lunes, 7 de febrero de 2011

Elogio de la poesía: hablan por los versos de Antonio Gamoneda

Antonio Gamoneda


darwin bedoya



1.- Vicente Valero:

Oigo la lluvia de otro tiempo; humedece
lienzos inmóviles.
Fuera de mi pensamiento, extensa
en el pasado, cunde
aún la tormenta.
Así
enloquezco en la verdad.

–Arden las pérdidas, Viene el olvido (1993-2003)


Palabras para Antonio Gamoneda

He escogido este poema reciente, de Arden las pérdidas, aunque para lo que quiero decir podría muy bien haber recurrido a cualquier otro libro, incluso al primero de sus poemarios, ya que en todos ellos puede encontrarse esta misma idea de que la memoria es sólo una expresión más del sufrimiento humano. Lejos de la elegía autocomplaciente, la poesía de Antonio Gamoneda ha encontrado en la memoria las raíces del dolor y su mirada no es muy diferente, por tanto, a la de aquel ángel de la historia benjaminiano que cuando volvía su rostro hacia el pasado sólo conseguía ver un montón de ruinas. Este montón de ruinas es la «verdad» en la que se enloquece, y a la que la poesía de Antonio Gamoneda ha sabido dar expresión íntima y universal, se diría que a la manera de los poetas de la Antigüedad, que eran también sabios, es decir, viendo.
El pasado es en la poesía de Antonio Gamoneda sobre todo una imagen, una secuencia que se ve, que puede ser vista, mucho más que un recuerdo, que solamente podría ser contado. «Ahora mis ojos ven en el pasado», dice el poeta en otro lugar de este mismo libro. Tal vez por eso la poesía es un don siempre relacionado con la clarividencia. Tal vez por eso también la memoria poética no es un relato, sino una suerte de epifanía, un puñado de imágenes que llegan, por ejemplo, como en este poema escogido, con «la lluvia de otro tiempo».
La poesía de Antonio Gamoneda, como la de los grandes poetas del siglo XX, excava en las tierras sin esperanza de la realidad, superando los límites de la evocación descriptiva, confiándose a la palabra siempre iluminadora, con la que todo pasado vuelve a la luz para ser visto u oído, con la que todo pasado vuelve a nosotros con la fuerza oscura y enloquecedora de la verdad.


2.- Clara Janés:


He tirado al abismo el hueso de la misericordia; no es necesario cuando el dolor es parte de la serenidad, pero la lucidez trabaja en mí como un alcohol enloquecido.
Sé que las uñas crecen en la muerte. No
baja nadie al corazón. Nos despojamos de nosotros mismos al expulsar la falsedad, nos desollamos y
no viene nadie. No
hay sombras ni agonía. Bien:
no haya más que luz. Así es
la última ebriedad: partes iguales
de vértigo y olvido.

–Arden las pérdidas, Viene el olvido (1993-2003)

