sábado, 5 de febrero de 2011

Ética y estética de lo impuro en la obra de Antonio Gamoneda (I), (II), (III), (IV)


José María Castrillón

Hierba de soledad, palomas negras:

he llegado, por fin; éste no es mi lugar,

pero he llegado.

Libro del frío, 1992


Demasiada rotundidad en este cierre de un poema de Libro del frío (1992) como para no intuir el peso de un recorrido que es asumido por Antonio Gamoneda con plena y hasta cierto punto lacerante conciencia de una quiebra vital. Creo, en efecto, que su obra no puede ser sentida en toda su potencia expresiva si no se concibe la escritura poética, y en especial la del autor leonés, como un acto inquisitivo, como ordalías solitarias en las que el poeta se enfrenta antes que a nada a sí mismo. Trataré, pues, de recortar uno de los nudos que, a mi juicio, sostienen en tensión el discurso del poeta: su vivencia de lo impuro.

Conciencia de lo (im)puro

La conciencia vigilante había adquirido tintes inusitados en un título anterior, Descripción de la mentira (1977). Será difícil encontrar una obra donde la revisión del pasado personal se plasme con la intensidad con la que aparece en este libro, escrito -como es bien sabido- tras un periodo de silencio en el que Antonio Gamoneda atiende a sus obligaciones profesionales y entra de lleno en la resistencia antifranquista. Aunque puedan rastrearse muestras anteriores («Malos recuerdos», de Blues Castellano), es éste el momento en el que la vivencia asciende de manera desconocida, por apasionada y sugerente, en su obra, y me atrevo a decir que en nuestra poesía contemporánea. Es sustancial en este punto conceder toda credibilidad y trascendencia al verso que sigue: «Vienen rostros sin proyectar sombra ni hacer crujir la sencillez del aire» [173] [ 1 ] . Si bien el YO parece mantenerse en la órbita de una sola voz enunciativa, que convenimos en llamar autor, las segundas personas a las que esa voz interpela no son siempre las mismas: los amigos desaparecidos, el padre ausente, la figura materna o la mujer compañera actúan de polos que imantan la voz del poeta. La ascensión de figuras y voces recreadas del pasado encontrará cauce en obras posteriores del poeta, pero, en el caso de la más reciente, Cecilia (2004), tiene lugar una proyección, pues será ahora la voz del poeta la que vaya conformando el pasado de la niña como una presencia futura: «Sueñas. // Tienes miedo de lo que no existe (...) // Yo también tengo miedo de mi rostro que se va haciendo invisible.// Cesa de soñar, o, mejor, sueña los rostros que están fuera de ti: mírame» [501].

Señalaba que Gamoneda retoma la creación poética a mediados de los setenta, tras un período de lucha noble pero sin trascendencia social; y que sale de aquel marasmo, más que purificado, mixtificado, serena y dignamente impuro. El poeta insistirá una y otra vez en señalar «la suciedad hirviendo dentro de mi alma» [186] y, sin pudor, en aceptarla: «Huelo los testimonios de cuanto es sucio sobre la tierra y no me reconcilio pero amo lo que ha quedado de nosotros» [178]. Y esta aceptación es soportable sólo en la medida en que no proviene de la traición, sino de la supervivencia en los dominios de «un país sin verdad» [178] en el que «Nadie tenía razón ni esperanza» [186]. La convivencia (incluso sin ser connivencia) diaria con la injusticia mancha y perturba, pero, al menos en su caso, no se mezcló con la sumisión innoble o ignominiosa: exigió una resistencia fundamentalmente interior («Ciego en la inmovilidad, como basalto dentro del basalto, me poseyó el olvido. Éste fue mi descanso // Permanecí, permanecí, pero mi obra es la retracción» [179]). De este modo, el poeta reconoce que «es una historia horrible el silencio pero hay una salud que sucede a la desesperación» [186]. No hay descanso en la aspiración a la justicia, sino en la asunción profunda de la vida. El poeta, en fin, relata un tiempo sin condiciones objetivas de verdad. ¿Quién puede -me atrevo a interpretar- ser justo en el horror, en la mentira? No puedo evitar en este punto preguntarme si, además de la condición de duelo señalada por Casado en su epílogo reciente a Esta luz , no existe una semilla de culpa por haber resistido. ¿No siente el superviviente de los campos de concentración cierto sentimiento de culpa por haber sobrevivido? ¿No nos preguntamos con frecuencia por qué son otros los que caen segados por la enfermedad o la desgracia? ¿Soportar tanta ignominia no implica un pacto con lo impuro de nosotros mismos? Sea como fuere, el poeta muda de piel, deja atrás la juventud («La juventud me ha abandonado en esta delación» [191]). Viejo y sabio, el poeta suelta su lengua áspera y comprensiva, dulce y afilada. Es la voz de la edad.

