Aquí dejo una señal de mis naufragios y mis tormentos: los enormes esfuerzos que hice por borrar el camino trazado por tu saliva, un montón de huesos insepultos y la ceniza mordiéndome la sangre. Esto que escribo es una hora de profecías esparcidas en el camino, o un intento de ponerle flores a unos pies ensangrentados.
A partir de hoy no esperen nada más de mí.
de: Leve Ceniza
martes, 8 de febrero de 2011
Poemas de Antonio Gamoneda:
Descripción de la mentira [1975-1976]
[...]
Las hortensias extendidas en otro tiempo decoran la estancia más
arriba de mi cuerpo.
He sentido el grito de los faisanes acorralados en las ramas de agosto.
Un animal invisible roe las maderas que también están más allá
de mis ojos
y así se aumenta la serenidad y prevalece el olor de la mostaza
que fue derramada por mi madre.
Yo convalezco en sábanas limpias que me preservan de los insectos
y los cristales de mi infancia permiten la imposición de una
luz que les antecede en muchos días desde que existió la
solemnidad y la pureza.
En este espacio me he reunido con tu dulzura, la que traicionaste
delante de mis ojos.
Ahora eres obsequioso y pacífico como el aceite que se reserva
para los agonizantes;
ahora me contienes con tus manos y me descubres todos los gestos
de tu rostro menos los que deben ocultarse:
tantas veces pusiste la boca sobre las heridas, tantas te
desdijiste como una liebre tenebrosa...
Asediado por un azufre que no podías soportar en los alimentos,
¡tantas me recibiste en tu mirada y me participaste una escritura
de carmines abrasados, tantas te desplomaste en mi
existencia...! Fue una época damnificada.
Tú invocabas al chamariz y hacías que los árboles se inclinasen
sobre nosotros en tardes inmóviles mientras la policía
escribía nuestros nombres.
Otros días cantabas poseído por el alcohol y lo que rebosaba era
azul sobre las mesas desgastadas por la lejía.
Una senda de aulagas conducía hasta tu casa donde siempre era
invierno. ¡Ah cómo sentía tus dientes y cuanto tiempo te
escuchaba, cómo esperaba tu desaparición amándote!
No me dejaste otra señal que tu rostro celebrado por el llanto
de las mujeres.
A tu belleza se inclinaba la serenidad, viuda tuya desde hace
mucho tiempo, viuda desposeída de tus sábanas.
Esto fue cuando, atraído por el acónito, penetraste en sus cámaras;
esto fue cuando comenzó el silencio.
Tú distribuías la nostalgia de cuanto es honorable y concertado
con la pulsación de los pueblos.
No quisiste ser alabado por ello sino por el horror, tu
ciudadanía en aquel tiempo.
La ceniza de tus uñas se refugiaba en las escrituras y en
aquellos templos cuyas maderas están señaladas a cuchillo y
con la grasa de los animales torturados.
Tú, más veraz que yo porque me excedías en vigilancia,
me conducías a los lugares en que es posible saborear el
cardenillo y el acero.
Durante un instante me visitó un crepúsculo cuya profundidad no me pertenece.
Regresé. Regresé hasta donde los padres son cautos y perseguidos
en sus huesos, pero no es éste el armisticio que yo compré sobreviviéndote.
Repito que ahora eres obsequioso y que me acompañas al espacio en que las hortensias son persistentes.
Más allá, en los desvanes, siento un bramido de palomas: es un
país nupcial. ¿Conoces tú la virtud de las palomas en sus excrementos?
En aquél y en éste te recibo y sólo así, mirándome en tu rostro,
el que se manifiesta a través de una membrana incorruptible,
no en el furor que predicaban tus dientes aunque me amases dentro de mi madre.
En aquél y en éste te recibo y mi deseo es alimentarme con tu
bondad, pero también con los aromas que te sobreviven.
Siéntate en medio de las ruinas, siéntate con dulzura en el medio
o al borde de las ruinas.
Son nuestra única propiedad y yo comienzo a distinguir algunas
semillas y láudano y ciertos coágulos obedientes al ejercicio de la luz.
De esta pasión, de los proverbios posteriores a tu vértigo, del
animal que llora y su piedad está sobre nosotros,
tú deducirías lacre y lo pondrías en mis ojos, o quizá limaduras
de níquel y otras materias aborrecibles.
Sin embargo tú amabas la suntuosidad de las banderas en el azul,
encima de las bodegas.
¿Sabes qué es el olvido? ¿Qué has encontrado tú en la reserva del olvido?