Palabras para Gamoneda

Arroja Gamoneda los dados definitivos de su ciencia en este poema, y los números son palabras inapelables. Con el primero nos sitúa en la sabiduría más hispana, arrastra ante nuestros ojos la frase de Séneca: «la misericordia no considera la causa, sino el infortunio; la clemencia va unida a la razón». Rotundo concepto que enlaza con el siguiente dado, que cae sobre la palabra «serenidad». Ésta participa de la razón y le permite abarcar el dolor. Después, un «pero» hace saltar el número: «lucidez», bajo su aspecto socavante –para Cioran es precisamente la lucidez lo que desfonda al espíritu–, siendo, con todo, aquello a lo que no podemos renunciar.
Establecidas estas premisas, siguen los dados con el enigma y la paradoja de la muerte, la separación definitiva, pero ésta se ha anticipado ya. La vida es deseo que mueve hacia el otro –al que nunca llega– y la conciencia son ojos medidores de esa distancia. De ahí que el dado oscile ahora un momento ante la «sombra» y se detenga en la «luz». Y queda la última tirada: tres palabras redondas: «ebriedad», «vértigo» y «olvido». «Sólo se embriaga el que está desesperado», dijo María Zambrano refiriéndose al poeta. La ebriedad de Gamoneda procede de la luz, que permite abarcar, a ser posible, la totalidad. De ahí el vértigo y también el olvido. Se trata de conocer. Y ya en Descripción de la mentira, se preguntaba: «Después del conocimiento y el olvido, ¿qué pasión me concierne?». El vértigo, dice en ese mismo libro, es «la exactitud», y en otro, Sublevación inmóvil, que es la perfección de la belleza, pero acaso es también ese ir «de lo visible a lo invisible» de Arden las pérdidas, ese error que es la vida. En Lápidas escribió: «No hay memoria ni olvido y el error es la única existencia». Pero sí, hay olvido, al fin, y es «la única sabiduría». Y quizá el vértigo consista en no alcanzar todo el necesario.
Esa lucidez y esa ebriedad de la última tirada de Gamoneda nos hablan también de la entereza. En más de una ocasión, Gamoneda ha dicho que la poesía existe porque sabemos que vamos a morir. Todo desemboca, pues, en este final que, de modo inverso, nos da la perspectiva de la vida. En esta contemplación desde la muerte, el poeta está próximo a otro gran representante de nuestro espíritu, Jorge Manrique, cuya divisa de caballero era «ni miento ni me arrepiento». La de Gamoneda podría ser un verso del Libro del frío: «no tengo miedo ni esperanza». Lo vemos armado así, con este lema, a punto de combatir, pero como un monte de calma; sin esperanza y sin miedo –también él sin mentir ni arrepentirse–, entregándonos una palabra donde refugiarnos. ¿Contradice esto a sus dados? No, sus dados no engañan, pero esconden un fuego interior, una fe, que se nos revela en su último libro. Porque ese vértigo y ese olvido van mucho más allá que su enunciación. Ese vértigo puede consistir también en reconocer que el olvido se ha apoderado del amor. Pero el amor persiste: ésta es la secreta fe. En Sílabas negras, en uno de sus poemas más recientes, leemos: «solamente he aprendido a desconocer y a olvidar pero el amor / habita en el olvido».


3.- Amelia Gamoneda Lanza:

Huyen heridas por el amanecer, laten sobre las aguas y su blancura se abre en ti: avefrías.
Viajan de lo visible a lo invisible. Ya
sólo hay invierno en las ramas inmóviles.

–Libro del frío, 6. Frío de límites (1986-1992)


Palabras para Gamoneda

El paisaje y sus formas se dicen con palabras que, a su vez, tienen forma. En ella germinan otros posibles paisajes. Así viaja la poesía: de lo denotado a aquello que no tiene nombre, de lo visible a lo invisible. Una huída, una desaparición abre la visión de la blancura en esa voz que se mira a sí misma y se tutea: las aves que van hacia lo invisible (aquí avefrías, en otro lado palomas) abren sus alas –las AV(r)E(n)– y su blancura se abre en los ojos. Los ojos quedan abiertos, heridos de la herida de las aves: la blancura del amanecer hirió y tiñó de blanco a éstas; y ellas tiñen y hieren (abren) con su blancura a los ojos: alba sangre que late, fluye, huye. Lo que se abre –lo que se AV(r)E– en los ojos del que mira es –otra forma del blanco– el frío: ave/frías. Ellas viajan de la blancura visible al frío invisible. La blancura se muestra: huye, late, viaja; el frío, no: hurta la presencia, desnuda, inmoviliza: Sólo hay invierno en las ramas inmóviles. En las ramas no hay aves, no hay hojas, sólo ramas. Tras la visión del vuelo de las aves, tras la apertura de su blancura en forma de alas (tan parecidas a hojas de un libro abierto) viene lo invisible: lo que queda inmóvil es el frío, lo que queda abierto es el Libro del frío.

4.- Juan Barja:

Palabras para Gamoneda

«Esta». La que se da. Ahí se da. Revelación del demostrativo: en el demostrativo, lo que en «esta» está, como ya-dado (clausurado). Lo que está: que se dice: en el poema. El poema lo dice: en «esta casa». Y no otra; ya aquí. Ninguna más. Pues «esta casa» –¿entonces?– puede ser ésta y única, casa-como-mundo: mundo-útero-casa, en el espacio (real, de-finitivo: tumba, cierre, clausurado ‘vacío’ de un ‘espacio’) que el poema recita –en el poema objetivo y real, desde sí mismo para sí: poema sin sujeto, sujeto como sí– en su firmeza (firma escueta de forma: firmamento en el firme del mundo: fundamento-cimiento: útero: mundo/texto: traza) del «estar» de la «casa». Sola. En sí. Y de sí, justamente, en el abrirse del espacio –la casa– a su destino, al envío del hueco que retorna (siempre in-quieto), y se ofrece: desde el tiempo –¿pasado?– de un umbral, el que se dice: «estuvo» (ahí estuvo: ¿donde está?). Donde está y para otro: «dedicada», destinada, ofrecida: en el espacio común para un hacer, el deshacer(se) en cultura y cultivo, la «labranza» que cultiva su vida: en lo que vive, viviendo su cultivo: cultivando en común, cohabitando, en la costumbre (surco: verso: semilla: orden: concierto) aceptada y querida: habitación. «Y» también: y en el hueco, y el abrazo –su aliento, su revés, el de la forma y la traza y el trazo– que regresa, que se inscribe y se ofrece: duradero: tiempo: forma: cadencia, desvelado, en su tramo de tiempo, su materia anegada de fruto, del futuro de un temblor que se da: como mortal.


5.- Olvido García Valdés:

El cinturón de álamos es oloroso bajo los manantiales de marzo y en los vertederos se insinúan flores lívidas junto a la fermentación de las hogueras subterráneas. Son las flores cándidas y venenosas de los extrarradios y su fertilidad conduce a la infancia, a una población de establos en el camino de Trobajo, donde existía un vértigo azul presidido por el milano y animales muertos entre las sendas y las viñas. Eran los días grandes. Para siempre, la ciudad fue fundada en la claridad del miedo.

– Lápidas (1977-1986)

Palabras para Gamoneda

Un poema es un lugar raro. De la mayor fijeza –lápida– y, al tiempo, de una extraña movilidad –conducto, vértigo–. Exacto y veloz, nos afecta de un modo difícil de aprehender. Cómo funciona eso que nos afecta. Cómo se propaga cierto reverberar, cómo encarna en sucesivas membranas la resonancia de una inflamación. Este poema enuncia cuatro oraciones. La primera describe un paisaje diseccionado en planos a diferentes alturas: manantiales, cinturón de álamos, florecillas, fermentación subterránea; el presente es marzo. La segunda abre una vía temporal –conducto– entre ese presente y un pasado remoto –infancia– que a su vez acarrea otro paisaje: senderos, viñas, animales muertos; traza en ese paisaje la vertical aérea, alas de milano en el cielo. La oración tercera dilata el tiempo: eran los días grandes. La cuarta propone el sentido de ese trayecto trasladando su objeto –objeto de la memoria– a una validez intemporal.
Suelen las lápidas acoger fechas y signos inscritos para que perduren: «mi tiempo es otro tiempo». Casi imperceptibles brotan flores; son cándidas, son lívidas, venenosas. La poesía moderna inició su andadura en la sensibilidad de esta adjetivación enfermiza. Su pregnancia, aquí, es contigua de una temperatura natural –el frescor de marzo, el agua de los manantiales y la corteza de los álamos–. Esa vista olorosa. Un mundo de extrarradio, hay vertederos, una poética del ejido que atraviesa una y otra vez la frontera, los límites entre naturaleza y comunidad. Acá y allá; arriba y abajo, también: del subterráneo reino de Perséfone a la claridad de los días crecidos. Como por oleadas, desde el presente –«es», «son»– y merced a un calor del subsuelo, atravesamos el mantillo de la memoria individual para alcanzar coordenadas de una memoria colectiva –«eran», «para siempre, la ciudad fue fundada»–. Fermento, fertilidad: inflamación de las mucosas, algo ominoso que se cierne, sustancias inflamables –alcoholes, gases, putrefacción–; hogueras subterráneas, flamma. Y demorarse en la contemplación de la cosa perdida –fertilidad de lo muerto, memoria y conmemoración. Tal vez la mítica apropiación de Prometeo, el robo del fuego fundador, fue sólo signo de la aparición de un nuevo sentido, de la escucha de un ritmo, de una fricción; y es sabido que en ciertas lenguas semíticas, en sánscrito, en escandinavo y en turco-tártaro la dignidad de la posesión del fuego está unida a la posesión de las canciones. Un fuego, como una fiebre, late en las imágenes –aquello, aquí–, prende en ellas –amenaza, dolor, muerte–, arde el amor en hogueras subterráneas; un pasado se inflama: la ciudad fue fundada: la claridad del miedo.