Así las cosas, DM resulta un libro histórico, no ya por la naturaleza temporal de sus iluminaciones, sino por la trascendencia y oportunidad de su discurso. En nuestra poesía de posguerra se había escuchado al poeta expósito, olvidado del Padre (el poeta existencialista); también al poeta desposeído, que grita la injusticia (el poeta social). De ambas figuras participó, aunque a su modo personal, Antonio Gamoneda. Pero lo que el poeta leonés traza como aportación original en DM tiene más que ver con el concepto de superviviente, que, con distintos matices a los aquí sugeridos, ha propuesto igualmente Miguel Casado. Así pues, la obra poética de Gamoneda quedaría legítimamente ligada a la singularidad histórica y artística de la literatura contemporánea al formar parte de una de las constelaciones más insólitas y sugerentes de la literatura del siglo pasado, la de los autores que han enraizado lo mejor de su creación en la experiencia traumática de la supervivencia: Primo Levi, René Char, Paul Celan o Nazim Hikmet (a quien Gamoneda admira desde los tiempos de su Blues).

(Im)pureza y forma

Pero volvamos sobre apreciaciones previas acerca de la materia temporal y biográfica que nutre DM . Las «apariciones» mencionadas con anterioridad (amigos suicidas, el padre muerto...) encuentran plasmación adecuada en el ritmo del poema, que va ganando su paso más personal en bloques delimitados por un silencio revelador. Detengámonos en ello.

Al inicio del largo poema que es DM el ritmo predominante es el del verso libre en la modalidad del versículo. Pero los paralelismos típicos del verso bíblico van cediendo y las unidades rítmicas aumentan de extensión: se trata del verso mayor . Todo el extenso poema discurrirá en esa frontera poco estable entre los llamados géneros poético y narrativo. Distinción que el poeta siempre ha discutido hasta borrarla de su discurso teórico y de su práctica poética. La inestabilidad que aquí comentamos se resolverá genialmente más adelante, en Libro del frío, y tras el trabajo fructífero sobre materiales en prosa que había dado lugar a Lápidas unos años antes.



Ética y estética de lo impuro

en la obra de Antonio Gamoneda (II)


Pero no adelantemos acontecimientos. Regresemos a 1977, a DM y su ritmo «de música gótica (...) como un gregoriano», según lo denomina Ildefonso Rodríguez en su imprescindible ensayo acerca de las músicas de Gamoneda. Nunca he respirado las pausas que separan sus bloques como pausas versales clásicas. Frente a la inminencia y tensión de la pausa sin inflexión descendente, que presagia la entrada de un nuevo verso, siempre he preferido leer estos bloques como enunciados que no esperan continuidad, que podrían desembocar en posibles cierres (que luego sabemos puramente provisionales). De ahí la fuerza que cobra el arranque de la nueva unidad, del nuevo bloque. No leo DM como si se tratara de un poema fluyente, imparable, desbocado. Así pudo sentirlo el autor, sin duda, y así podrá verse en su totalidad; pero durante la lectura el discurso parece estar a punto de clausurarse en cada pausa, para volver a iniciarse tras un fundido. Desde este punto de vista, las pausas se justifican en la medida en que se acompasan al ritmo de las apariciones. Ritmo, pues, de oscuridades y repentinos deslumbres, de silencio y de advenimientos irremediables, que busca la palabra y donde, en cambio, los «labios pesan en las pausas ilícitas» [215], provocando la morosidad de su particular desarrollo: «Reconoced mi lentitud y el animal que sangra dulcemente dentro de mi alma» [179].