Todas las enseñanzas se extinguieron como carburo en el fondo de
galerías inacabadas;
todas las enseñanzas menos la palpitación del bosque y algunas
huellas sobre mi carne.
El río desciende aún y yo no siento ahora sino el olor del agua.
Tus hijos y mis hijas se sumergen en el río y los que no
olvidaron no se acercan nunca porque serían recibidos y
quizá entrasen en nuestros cuerpos y morirían.
¿Has pensado en la paciencia, has pensado en la paciencia
semejante a ónice, en la paciencia excavando tumbas en el
sonido, abandonando telas inicuas a los vientos que
llegarán, que llegarán como cada vez después de las
expulsiones?
La ciudad no está limpia, pero en los ejidos hay irritación y el
cornezuelo y el centeno cohabitan y crece un alimento que
será comido por nuestros hijos.
Yo no tengo esperanza sino una pasión cuyo nombre tú no vas a
decirme.
Yo no tengo esperanza sino una pasión cuyo nombre no va a tocar tus labios.
He cruzado mi infancia y países de morfina y largos bosques en
los que descansé y grandes alas pasaron sobre mis ojos.
En los lugares a los que yo acudo al atardecer hay frutos muy
espesos de los que hago recolección y mis dedos son
abrasados por las luciérnagas, pero yo hago recolección y
me demoro en acudir a otros lugares, a las alcobas donde mi
madre envejece más allá de mi vejez.
Y las palabras, fiebre bajo las tégulas, grumos retrocediendo,
hieles que enloquecían bajo el disfraz del sueño,
¿qué son, qué hacen en mí cuando se ha extinguido la verdad?
De la verdad no ha quedado más que una fetidez de notarios,
una liendre lasciva, lágrima, orinales
y la liturgia de la traición.
Las hortensias extendidas en otro tiempo decoran la estancia más
arriba de mi cuerpo.
¿Qué lugar es éste, qué lugar es éste? ¿Cómo estás aún en mi corazón?
[...]
Lápidas [1977-1986] (1986) I
Tras asistir a la ejecución de las alondras has
descendido aún hasta encontrar tu rostro dividido
entre el agua y la profundidad.
Te has inclinado sobre tu propia belleza y con tus dedos
ágiles acaricias la piel de la mentira:
ah tempestad de oro en tus oídos, mástiles en tu alma,
profecías...
Mas las hormigas se dirigen hacia tus llagas y allí
procrean sin descanso
y hay azufre en las tazas donde debiera hervir la
misericordia.
Es esbelta la sombra, es hermoso el abismo:
ten cuidado, hijo mío, con ciertas alas que rozan tu corazón.
Oigo hervir el acero. La exactitud es el vértigo.
Ah libertad inmóvil, ejecución del día en la materia nocturna.
Es tu madre el clamor, pero tus manos abren los párpados
del abismo.
De resistencias invisibles surge un rumor de límites:
ah exactitud de mar, exactitud sin nombre.
II
Un silencio de hormigas, un frenesí de esparto. Ah
corazón clamando ante los almacenes. Ya no hay sábados;
bajas a las iglesias, a los departamentos de la muerte y
ves la luz de la infelicidad; yaces y las serpientes
pasan sobre las murias derruidas.
Veo la juventud ciega en los atrios, la grasa negra de
las negaciones. Fulge tu lengua entre sarmientos, tu
palabra sobre los mástiles. Mas la pureza no se extiende,
no diluye en las aguas el acero, no deshabita las
comisarías. Ah corazón clamando por una tierra sin
olvido, por un país donde los pájaros se suicidan al
amanecer (como aquel camarada entre la pobreza y el
relámpago), viejo tenaz ante las rastrojeras, viejo que
aún lloras sobre llagas fértiles: dame tu látigo y tus
lágrimas, no me abandones todavía.
Agonizabas sobre los espejos y no arrancaste de tu
rostro el rostro de tu madre. No te pierdas aún,
préstame algo, dame tu incendio, tu piedad estéril, tus
zapatos, tus hernias, tus alondras, el huracán de tu
melancolía y el gran aviso de tu dedo negro, para que
no muera más de mala muerte la criatura del dolor:
España.
III
Aquel aire entre el resplandor y la muerte se hace
sustancia que no alcanzan a borrar los días y los
vientos. El contenido de la edad son estos lienzos
transparentes.
Signos exactos e incomprensibles. Están en mí con el
valor de una llaga; algunas cifras arden en mis ojos.