6.- Marifé Santiago Bolaños:

Éste es el único día digno de ser vivido ya que todos los otros días fueron días de negación.
Los sacerdotes hicieron negación y los comerciantes y los hombres de honor hicieron negación;
y hubo negación en los niños y en los que resistían la tortura por causas justas y en los que estaban poseídos por la amistad;
y los muslos que yo conocí con mi lengua se cerraron y los pezones que estuvieron en mis labios se endurecieron como sílice.
Hubo un tiempo habitado por madres y por iluminaciones
pero después sucedieron días en que los cuerpos se buscaban
y cada cuerpo acudía con su fuerza y entonces hubo delación y algunos murieron y otros retrocedieron hasta sus madres
y las madres estaban ciegas en sus vientres
y no existía lugar en aquel país
y cada hombre lloró en esta enseñanza y abandonó la ciudad y no se supo de él durante mucho tiempo.

–Descripción de la mentira (1975-1976)

Palabras para Gamoneda

En el decir de Hesíodo, cuando los dioses mienten al hablarse entre ellos pierden la inmortalidad. Desde la perspectiva de lo humano, nada que temer salvo que haya un deseo enfermizo de «ser dioses». Cuando Gamoneda insta a una «descripción de la mentira» está reclamando una mirada directa sobre la historia y sobre la naturaleza humana que escribe la historia; una naturaleza simuladora en sí misma que, a veces, es dominada por el ejercicio de un poder que quiere «hacerse proceder» de la divinidad en todas sus facetas –de la tradición al miedo, del miedo al fanatismo–, negando que la verdad sea una convención. Porque sólo hay, en puridad, mentira si hay intención de engaño, como en la gran mentira social que quiere pasar por verdad absoluta impidiendo el sueño creador de un destino electo, pactado en libertad y escrito con la imaginación hacia el futuro a partir de la experiencia del logro y del error que la memoria custodia. Esa memoria que, así entendida, permite fidelidad a uno mismo, sin renunciar al sentimiento propio en beneficio de una supuesta trascendencia o realidad objetiva, que se demuestra, por pura definición, falsa.
El poeta se enfrenta a la mentira describiéndola, tarea sólo posible, por extraño que pueda parecerle a una lógica menor y reduccionista, en la «materia mentirosa» que es el hacer poético. Éste, como aletheia, expresa entonces el máximo compromiso con la libertad, la no renuncia al cuerpo que sufre pero también goza, la no renuncia al sueño que supera el aquí y el ahora, humana eternidad expresada en el Arte. La no renuncia a la posibilidad «social» de un mundo concebido según un «orden musical».
Porque es poeta sólo y porque serlo lo convierte en ciudadano poeta, su voluntad acepta el reto de la historia engañosa y se compromete, mediante la palabra poética, a desvelar la «realidad» describiendo la mentira que ha pretendido, capciosamente, ocultarla. Hablamos de una situación histórica específica, la de la España de la Guerra Civil y la del torturador ejercicio de olvido que quiso imponerse en la Posguerra; pero, también, del compromiso del poeta consigo mismo: como en el dilema al que Antígona, en el mito griego, se enfrenta, la palabra poética explicita el dilema absoluto del vivir humano en el que la ley del sentimiento y la ley de la razón no siempre discurren por el mismo sendero, porque la vida humana jamás es una línea recta, sino la sinuosidad expresada en ese conocimiento más allá de las clasificaciones que parte del sentimiento, de la corporeidad, nunca de la racionalidad fría con pretensiones de sistematización y absolutos. Y ahí, sin duda, «los poetas fueron los primeros legisladores».


7.- Juan Carlos Mestre:

Mi amistad está sobre ti como una madre sobre su pequeño que sueña con cuchillos.

–Descripción de la mentira (1975-1976)