Doy por sentado que se trata de un modo de respiración, de corporeidad recitativa, de oralidad. (Sí, oralidad, concepto que en nuestra poesía contemporánea con frecuencia ha sido chatamente reducido a coloquialismo.) Pero creo que este lenguaje, que el poeta ha tildado como «enjundia de mi cuerpo» [188], resulta tanto de una respiración como de la naturaleza ‘visionaria' de la enunciación, en la que el poeta se disuelve en un ser que espera el nuevo advenimiento para, casi de corrido, recitar una visión (aquí retrospectiva, hacia el pasado) amasada durante el silencio intermedio, pero que no puede comprometerse a una continuación. De este modo, los silencios son también expresión de un yo, esto es, testimonio y signo poéticos, y no exclusivamente elementos métricos o retóricos. Esos fundidos son intersticios donde se adivina al poeta que sólo obtuvo consuelo en la retracción, es decir, al individuo que asumió el silencio como un estado natural de resistencia; estado del que viene y que, de algún modo, está aún en trámites de abandonar.

Este espesor de los silencios será ya ingrediente ineludible del decir gamonediano. Es bien sabido que su libro posterior, Lápidas (1987), proviene de un trabajo sobre textos en prosa titulado Lapidario . De nuevo Miguel Casado explora los procedimientos transformadores puestos en juego durante esa experiencia alquímica (2001: 131-142). Entre ellos se encuentra, cómo no, el aumento de pausas; la inclusión del silencio como medida rítmica y tonal. Probablemente sin saberlo, Gamoneda lleva hasta sus últimas consecuencias una intuición de Jean-Paul Sartre: «Los silencios en la prosa son poéticos en la que medida en que establecen límites» (2003: 66, n. 5). En la ya citada conversación con Ildefonso Rodríguez [78], el propio poeta leonés reconoce a propósito de su posterior Libro del frío: «hay una progresión de palabras que confiere límites».

He comentado arriba que las vacilaciones entre el poema en prosa y el versículo se mantenían en amplias porciones de DM . Lápidas (L), sin embargo, se juega en el tablero del poema en prosa mediante un trabajo sobre materiales primigeniamente narrativos. En Libro del frío (LF), la resolución de esta trayectoria será implacable y de una contundencia artística inédita. De nuevo las palabras del poeta a Ildefonso Rodríguez nos ponen sobre la pista: «Quiero pensar que de Descripción de la mentira al [por entonces] incompleto Libro del frío he tendido una distancia. Que pudiera ser un fraseo distinto del mismo discurso» [ Ib. ]. En efecto, la aleación de estos poemas en prosa es de una calidad y originalidad superior, para mi gusto, a la lograda en Descripción y Lápidas . Se trata, como en este último, de un conjunto de poemas en prosa pero que encubren estratos métricos más complejos y originales. Junto con la fuerza de su visión y la precisión de su conciso imaginario, el autor nos regala una síntesis rítmica que contribuye a hacer de LF una obra indispensable de la poesía contemporánea en español. Para sostener esta afirmación, me gustaría detenerme en uno de sus textos más memorables:

"Nuestros cuerpos se comprenden cada vez más tristemente, pero yo amo esta púrpura desolada.

Ah la flor negra de los dormitorios, ah las pastillas del amanecer."

