domingo, 17 de octubre de 2010

El silencio iluminado en la poesía de Simón Rodríguez

por: darwin bedoya

En 1992, luego de haber publicado «Desatando penas», Pachawaray editores, Simón Rodríguez Cruz (Puno, 1969) fundó un nuevo espacio en la poesía puneña. A partir de entonces se marcaría un antes y un después en el proceso de la poesía puneña. Es decir, con «Desatando penas», su autor, volteó la página donde insistía aquella poesía que estaba carnavalizada y en la que se invertía el orden de lo cotidiano revelando las entrañas de la «lógica paisajística.» Poesía en la que se levantaba la rutina diaria, dejando en evidencia el sinsentido en que se sostenían las jerarquías de las «instituciones poéticas» de aquel entonces. Por ello, pienso que con la aparición de «Desatando penas», tal vez una parte de la nueva poesía puneña empezó a nacer como una rebelión silenciosa de hombres aislados y también silenciosos. «Desatando penas» fue la instauración de un nuevo discurso, este viraje opacó a una especie de canonización baladí; cantares que gozaban de un estereotipo con poéticas inconclusas. Estos cantares concluyeron con el inicio de la poesía de los 90.
A estas alturas del partido, sospecho que Simón Rodríguez tiene un nuevo libro terminado de poesía. Sospecho también que «La rosa dormida»[1], texto publicado en el año 2006, no haya tenido una buena difusión[2], quizá no haya llegado a su autor, el traductor de silencios. Creo que ese arte de traducir silencios, como lo muestra Simón, es asimilar distintas maneras de entender y de actuar frente a la soledad y la desesperanza. Dominar el silencio es comprender la voz de los otros y la de uno mismo. El silencio es vernos todos reflejados en el rostro de todos. La traducción del silencio comunica las diferencias de la realidad. Convierte los intereses de algunos en posible acuerdo universal. En la poesía de Rodríguez se nota con nitidez, cómo el silencio incorpora la originalidad de todas las experiencias en una común experiencia de la humanidad. La traducción del silencio dice que todas las memorias y todos los vacíos y soledades son importantes; que todas las formas de silencio son necesarias. El silencio o el exceso de palabras y de códigos de nuestro tiempo podrían conducir a los hombres a un silencio vacío. En el poema trece de «La rosa dormida» dice: No me encontrarás vacío,/ en mí arde una tibia fogata, una lágrima incontenible, /un atardecer que hiere. /Leerás en mis manos lo que dice tu alma/ y si me olvidas/ el sol me arrojará con furia algunas sombras.
Los poemas de «La rosa dormida» (no la rosa sangrante de Catulo, no la rosa invisible de Milton, no la rosa iluminada de Rilke, no la rosa incansable de W.C. Williams, no la rosa heráldica de Yeats, no la rosa silenciosa de Borges, no la rosa eterna de Martín Adán), esta es la rosa dormida de Rodríguez, una rosa de otra estirpe, lejana y a la vez cercana, constante y andina, primordial, sempiterna pues entendemos que sus poemas son una continuidad de su libro anterior, esta es una prolongación de su proyecto inicial, casi una especie de saga poética. Creo que en su primer poemario, a diferencia de los poetas de su generación, Simón ya había encontrado el cauce de su poesía. Una poesía poblada de imágenes y de un rotundo lirismo donde se conjugan la soledad, el silencio, la ternura y la lucidez: Para ti debo ser sólo un extraño, / apenas un hueso olvidado en la mañana. / El caminante que se pierde en la distancia. / El colmenar desconocido. / El patio oculto de una casa olorosa y lejana. / En fin, el indigente que te mira con los ojos sueltos.