Eran días atravesados por los símbolos. Tuve un
cordero negro. He olvidado su mirada y su nombre.
Al confluir cerca de mi casa, las sebes definían sendas
que, entrecruzándose sin conducir a ninguna parte,
cerraban minúsculos praderíos a los que yo acudía con
mi cordero. Jugaba a extraviarme en el pequeño
laberinto, pero sólo hasta que el silencio hacía brotar
el temor como una gusanera dentro de mi vientre.
Sucedía una y otra vez; yo sabía que el miedo iba a
entrar en mí, pero yo iba a las praderas.
Finalmente, el cordero fue enviado a la carnicería, y yo
aprendí que quienes me amaban también podían decidir
sobre la administración de la muerte.
En la calle que sube hacia la catedral, bajo rúbricas y
veneras modernistas, bajo otras bóvedas invisibles
creadas cada mañana por la voz otoñal de Pedro el Ciego,
acontecían maravillas frágiles y encarnadas en las manos
del vendedor de serpentinas y flautas de cañabrava:
sobrevenían don Nicanor y su sonido a infancia; cerca,
sobre la opacidad del hambre civil, el olor de las
almendras calientes, y, más arriba, el abanico de
peines, las estilográficas de las que fluye el líquido
de los sueños.
Pedro descansa en la profundidad del otoño y su rostro
se enciende en ramos de sol. La luz baja a su corazón y
allí permanece desleída en aceites y sombras, en aguas
purificadas por recuerdos.
Suavidad de los días, paz del mundo en el corazón de
Pedro: pasan las portadoras de hortalizas, pasan los
sacerdotes en sus túnicas, y Pedro canta ronca y
dulcemente la construcción de las obras públicas, las
profecías traicionadas, la graduación de los muertos.
Canta bajo las ménsulas y en los soportales. Son
noticias de invierno.
Álamos. El fulgor excede y las distancia son
traspasadas por gritos vecinales. Los rebaños
desprendidos de la mesta cardan ácidas hierbas bajo un
friso de azufre. Oigo las campanas de Villabalter como
mastines electrizados por la inminencia.
La osamenta furiosa se abatió sobre los malecones y
los huertos. El otoño se alhajaba fosforescente y aquel
rebaño tuvo miedo bajo las bóvedas de plomo.
La ciudad mira el sílice de las montañas como una
gárgola inmóvil ante los círculos de la eternidad y se
rodea de colinas cárdenas en las que el tomillo es
abrasado por el invierno.
Siento la espesura fluvial; se manifiesta en sílabas
lentísimas. Aún las palomas se pronuncian clamorosas y
los ancianos descansan en la cercanía de las acacias
coronadas de temblor. Hablan y acrecientan la
serenidad de la tarde. A veces, sonríen con un golpe
de sol en el rostro y se encienden bajo los
encanecidos cabellos. Sus ojos se entrecierran y
apenas es visible un filamento de acero y lágrimas.
La vejez es blanca.
Un anciano tiene el hombro abatido y dispar; el otro
ofrece al sol unas manos grandes cuya piel transparenta
largas venas. Hablan con la imprecisión temblorosa de
quien es más débil que sus recuerdos; restablecen una
paz y un espacio: las eras de la ciudad, los labradores
de Renueva, el espesor de los curtientes, la sombra
roja de las herrerías.
IV
Aquellos cálices
¿Quién habla aún al corazón abrasado cuando la cobardía
ha puesto nombre a todas las cosas?
Silba el adverbio del pasado. El cobre silba en huesos
juveniles, pero es el día del invierno. Alguien
prepara grandes sábanas
y restablece la oquedad. Sólo hay sustancia en ti,
sustancia azul de desaparecidos.
Aquellos gritos. Y las banderas sobre nosotros.
Ah las banderas. Y los balcones incesantes: hierros
entre la luz, hierros más altos que la melancolía,
nuestro alimento.
Cae
la máscara de Dios: no había rostro.
¿Quién habla aún al corazón amarillo?
Soy el que ya comienza a no existir
y el que solloza todavía.
Es horrible ser dos inútilmente.
Edad, edad, tus venenosos líquidos.
Edad, edad, tus animales blancos.
Libro del frío (1992)
1
Geórgicas
Tengo frío junto a los manantiales. He subido hasta cansar mi corazón.
Hay yerba negra en las laderas y azucenas cárdenas entre sombras,
pero, ¿qué hago yo delante del abismo?
Bajo las águilas silenciosas, la inmensidad carece de significado.