Palabras para Gamoneda

Yo tenía catorce años, la edad en que un muchacho abandona la belleza sin placer de la esperanza para entrar en la ruina donde el porvenir de los lenguajes mantienen inmaculada y pura la sonrisa de los sueños muertos. Un cuchillo es algo tan real como un pañuelo. Un pañuelo es algo tan subjetivo como la salud del bien de una madre. Estas cosas están en el corazón simbólico de mi infancia como una conducta relacionada con lo indecible, el deseo de nombrar las primeras formas de la verdad, el encargo de traducir a armonía la subversión del pensamiento que se resiste a hacerse costumbre.
No importa lo indefinible, será suficiente el radical descentramiento de lo que supone intuir su ruptura con la lógica del saber, no la fuerza de lo que es, sino una ética de la repulsa que ajena al arte de representar aspira a ser como debería ser el universo significante de la dignidad humana: la amistad de la poesía como una madre sobre su pequeño que sueña con cuchillos. Yo no tenía un cuchillo, pero había soñado con cuchillos. Tenía, sí, una pequeña navaja con la que abría las granadas de un nogal que crecía en medio de un río que no pasaba por mi pueblo; ese tipo de cosas con las que solo se obsesiona el ángel que no tiene ojos o un muchacho amigo de un suicida.
Yo seguía por aquel entonces la sombra de alguien que no vive en la vida, se llamaba Gilberto Ursinos y era amigo de Antonio Gamoneda, que pensaba doradamente en la luz mirando el mundo en El Bierzo. Poco significan estas cosas más allá del filo de un cuchillo, pero la utilidad de su sentido permanece inmóvil en la conciencia como una de las bellas formas de la redención: aquella de la que aun sin saber nombrarla heredamos misericordia, la íntima piedad de unas palabras que dieron aldea moral a los invisibles, compañía a los indescifrables desaparecidos, mediación de bondad ante el dolor absoluto de la intemperie humana. No existe mayor amistad que la de personificar en el propio destino la alianza que nos vincula con la desgracia de otro, la memoria de las huellas del bien como una madre sobre su pequeño que sueña con cuchillos.


8.- Julián Jiménez Heffernan:

Hay caminos de amargura
de mi boca a tus mejillas.
La desnudez de tus pechos
pone en mi mano ceniza.
Acaso entre tu mirada
y mi voz los muertos vibran.

–Primeros poemas. La tierra y los labios (1947-1953)


Palabras para Gamoneda

En 1922 Heidegger enunció una sospecha que acabaría inundando los catecismos del existencialismo: «El hecho de tener ante sí la inminencia de la muerte […] es un elemento constitutivo de la estructura ontológica de la facticiad […]. La muerte, entendida de este manera, ofrece a la vida una perspectiva…» (Informe Natorp) En El cuerpo de los símbolos Gamoneda escribe: «La poesía existe porque existe la muerte, y lo sabemos»; «la poesía es el arte de la memoria en perspectiva de la muerte». El poeta pondera el desafío: no sólo ya escribir desde el miedo, sino «construir un objeto de arte con el miedo a la muerte». Este breve poema de 1948 escenifica con creces estos supuestos. Entre el cuerpo del amante y el de la amada hay un espesor impenetrable, de amarguras y cenizas, una vibración de muertos, que obstruye el encuentro erótico. O quizás no. Quizás, como sucede ya en el modernismo superrealista, la muerte y sus señales sirvan para intensificar el episodio amoroso, para darle «perspectiva». La muerte, pues, como meta y retardante ocultos de la lírica, como en la canción: «Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña». Pero los modernistas, plenos de pathos gótico, resituaron dicha muerte en el escaparate. En sus veinte poemas Neruda colocó el schopenhaueriano «dolor infinito» a los pies de la cama, para no perderlo de vista. Un dolor tatuado en «tus ojos de luto». De ahí a la ceniza proemial de Residencia en la tierra, escrita por un muerto anticipado que espía «el luto de las viudas» y el «luto de viudo furioso». Surge un patrón recurrente, la sensación de que la muerte bulle desde abajo, reclamando dominio: «bajo mi balcón esos muertos terribles», «de bodega con muertos», «palabras como niños ahogados», «pisando una tierra removida de sepulcros un tanto frescos». En el poema «Sólo la muerte» esta figura se vuelve siniestra. Ahora es la cama, templo de eros, la que cobija a los muertos: «La muerte está en los catres: / en los colchones lentos, en las frazadas negras / vive tendida, y de repente sopla: / sopla un sonido oscuro que hincha sábanas». Pocos años después, Lorca escribió una cosa similar: «Tu vientre es una lucha de raíces, / tus labios son un alba sin contorno. / Bajo las rosas tibias de la cama / los muertos gimen esperando turno» («Casida de la mujer tendida»).
Ésa es la vibración de muertos que se interpone entre la mirada de su amada y la voz de Gamoneda. El amor se vuelve más intenso en perspectiva de su límite, tropezando con su anágke, la determinación sepulcral de un principio de realidad que es ya Totlust, pulsión de muerte. Y es que sólo bajo el lecho de la muerte se contempla el rostro cierto de la amada: «Why I descend into this bed of death / is partly to behold my lady’s face» (Romeo and Juliet, 5, 3, 28-29). ¿Retardante artificial de principiante? ¿Fetichismo funeral barroco? Creo que era Resines quien, en Ópera Prima, aconsejaba a Ladoire que pensase en la muerte al hacer el amor, para así retardar la llegada y efectos del orgasmo. Pues eso.