Para Walter Benjamin la imagen más desoladora para la humanidad era la del silencio vacío; esto es: no decir ni escuchar; casi lo mismo que no existir, que no ser o que dejar de ser. Todos le temen al silencio. Porque el silencio es gracia poética, signo embrionario de nuestra poesía, discreción, cuidado, sutileza, pudor, respeto a los oídos de la amada, a los ojos del lector tiene lugar en cualquier poesía que sea dada en llamarse poesía. Todos le temen al silencio. Los poetas también, por supuesto. Nos horroriza su imagen de vacío o de muerte. El silencio es notorio en la poesía de Simón, es un silencio iluminado del cual nace la poesía. En este conjunto de poemas, al igual que en «Desatando penas», el poeta expande un halo lírico, revisita los placeres de la nostalgia y sabe que cualquier día pasado fue mejor. Entre otros temas visitados/presentes, el sujeto poético nos demuestra hasta qué nivel nos daña el paso del tiempo y la soledad, a pesar del silencio. De hecho, cada momento de la vida se queda sólo en la memoria como vago nombre de alguna esperanza efímera. El poeta alude constantemente a esta atmósfera de por sí desoladora: Muero de lo más bien en los cóndores de tu mirada/y en este oscuro grito de ortiga/en que se ha convertido la noche. /Hay erizos de mar y tierra en mis labios/y peces que ríen/a pesar de su indescifrable nostalgia. Al tomar en cuenta esta secuencia temática, podemos postular que el sujeto poético de estos poemas siente la ausencia de escapatoria de una especie de cárcel metafórica. El poema empieza sugiriendo la muerte. Es una poderosa indicación de la futilidad que siente el sujeto poético ante su situación, una posible evocación de la condición humana. Es más, al establecer una relación tan directa entre cuerpo y tierra, el sujeto poético se limita, física y metafóricamente, a lo efímero de la existencia corpórea. Mientras que el cuerpo y la tierra, así, se acercan y se ligan permanentemente, el silencio hiere al ente físico en sus intentos de escaparse. Estas «criaturas», consiguientemente, simbolizan lo vital de la soledad para el poeta, contrastándose por ello con el atrapado sujeto poético en un momento de pura frustración de movimiento, en el cual las oportunidades para la libertad huyen en un fuego infernal. Y sucede la poesía. En corpus general de «La rosa dormida» remite no a una visión ontológica llena de esperanza, sino a una epistemología en la cual la liberación del ser esencial se reemplaza por la represión de la voz que añora ser libre. A pesar de los intentos de ruptura con lo tradicional, el silencio se antepone a la expresión: Algunos desfiguran mi rostro y mi tiempo./Desbaratan mis durmientes./Me echan por los acantilados./Cubren mi cadáver con periódicos amarillos. /Luego, muy tarde, se arrepienten: / ¿Quién pintará ahora las lejanías/con un brochazo de golondrinas púrpuras?
Esta búsqueda de la libertad frente a la represión, la muerte y el silencio se imponen como impedimentos a la expresión del deseo humano y de la felicidad. Rodríguez nos enseña que la melancolía es un factor inherente a la condición humana. Esta es la forma como se expresa el conocido «dictum» de Agamben: [...] «la melancolía no sería tanto reacción regresiva ante la pérdida del objeto de amor, sino la capacidad fantasmática de hacer aparecer como perdido un objeto inapropiable.» Evidentemente que la melancolía ejerce un movimiento de simulación ante una pérdida, esa simulación es búsqueda; se emprende la búsqueda de aquello que es inapropiable, que no ha estado y que sabemos nunca estará, no se trata de cosas, personas, situaciones. Al contrario, se trata del fantasma de las cosas, de las personas, de situaciones. Particularmente el poeta Rodríguez tiende a encontrar espacios donde habitan los fantasmas. Ejerce un llamamiento de la presencia de lo ausente, sin que ello implique que se vuelva presente: Soy real, existo. Camino, me fatigo/y descanso contento bajo la lluvia. /Soy irreal, un sueño. Y hago que los días /entren en ti como los arco iris. Esta es la melancolía. Pero no sólo la melancolía, también el silencio, pues, el silencio no es sólo un tema sino un ejercicio poético —el difícil arte de callar a tiempo—, que Simón Rodríguez considera en toda su poética, no únicamente por la brevedad textual de sus poemas, también por el logro y el manejo de imágenes, rasgo esencial de la tradición poética puneña, y que encuentra en la mesura de Rodríguez, anticipadamente, acaso uno de sus mejores exponente actuales[3]. Creo que el nivel discursivo/textual de Rodríguez podría dialogar fácilmente con la poética de ciertos poemas de Gabriel Apaza, Luis Pacho y Walter Paz, como los más cercanos. En ellos es notoria, por varios momentos, la melancolía como eje funcional del trabajo poético. Sabemos que la vida contemporánea banaliza a la melancolía, dotándola de un sentido pedestre, es verdad. En los esquemas de vida actual el hombre (el poeta) se siente melancólico y arrojado en las tinieblas de la tristeza por razones disociadas de la trascendencia que quizá son hoy las razones de la trascendencia: dinero, trabajo, amor, la carencia de libertad, la inutilidad frente a las cosas, la impotencia de no poder ser Dios… Es por ello que la melancolía es un estatuto de vida llevada al espectáculo, la miseria de todo cuanto se muestra (exhibición obscena) debe producir tristeza, esto lo vemos en la música, el cine, la televisión. La pregunta que se debe hacer es: ¿está ahí la belleza de la melancolía? No, es la respuesta contundente. La melancolía debe entenderse como el espacio de lo inconcluso, que, como sabemos, es el resultado de la arbitrariedad del inicio y del final de algo: La oscuridad duerme profunda en una cama de sol. /Te encuentro en la música de los pasos/en el himno de los gritos, /en los k’eñuales altísimos/donde fuimos férreamente edificados. /Estás en la misma vida y en la misma muerte, /en la luz del corazón que alumbra y trasciende/más allá de mi risa y tus lamentos/y de ese loco afán por callarnos.