Es fácilmente perceptible el rastro de la métrica tradicional: el primer tramo del bloque inicial (hasta «... tristemente ») se apoya acentualmente sobre el mismo timbre vocálico, («Nuéstros cu é rpos se compr é nden...); asimismo, la posición simétrica de acentos permite la lectura de una pauta rítmica basada en cláusulas tetrasilábicas con acento en penúltima: ooóo («Nu é stros c uer pos / se com pren den / cada vez más / triste men te»); este mismo tramo hasta la pausa intermedia puede ser partido en dos octosílabos y, aún más, la segunda y última parte conforman un mecanismo bimembre de dos endecasílabos. Sin embargo, el ritmo del poema no es, al menos únicamente, el que establecen las formas acentuales y silábicas, y esto es así porque tales procedimientos aparecen integrados y, a la vez, relativizados por una jerarquía rítmica superior que, sin borrarlos, los aprovecha sólo hasta cierta medida. Así, estos recursos imantan las palabras del texto gracias al trabajo sobre la materia fónica, pero no llegarán a condicionar definitivamente el ritmo que el poeta entiende adecuado a su dicción y a su propósito. En primer lugar, observemos la participación de dos procedimientos compensatorios de los elementos métricos clásicos arriba explicados:

a) Por un lado, la ausencia de pausas versales tras las unidades de ocho y once sílabas rompe la expectativa rítmica, pues la pausa versal ordena, tensa y contribuye a identificar los decursos anterior y posterior como unidades métricas;

b) por otro lado, los versos endecasílabos no presentan un ritmo acentual clásico, pues, si bien se encuentran cercanos a la variante sáfica, se materializan extravagantes e infrecuentes al aceptar dos acentos extrarrítmicos antes de la cuarta sílaba y no aparecer un acento extrarrítmico después de ese eje silábico en el caso del segundo; así, su continuación en series átonas de más de cuatro sílabas desnaturaliza la percepción habitual de ambos endecasílabos, que se nos ofrecen destensados, más cercanos al decir natural.

Estos movimientos compensatorios facilitan el movimiento rítmico superior del poema que no sería otro que la desproporción entre la extensa parte primera y la inesperada concisión del movimiento final. Este procedimiento ya había sido utilizado en DM , aunque sin la participación crucial de la pausa intermedia dentro de un mismo bloque. De alguna manera, podríamos decir que desde DM el poeta se va desprendiendo de las pausas y va ganando silencios. Más allá de las pausas versales, el doble silencio concede al texto un fluir respirado y a la vez mental. En el poema que aquí nos ocupa, el silencio intermedio provoca una expectación que apunta a una nueva serie extensa y no a este remate emotivo y narrativamente recortado por la ausencia de verbos y marcas de progresión discursiva («ah la flor negra de los dormitorios, ah las pastillas del amanecer »). Pareciera que el poeta abandonase el desarrollo que seguiría al silencio para poner fin a un discurso que se le hubiera hecho repentinamente inútil (o insoportablemente doloroso).


Ética y estética de lo impuro

en la obra de Antonio Gamoneda (III)

En pocas ocasiones se habrá dado en un nuestra poesía una estratificación rítmica en la que silabeo, tonicidad, respiración (por tanto, oralidad) e inflexión mental se integren de forma tan contundente y natural. Pruebe el lector a recitar el poema organizándolo en unidades versales y omitiendo la pausa doble. Hallará no ya otro ritmo, sino el desajuste notorio entre esa nueva escansión imaginada (que se nos haría enérgica, vigorosamente juvenil) y la melancólica aceptación del tiempo que destila el poema.

Trayectorias como la de Antonio Gamoneda contribuyen a cerrar un círculo iniciado con las secuencias poéticas de la prosa litúrgica (motetes, etc.) y la prosa cadenciosa («numerosa») de los tratadistas, más allá, incluso, del medievo; al cabo, poesía y prosa han ido cerrando el arco milenario gracias al acercamiento iniciado por Whitman, Rimbaud, Laforgue..., y que en las postrimerías del siglo veinte parece conocer cierres tan brillantes como este Libro del frío . Cabría aquí subrayar el interés que ha suscitado en Gamoneda la prosa medieval y clásica. Con justicia se suele traer a colación la influencia de la poesía bíblica y de Saint-John Perse como acicates de su incursión en formas cercanas a la prosa, pero se olvida el interés del autor por La Celestina y la obra de humanistas y viajeros del XVI . De ahí el proyecto que años más tarde emprenderá en Libro de los venenos (1995), una singular aventura de apropiación poética de la prosa expositiva del médico y humanista segoviano Andrés de Laguna [ 2 ] .