Un bosque se abre en la memoria y el olor a resina es útil al corazón.
Vi las esferas del sudor y los insectos en la dulzura;
luego, el crepúsculo en sus ojos;
después, el cardo hirviendo ante el centeno y la fatiga de los
pájaros perseguidos por la luz.
2
El vigilante de la nieve
Vigilaba la serenidad adherida a las sombras, los círculos donde se
depositan flores abrasadas, la inclinación de los sarmientos.
Algunas tardes, su mano incomprensible nos conducía al lugar sin
nombre, a la melancolía de las herramientas abandonadas.
Cada mañana ponía en los arroyos acero y lágrimas y adiestraba a los
pájaros en la canción de la ira: el arroyo claro para la hija
dulcemente imbécil; el agua azul para la mujer sin esperanza, la que
olía a vértigo y a luz, sola en el albañal entre banderas blancas,
fría bajo la sarga y los párpados ya amarillos de amor.
Era incesante en la pasión vacía. Los perros olfateaban su pureza y
sus manos heridas por los ácidos. En el amanecer, oculto entre las
sebes blancas, agonizaba ante las carreteras, veía entrar las sombras
en la nieve, hervir la niebla en la ciudad profunda.
3
Aún
Recuerdo el frío del amanecer, los círculos de los insectos sobre las
tazas inmóviles, la posibilidad de un abismo lleno de luz bajo las
ventanas abiertas para la ventilación de la enfermedad, el olor triste
de la sosa cáustica.
Pájaros. Atraviesan lluvias y países en el error de los imanes y los
vientos, pájaros que volaban entre la ira y la luz.
Vuelven incomprensibles bajo leyes de vértigo y olvido.
No tengo miedo ni esperanza. Desde un hotel exterior al destino, veo
una playa negra y, lejanos, los grandes párpados de una ciudad cuyo
dolor no me concierne.
Vengo del metileno y el amor; tuve frío bajo los tubos de la muerte.
Ahora contemplo el mar. No tengo miedo ni esperanza.
Eres sabio y cobarde, estás herido en las mujeres húmedas, tu
pensamiento es sólo recuerdo de la ira.
Ves la rosas temibles.
Ah caminante, ah confusión de párpados.
Hay una hierba cuyo nombre no se sabe; así ha sido mi vida.
Vuelvo a casa atravesando el invierno: olvido y luz sobre las ropas
húmedas. Los espejos están vacíos y en los platos ciega la soledad.
Ah la pureza de los cuchillos abandonados.
Amé todas las pérdidas.
Aún retumba el ruiseñor en el jardín invisible.
4
Pavana impura
La inexistencia es hueca como las máscaras y su visión es lívida,
pero tú oyes el grito de las madres del agua y acaricias los ojos que
vieron la inexistencia.
Llegan los animales del silencio, pero debajo de tu piel arde la
amapola amarilla, la flor del mar ante los muros calcinados por el
viento y el llanto.
Es la impureza y la piedad, el alimento de los cuerpos abandonados
por la esperanza.
5
Sábado
Mi rostro hierve en las manos del escultor ciego.
En la pureza de los patios inmóviles él piensa dulcemente en los
suicidas; está creando la vejez:
ayer y hoy son ya el mismo día en mi corazón.
6
Frío de límites
Huyen heridas por el amanecer, laten sobre las aguas y su blancura se
abre en ti: avefrías.
Viajan de lo visible a lo invisible. Ya
sólo hay invierno en las ramas inmóviles.
¿Es la luz esta sustancia que atraviesan los pájaros?
En el temblor del sílice se depositan cuarzo y espinas pulimentadas
por el vértigo. Sientes
el gemido del mar. Después,
frío de límites.
7
Amé las desapariciones y ahora el último rostro ha salido de mí.
He atravesado las cortinas blancas:
ya sólo hay luz dentro de mis ojos.
Mortal 1936 (1994)
Hierven bajo las túnicas de la ira;
hierven los números y los ácidos
depositados en su espíritu.
Veo el mercurio en las pupilas, líquidos
negros, la fertilidad
de los cuchillos y las sombras; veo
los agujeros y los párpados.
Siento la herida musical, el llanto
multiplicado por el viento, el sol
en la pared de los agonizantes.
Ésta es la soledad de mil cabezas,
la gárgola que aúlla, la gallina
desesperada.
Al fin, surten las fuentes
sangre, vértigo, luz, acero, lágrimas.