En esta poesía, como se puede sentir, la melancolía se produce porque hay algo que falta y eso que falta es el inicio, la ausencia del saber el inicio y también la ausencia del saber del final. Conocer el inicio, saberlo, implicaría entonces, abandonar el espacio de la melancolía. En los versos de Rodríguez hablar del inicio es hablar de aquello que nace del lenguaje y del silencio. Hay que suponer, bajo este contexto, que las palabras son un vehículo, las herramientas primordiales para ir al encuentro del inicio y al olvido temporal de la melancolía. Porque la melancolía no puede desaparecer, nunca, sino que es momentáneamente sustituida por un artificio de creación: la poesía. El acto creador, la creación, enardece la melancolía hasta convertirla en fuego. Pero ese fuego no puede existir, ni producirse mientras la creación hable directamente de la melancolía: decir soy un hombre melancólico es alejarse del inicio, de aquello que debería venir como fuego. Es decir, la melancolía debe recrearse en el lenguaje, en la poesía, debe apoderarse de las formas que le permitan nombrar un mundo que no está, pues sólo ese mundo nos contiene, sólo en ese mundo tenemos la certeza de que ahí iniciamos; el lugar donde vive la poesía: Eres una habitación de tibios adobes donde mis versos viven. /En ti amo las palabras. /En ti la lluvia indispensable,/la tierra que destella en tus manos./Amo el desconcierto de los más pequeños/frente a la novedad de sus propias sombras./Amo los hijos que corretean en tus ojos. /El instante supremo cuando el deseo renace./Amo el beso final, el beso homicida/que nos mata de ternura fulminante. Liricidad y ritmicidad: el silencio y la soledad son constantes en la poética de Rodríguez, imposible es resaltar cada una de las alusiones que existen en su poesía. Sin embargo, la melancolía es más que una imagen poética, es la raíz de toda su poesía, así, podemos decir que toda la poesía de Rodríguez queda poblada de figuras que le dan vida al silencio, espejismos de un estado oscuro, de una condición de ausencia: la noche se bifurca y cede el nacimiento a otros fantasmas. Abismo, sueño, deseo, dolor, vacío, son sólo algunas de las figuras de las que se sirve para crear su mundo: Soy la mañana azul que te llama como un faro. / Huelo a chuño silvestre, /quinua cósmica, choza de relámpago/y pez mineral. Tengo una crónica sonrisa de sicuri./Me amotino contra las tempestades, /descuelgo estrellas agónicas/y desato implacables granizadas. «¿Cómo escribir lo mismo de otro modo?» Sencillamente difícil. Por ello, quizá, el poeta ofrece su silencio como una forma de comunicación más intensa que la palabra vacía, como el reverso de un universo en el que la palabra ha perdido, hasta cierto punto, su sacralidad para intentar reconstruir un mundo en el que la dicha se asiente en lo cotidiano y esté al alcance de cualquier persona: el sol, el silencio, los brotes nuevos de los árboles o la compañía que da sentido a todo: la libertad. Es así como la poesía de Simón Rodríguez va demarcando etapas breves, pues obedecen a un corpus general que empezó en 1992 con su ópera prima. En este punto es necesario recordar que fue Aristóteles quien señalaba a la soledad como un condicionamiento de la melancolía, la idea residía en anteponer los sueños como elementos imprescindibles para conocer lo invisible. Los sueños en el mundo griego, se presentaron como herramientas del mundo nocturno para complementar el mundo diurno. Necesitamos la noche para confrontar el día: el exceso de sol ciega, el exceso de noche ilumina. La melancolía nos pone en un proceso de paradojas casi irresolubles, eso es algo que encontramos en la historia de la melancolía. En el caso de Rodríguez el llamamiento de la soledad ocurre a través de un caudal de alusiones indirectas, siempre ligadas e intrincadas entre sí para soportar la aparición. Hoy, nuestro tiempo contempla la confusión de demasiadas referencias y alusiones, el desvanecimiento de muchas voces que se han vuelto ininteligibles. Pero en este marasmo es que aflora la poesía y los deseos de eternidad: Los minutos ruedan ágilmente/y yo pretendo quedarme en ti/toda la vida./Te ofrezco un canto distinto,/un huracán de palabras/tintineantes.