9.- Miguel Casado:

Hay una astilla de luz en la apariencia de la eternidad, hemos lamido, casi amándolas, membranas invisibles,
no hay más que invierno en las ramas inmóviles, y todos los signos están vacíos.
Estamos solos entre dos negaciones como huesos abandonados a los perros que nunca llegarán.
Va a entrar el día en la habitación calcinada. Ha sido inútil la sutura negra.
Queda un placer: ardemos
en palabras incomprensibles.

–Arden las pérdidas, Viene el olvido (1993-2003)

Palabras para Gamoneda

Una serie de enunciaciones secas se suceden, en tiempo presente, sin nexos entre ellas, pura yuxtaposición. La voz gradúa, sin embargo, su tempo: las agrupa, las dispersa, aísla o empareja, enfatiza al final mediante el verso y el espacio en blanco; toma la voz la iniciativa, como si dibujara una partitura para leer; lo estático en ella parece móvil.
Enunciaciones que se presentan al margen del espacio, se integran en un monólogo interior, como emergencias aisladas de un proceso que no se relata. No pertenecen a un espacio determinado, porque no aceptan límites, no se deslindan: lamen lo invisible, aunque lo que sólo es apariencia tiene una esquirla de madera encendida. Sensoriales y abstractas, reales y simbólicas, su existencia sólo cabe en la voz; voz seca, dueña de una música que surge con ella.
Ciertos elementos resultan conocidos, traen su eco, oídos (¿vistos?) ya otras veces: la sutura negra que se declaró inútil; la habitación que fue obstinada, y las avefrías que volaron de un poema dejando sólo al invierno en las ramas inmóviles. Sin embargo, aquellos días, cualesquiera días anteriores, eran atravesados por los símbolos, y en éstos de ahora, días o voces, «todos los signos están vacíos».
Todo ha quedado mudo como si las palabras hubieran dejado de significar. Habitación calcinada: después de la intensidad en que ardió, ha quedado reducida a ceniza. El escritor encuentra la vejez como silencio de los símbolos, los que siempre le hablaban, hablaban en él; no es el silencio preñado de significación de los místicos («Quid pax, silentium immobilitas in Deo», escribía Ficino), sino la aridez de que algunos de ellos también dieron cuenta; pero, si a veces esa sequedad era umbral, otras, como aquí también, se hallaba al término. El paisaje de Gamoneda desde Descripción de la mentira es un paisaje final, postemporal; en este poema, si cabe decirlo, lo es aún más, al margen ya de medidas y retracciones.
Final, postemporal: el diccionario hace imposible esta lógica y en tal imposibilidad convendría detenerse: «Estamos solos entre dos negaciones como huesos abandonados a los perros que nunca llegarán». La muerte es previa, dada de antemano (una infancia criada en el olor de la muerte), y es también espera; y eso basta para transformar la vida, que se nombra como mero paréntesis, en gesto afirmativo.
Lo extraño de esta afirmación es el sujeto: hacía tiempo que no se leía nosotros en los poemas de Gamoneda. La imagen de los huesos y de los perros subraya la carencia, y acaba refiriéndola a la falta de sentido: la vida habría de ser algo que alguien recogiera, de lo que alguien sacara partido, aunque fuera lo más descarnado y seco, el residuo, el resto, los restos por excelencia. Y nadie lo recoge: «ardemos en palabras incomprensibles». Lo calcinado arde en la imposibilidad (igual que lo postemporal se sucede absurdamente a sí mismo), y el poema se sitúa fuera del sentido, se afirma en su discurrir al margen de la vida muda, sin restañarla ni suturarla, compartiendo con ella su falta de respuestas. Como se lee en otro poema de Arden las pérdidas: «Así las cosas, / la locura es perfecta». «La palabra sobreviviente –escribía Lyotard– implica que una entidad que ha muerto o que debería haber muerto, aún está viva». Esa extraña vuelta de tuerca. ¿Es ahí donde arraiga el placer?

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