El miedo entra en la blancura; aún
sus alas hienden la serenidad
y disciernen la sal y la ceniza.
Lívidas hélices y, en el espesor,
lentitud de los pájaros, augurios
en las venas azules de las aguas.
Ah pétalos temibles, semejantes
a las escamas puras de la cólera.
Ah pena corporal, amor herido,
animal de la luz, pueblo abrasado.
Salen los cuerpos del abismo, ascienden
como azufre solar; su resplandor
atraviesa las aguas.
Hay profecías incesantes. Ved
la transparencia de los signos
y las palomas torturadas.
Éste es el día en que los caballos aprendieron a llorar,
el día horrible y natural de España.
El animal de sombra
enloquece en las pértigas del alba.
Arden las pérdidas (2003)
Viene el olvido
La luz hierve debajo de mis párpados.
De un ruiseñor absorto en la ceniza, de sus negras entrañas musicales,
surge una tempestad. Desciende el llanto a las antiguas celdas,
advierto látigos vivientes
y la mirada inmóvil de las bestias, su aguja fría en mi corazón.
Todo es presagio. La luz es médula de sombra: van a morir los insectos
en las bujías del amanecer. Así
arden en mí los significados.
He tirado al abismo el hueso de la misericordia; no es necesario
cuando el dolor es parte de la serenidad, pero la lucidez trabaja
en mí como un alcohol enloquecido.
Sé que las uñas crecen en la muerte. No
baja nadie al corazón. Nos despojamos de nosotros mismos al expulsar
la falsedad, nos desollamos y
no viene nadie. No
hay sombras ni agonía. Bien:
no haya más que luz. Así es
la última ebriedad: partes iguales
de vértigo y olvido.
Palomas. Atraviesan la inexistencia.
Hay huellas de pastor frente al abismo. Cóncavas.
Todo se explica en la imposibilidad.
Hay úlceras en la pureza, vamos
de lo visible a lo invisible.
En este error descansa nuestro corazón.
He atravesado las creencias. Durante mucho tiempo
nevó sin esperanza.
Había madres que enloquecían al amanecer: oigo sus gritos amarillos.
Aún nieva. Creo en la desaparición.
Creo en la ira.
Ira
¿Quién viene
dando gritos, anuncia
aquel verano, enciende
lámparas negras, silba
en la pureza azul de los cuchillos?
Gritan ante los muros calcinados.
Ven el perfil de los cuchillos, ven
el círculo del sol, la cirugía
del animal lleno de sombra.
Silban
en las fístulas blancas.
Vi
cuerpos al borde de
las acequias frías.
Amortajados
en la luz.
Más allá de la sombra
Veo la sombra en la sustancia roja del crepúsculo.
Cierro los ojos y
arden los límites.
Puse agua y cinabrio en mi corazón y en mis venas
y vi la muerte más allá de la púrpura.
Ahora mis ojos ven en el pasado: grandes flores inmóviles, madres
atormentadas en sus hijos, líquenes fertilizados por la tristeza.
Quizá el silencio dura más allá de sí mismo y la existencia es sólo
un grito negro, un alarido ante la eternidad.
El error pesa en nuestros párpados.
Claridad sin descanso
Quizá me sucedo en mí mismo. No sé quién pero alguien ha muerto en mí. También ayer olía la desaparición y estaba amenazado por la luz, pero hoy es otro el cuchillo delante de mis ojos.
No quiero ser mi propio extraño, estoy entorpecido por las visiones.
Es difícil
poner luz todos los días en las venas y trabajar en la retracción
de rostros desconocidos hasta que se convierten en rostros amados
y después llorar porque voy a abandonarlos o porque ellos van a
abandonarme.
Qué estupidez tener miedo al borde de la falsedad, qué cansancio
abandonar la inexistencia y
morir después todos los días.
Sobre la calcificación de las semillas, ante las flores abrasadas,
en la desaparición del pensamiento,
tejen la yerba manos invisibles. Temo su pureza. Veo
lana sangrienta y, en los alimentos, grasa mortal, cánulas negras y,
bajo ramas inmóviles, cuerdas y sombras y preservativos.
¿Soy yo quien mira con mis ojos?
Arden los huesos, oigo la fermentación del rocío: alguien llora bajo
los árboles torturados. Veo las llagas de la luz, altos patíbulos
y serpientes y aceites industriales bajo los lóbulos de las amapolas.
¿Estoy yo en mí y peso sobre la tierra? Es extraño.
En cualquier caso, tengo miedo: los insectos vienen a mi corazón.
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