El tiempo —después también la muerte— convierte, en ciertas partes del libro, en otra a la persona poética. Tal vez el rostro final no es entonces el que la muerte imprime sino aquél que trata de no desaparecer bajo la espesa capa del tiempo. «La rosa dormida» recoge así una voz que, por momentos, no se identifica plenamente ya con ninguna imagen que tenga de sí, por auténtica que sea. En su vaivén percibe la soledad y la libertad como sitios ajenos por lejanos; la compañía, igualmente, se hace misteriosa, desconocida. Pero la distancia no sólo se evidencia con respecto a la voz. También sobre las cosas, la desesperanza, el tiempo ejerce su influencia: [...] Hace falta el tiempo/aún así me acurrucas con afecto en tu pensamiento./Pasas el día quitándome el polvo, /ahuyentando al saurio mal intencionado del olvido. [...] El paso del tiempo, la muerte, el silencio y la soledad son los grandes protagonistas de esta poética, comienza a divagar entre la invitación para complementarse como unificación de motivos y planteamientos artísticos que están soslayados por la soledad, atravesando la conciencia. Rodríguez procura no caer en las trampas hamletianas, pero expone la vacuidad de la confabulación de olvido/memoria y amor al unísono para permitir la soledad más asequible. Resulta un cosmos que permite la continuidad de una vida en la inmensidad del sueño. Empero, la vacuidad de la soledad está sustentada en los aspectos fundamentales de la poesía con ciertos grados líricos de Rodríguez, que no es otra cosa que una lucha sin parar para sobrevivir al olvido/muerte, como elemento que impide la proyección del tiempo a futuro. Pero también vemos, como segundo punto, la incorporación del cuerpo como conjunto que se destroza y se descompone poco a poco: [...] Sobrepasamos los muros del crepúsculo, / transitamos por una misma sangre, / ardemos en un mismo fuego, / las mismas raíces nos envuelven. /Tenemos capacidad de aves para crear madrugadas/ que no nos pertenecen. Y cobramos vida/ únicamente si alguien toca nuestras vísceras. El tiempo no es, al fin, capaz de alejar a quien ha vivido el instante con la intensidad de la propia conciencia de haberlo hecho. El tiempo y la vida están en la fila de espera de esta enumeración, la interiorización de estados atemporales que sólo se sienten en el alma del sujeto poético se definen como el constante acercamiento de la finitud para proyectarse en la fría realización de un sueño, sueño que realmente no llega a ser sueño convenientemente dicho, pero que tampoco pertenece a una realidad. Y la soledad recibe a un cuarto invitado, que es el amor como estructura de posesión de esta poética. En esa lucha que se desarrolla en el interior del hombre-poeta entre lo oscuro que habla a su razón y lo claro que lo hace a su emoción, que lo habita, no son pocos los momentos en los que se impone la unidad de todo. Entonces el poeta se torna un contemplativo que sabe escuchar el nombre verdadero de las (flores) cosas, y todo le dice otra verdad. La poesía, por tanto, le permite a Rodríguez mantener como sombra lo que es pasajero, aquellas realidades cuya permanencia tienen el rostro de lo efímero: [...] Despiertas y se abren las flores que dan hacia los abismos. /Mis ojos, cementerios abandonados,/han olvidado la manera de cerrarse para verte como antes/con esa postura desafiante y asustada/que asumen los auquénidos cuando te sienten cerca. /No percibo tu aroma de guitarra/y camino tras los ríos tras la lluvia ebria. [...]
