan ¡oh mis histerias!

los claros establos

de los orinales.

Ya no puedo seguir quedando fuera.

Ésta es tu cama; sé tonto y duerme.

Pero, último inquilino

que se rasca tristemente los pies,

y, aunque cayendo a medias,

si yo oyese sobre la tierra

retumbar las locomotoras,

¡cuán atentas podrían volverse mis almas!


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