Definitivamente, todo apunta a que la impureza, la mixtificación es para Antonio Gamoneda algo más que una perspectiva ética: cuaja, asimismo, en un sentir estético que contribuye a difuminar los límites genéricos establecidos en la medida en que el poeta necesita una música propia, liminal, mixta (impura) para agrandar su vislumbre poético.

Tal vez lo expuesto hasta ahora nos permita aquilatar la armonización de materiales de muy diverso origen y sólo en apariencia incompatibles: el poeta del yo, del ingreso en sí mismo, del verso respirado y del silencio que delata la humana oralidad del discurso, es asimismo el poeta que siente sobre sí a su familia, a sus amigos y conciudadanos; que hace acopio de materiales de origen narrativo; que no olvida las posibilidades musicales del verso tradicional; que es portador al fin de un habla imparable. Es el poeta cercano a la llaneza expresiva de sus orígenes sociales («hay luz sobre los cuestos » [134]) y el alquimista que se instruye en venenos, muestras botánicas, prácticas médicas, mientras, ni mucho menos como fondo, aparecen espigadas muestras de pintura y música contemporáneas (Picasso, Béla Bártok...).

Valores sémicos de lo (im)puro

Pero hemos orillado momentáneamente la veta menos formal de esa asunción de lo impuro y, en cambio, deberíamos volver a ella para, esta vez, perfilar su valor sémico y connotativo en el contexto amplio de la obra gamonediana. Es cierto, sin duda, que el término va reiterándose en la medida en que, como comentaré más adelante, el poeta reutiliza elementos a lo largo de toda su obra; pero no se trata de un término asociado a un concepto fijo. Aún más, la expresión parece ir desprendiéndose de carga conceptual, de connotaciones ideales. Intentemos un esbozo de este deslizamiento sémico a partir de algunas citas:

- De Sublevación inmóvil (1960): «No toques, Dios, mi corazón impuro» [51].

- De DM: «Pesan las máscaras de la pureza, pesan los paños sobre las formas de la patria» [p 201].

- De L: «Háblame para que conozca la pureza de las palabras inútiles» [240].

- De LF: «Ahora siento la pureza de los límites y mi pasión no existiría si supiese su nombre» [335]; «Ah la pureza de los cuchillos abandonados» [346].

- De Exentos III (2004): «¿Para qué soportar la pureza de las preguntas?» [517].

Las citas no dan idea del aumento acentuado de esta recurrencia léxica desde Lápidas . En DM aparece aún en limitada cantidad, ya que el poeta gravita en torno a otros términos emparentados, pero más cercanos quizá a la connotación valorativa (plenitud o perfección). En todo caso, si se acepta esta breve muestra, advertiremos que el término lanza reflejos éticos en los inicios de su obra. La proximidad del vocablo al poderoso núcleo léxico «Dios» parece apuntar a una interpretación de carácter moral. Un componente ético más amplio volverá a surgir, siguiendo esa extraña circularidad gamonediana, en títulos posteriores, especialmente en el comentado autoexamen de DM, cuyo ejemplo espigado sugiere las imposiciones (in)morales de una sociedad enferma bajo la dictadura, y en la reaparición en LF de su amigo y maestro Jorge Pedrero, quien, desde su radical condición de suicida -no de superviviente-, se alza en referente biográfico de la sección «El vigilante de la nieve». Pero tal vez no sería aventurado apuntar que, poco a poco, al término pureza y a sus derivados léxicos se van adhiriendo consideraciones estéticas; y así, la «pureza de los límites» puede interpretarse también como la superación de las diferencias tradicionales entre géneros, de modo que puro se convierte aquí en la raíz, de origen medieval, del término apurar, aceptado como acción de llevar algo hasta el final o de agotarlo. En otras ocasiones, la expresión pureza parece tener ya sólo un valor adverbial, en el sentido de aludir a la intensidad de la percepción. En definitiva, el término im-pureza bascula entre los contenidos ético-religioso, estético y circunstancial, aunque con tendencia al descarte progresivo del primero y al predominio de las connotaciones «materialistas» del último. Se trata de un proceso particular de alejamiento de los conceptos ideales. A mi entender, asistimos de este modo a la mengua de cualquier idealismo o simbolismo trascendental pactado del que no sea enteramente responsable el lector: «En los últimos símbolos, ves la pureza sin significado » [399]. Tras los cuerpo a cuerpo poéticos precedentes del poeta con su pasado, LF se asoma al paisaje estepario de las cosas, a la ausencia de significación convencional: «Bajo las alas silenciosas, la inmensidad carece de significado» [307].