Sin embargo, en la eterna lucha entre la oscuridad y la luz no siempre le resulta fácil al poeta/hombre refugiarse en el instante. La luz está en el mundo, parece decir Rodríguez, pero es el hombre quien, a menudo, con su propia oscuridad la vuelve oscura. La vida se impone con sus «flores en los abismos», con su discurrir de «cementerio abandonado», pero el ser humano no siempre es capaz de experimentar la cualidad perpetua del momento; el claroscuro: [...] Todos los días un girasol muere bajo la primera caricia de sombra. / Y mis pies se detienen como trenes exhaustos/ allí donde los muelles sobreviven/ trenzándose al aguacero. / Siento una indócil y necesaria soledad de lago/ aunque la claridad te muestre pequeña rosa dormida/ y tus sueños se precipiten como niñas felices/ hasta mi pecho. [...]
Tal vez tanto olvido, con Simón, no sea casual, tratándose de alguien cuya voz se deja leer y escuchar muy lejos de los «círculos oficiales.» Creo que por convicción y elección propia la poética de Simón Rodríguez se ha mantenido en el lugar donde está, pero a pesar de ello ha conseguido tener sólo lectores y lectores, ¿marginalidad acaso?, esa sombra de la que sutilmente habla en sus poemas ¿no es su vida? Pienso que la poesía de Simón debe recuperarse como documento de una época, puesto que es una lírica tan singular como afectiva y trascendente que mezcla la labor de un auténtico poeta, es decir, el poeta que es —por principio y por final de cuentas— un creador de mundos, un hacedor de nuevos universos que nos permite asomarnos —y asombrarnos, al mismo tiempo— ante las otras realidades que nos abre cuando empuña la Palabra y el Verbo —así con mayúsculas—, se hace luz y se hace aire que viene a limpiar un tanto este mundo totalmente enrarecido y a punto de oxidarse —y nosotros con él, que es lo más grave—. Y oxidación de los lenguajes, claro. De «nuestro» lenguaje, el de diario y el poético, que, más que hablar, pareciera que cruje, que se comprime como queriendo decir algo que valiera la pena, pero difícilmente sale un balbucir inexpresivo que termina haciendo más confusa y enrevesada la realidad (ésta) en que estamos inmersos. La poesía tal vez sea la salvación. Quizá «las flores que dan hacia los abismos» tengan aún el aroma enloquecedor y ésta sea «La rosa dormida» que empieza a despertar.


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[1] «La rosa dormida», LagOculto editores, 2006, 140 pp, prólogo de Walter Paz, colofón de Fidel Mendoza, volumen antológico que reúne los textos de los ganadores de los Juegos Florales «Juliaca eterna», concurso de poesía organizado por la UGEL San Román durante los años 2004, 2005 y 2006.
[2] Todos sabemos que la poesía no se vende, porque simplemente no se vende. Pero no es seguro que a los poetas les disguste la idea de que sus versos, no digamos que les permita mantener abierta una cuenta bancaria, pero sí que se conozcan bastante más de lo muy poco que se divulgan. En este punto algo parece seguro: la poesía, en todas partes, convalece o circula muchísimo más rápido que antes, aunque no necesariamente con más éxito ni con la duración o la permanencia en la memoria de que gozó entre los públicos estables de otrora: la aristocracia hasta la irrupción de la burguesía, las clases medias y aun las capas obreras ilustradas hasta que fueran seducidas, en los ochentas, por las «luces» de la televisión o las marcas de la instantaneidad posmoderna. Ahora, el espacio electrónico en el texto infinito de internet parece poderlo todo, ya porque comunica pronto y con eficacia, ya porque es capaz de atribuir —abroquelado en un habitual semi o total anonimato— cosas que pertenecen a unos y que terminan siendo de otros. O, si se quiere, de todos.
[3] Reincidiendo con el conocido y ya típico pecado de medir la calidad o la evolución de la poesía por décadas, diremos que, a casi seis meses de concluir esta primera década del post dos mil o post noventa; las nuevas generaciones (si las hay) aún permanecen disipadas y, los pocos atisbos están muy, muy remotos de la poesía que Simón Rodríguez publicó hace 18 años («Desatando penas»), lejanos también de su más reciente texto poético, publicado hace 4 años («La rosa dormida») ambos textos, lozanos y actuales, que fácilmente podrían soportar más de una lectura y que para ser tales no ha sido necesario que sus versos se hayan incluido o no (des-considerado) en ninguno de los varios libros (ensayos , antologías, revisiones) prescindibles que se publican anualmente en Puno.

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