Claro que -como admitía en el párrafo anterior- aún permanecen rescoldos de orden ético en la sección «El vigilante de la nieve». Pero el poeta no es el que «ponía vértigo en la pureza» -como digo, su amigo el pintor Pedrero-; es más, el autor se reprocha a sí mismo: «sin embargo, has llegado a la vejez y haces gestos impuros, también indescifrables » [376], conjugando así dos líneas maestras de este libro: la humana impureza y la opacidad semántica de lo que nos rodea. Porque no hay traducibilidad posible: las cosas están y en esa presencia, sentida hondamente por el poeta, el mundo le entrega una soledad tan bella como terrible. No se trata de una situación casual; por el contrario, el proceso interior y el ajuste de cuentas con el idealismo estético, largamente amasados en los libros anteriores, desembocan en un «materialismo» poético sin paliativos. Una vez más cobran aquí pertinencia extraordinaria unas palabras que medio siglo atrás escribiera Jean- Paul Sartre: «Cuando los útiles quedan rotos, los planes desvirtuados y los esfuerzos en la nada, el mundo se manifiesta con una frescura infantil y terrible» (ob. cit.: 65).


Ética y estética de lo impuro

en la obra de Antonio Gamoneda (IV)

Todavía en Arden las pérdidas (2003, AP) «todos los signos están vacíos» [415]. En cierto modo, este libro sería el epílogo de un vértigo iniciado años atrás, una manifestación de esa voz que Tomás Sánchez Santiago denomina «rebotante» y que caracteriza a un discurso obsesivo y autorreferencial (2006). No obstante, AP se constituye en discurso bifronte. El paisaje despojado de sentido continúa frente al poeta, pero los poemas, al modo de las páginas desplegadas de un libro abierto, ofrecen, junto al desierto simbólico de LF, los espacios de la memoria que poblaban los libros anteriores. Así, por ejemplo, la pureza perdida de la niñez comparte espacio con el presente: «veo la pureza de rostros que se forman en la lluvia [...]. Son los desvanes de la infancia» (417). Los poemas acusan esa copresencia temporal y el discurso poético se polariza sobre los términos vi y ahora, a veces resueltos dialécticamente en el adverbio aún . Materialidad y recuerdo se engastan en nuestro topos, la (im)pureza, para dar cuenta de una especie de condena: «Hay úlceras en la pureza, vamos // de lo visible a lo invisible. // // En este error descansa nuestro corazón» (430). El poeta abrazaría definitivamente la indiferencia, su única pasión, pero no parece posible porque «Así es la vejez: claridad sin descanso» (461). La voz de la edad, de nuevo.


Bibliografía:

CASADO , Miguel, «Epílogo», en Esta luz, Barcelona, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2004.

-, «Un ejercicio de comparación: Lapidario y Lápidas», en Del caminar sobre el hielo , Madrid, Antonio Machado Libros, 2001, pp. 131-142.

RODRÍGUEZ , Ildefonso, «Las músicas de Gamoneda», en Espacio/Espaço escrito, Badajoz, 33-34 (2004), pp. 37-44.

-, «Una conversación con Antonio Gamoneda», en Diego Doncel (ed.), Antonio Gamoneda, Madrid, Calambur, 1993, pp. 61-85.

SÁNCHEZ S ANTIAGO , Tomás, «La armonía de las tormentas», prólogo de Antología poética, Madrid, Alianza Editorial, 2006.

SARTRE , Jean-Paul, ¿Qué es la literatura?, Madrid, Losada, 2003 (1950).

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