lunes, 20 de octubre de 2008

Premio Nobel de Literatura 2008


Le Clézio un justo Nobel

Escribe: Alfredo Vanini

Del último premio Nobel de Literatura muchos calificativos han circulado esta última semana: eterno nómada, escritor de lo exótico y del desarraigo, viajero secreto y místico. Otros han sido menos benévolos: aburrido, pesado, cultor del formalismo nouveau roman. Incluso en Chile un crítico literario con apellido de marca registrada –que dicen es el mejor de aquellos lares, patentado supongo– ha vaticinado, cual Casandra, que será olvidado en dos años.

Si bien es cierto que la vigorosa actividad editorial francesa hace imposible que se lea estrictamente todo (un centenar de novelas aparece cada setiembre solo en Francia), pocas veces un galardonado con el premio literario más prestigioso del planeta y el que más dinero da ha suscitado tanta virulencia como perplejidad.

Porque lo leemos hace ya sus buenos quince años y porque los lectores pueden encontrar abundantes datos sobre él en la web, no nos preguntaremos quién es Jean Marie Gustave Le Clézio; más útil sería preguntarse cuál es su universo narrativo. Arriesgaremos un poco más, yendo de lo genérico a lo particular. Preguntémonos: ¿qué premia la Academia sueca cuando otorga el Nobel a un escritor y no a otro?

Sin barroquismo, su creador, Alfred Nobel, en un solo párrafo de su testamento, va directo al grano (no olvidemos que inventó también la dinamita): "Lo que queda de mi fortuna quedará dispuesta del modo siguiente: el capital, invertido en valores seguros por mis testamentarios, constituirá un fondo cuyos intereses serán distribuidos cada año en forma de premios entre aquellos que durante el año precedente hayan realizado el mayor beneficio a la humanidad. (…) Una parte a la persona que haya producido la obra más sobresaliente de tendencia idealista dentro del campo de la literatura (…)". Dos ideas principales: una general, "mayor beneficio a la humanidad", y otra particular, "obra literaria de tendencia idealista". Clarísimo. No es un premio para el escritor que más vende, o para el que más entretenidas historias cuente. Ni para el más simpático, ni para el más comprometido políticamente.

Tampoco dice nada respecto a la calidad literaria, aunque admitamos que el hecho de posar el dictamen sobre los hombros de los académicos de su país otorga un carácter doctoral a las decisiones.

Mucha tinta ha corrido desde 1901, año en que otorgaron los premios por primera vez, y sería pertinente dilucidar sobre el lugar que el gusto contemporáneo concede a la literatura. Y nos parece que el entretenimiento y el goce tienen hoy valor de ley.
El discurso del rey-mercado habría impuesto el predominio del buen oficio del contador de historias sobre cualquier otra consideración, sea esta el ejercicio del imaginario, la innovación del estilo o el deleite de la experimentación. Lo que vende, en suma. Literatura como mercancía y prestigio (¡y sabemos cuántas formas hay de obtener promoción social en el maremagnum de la industria de libros!).
Los adeptos a esta tendencia asumen como medida de calidad literaria su propio bostezo, sin percibir que acaso ese gesto revela más bien sus poquedades personales, ya sea en gustos y hábitos o, peor aún, en comprensión de lo leído. Los ejemplos que esgrimen para legitimar su dogma son siempre los mismos: "El viejo y el mar", de Hemingway, y "Crónica de una muerte anunciada", de García Márquez.




Ambas cuentan historias con desarrollo cronológico lineal y su estilo simplísimo nos atrapa de inmediato. Y ciertamente ambas son joyas literarias. No afirmamos que contar bien simples historias sea prescindible, pero ¿cronología y estilo simples (y cero experimentación) son condiciones únicas para ahuyentar el temido bostezo? Falso absolutamente. Con otros dos ejemplos lo demostramos: en "Un día perfecto para el pez banana", Salinger, escritor norteamericano, nos ofrece un relato en solo dos secuencias –dos diálogos para ser más precisos, uno de ellos telefónico– sin que exista conexión aparente de una con la otra.
La narración cronológica, las descripciones de personajes y el estilo son casi inexistentes. Invitamos a cualquiera a leerlo: lo enganchará desde la primera línea y el final lo dejará petrificado.


El otro ejemplo es "La náusea" de Sartre (otro ganador del Nobel, que rechazó): cartas, diario personal, acción y pensamiento, distintos planos temporales, decenas de personajes, superposición de estilos. Todo eso no nos impide mantener los ojos sobre el libro hasta saber qué pasa con Antoine Roquentin, su atribulado personaje.

Y todo esto viene a colación respecto a la impronta de "escritor pesado y desconocido" imputada a Le Clézio, un magnífico escritor que, por diversas razones, no vende mucho en nuestro país (lo que ha motivado que un regular escritor chileno, que sí vende mucho, defina envidiosamente a Le Clézio como "mister nobody cares") .

Volvamos al Nobel. ¿Debería la Academia sueca orientar sus elecciones del lado de los imperativos de la fama o el mercado? No tendría por qué. Ni podría hacerlo. Uno, porque tiene un claro encargo que cumplir. Y dos –y esto es lo más importante– porque nociones como "mayor beneficio a la humanidad" e "idealismo", por más gaseosas que les parezcan a algunos, no son meras contingencias de las que los escritores, y los artistas en general, debieran sustraerse forzosamente.

En ese sentido, la Academia sueca ha demostrado coherencia en la coronación de varios de los últimos Nobel literarios: Nadine Gordimer, Toni Morrison y V.S Naipaul, más allá de sus cualidades literarias o de sus volúmenes de ventas, han sabido impregnar a su escritura singular de un humanismo rico y universal, consagrado a pensar el mundo de manera distinta.

Acaso tanta batahola respecto al Nobel se deba a que, en estos últimos años, solo reconocemos como grande a la literatura escrita por los grandes escritores, lo cual es triste si lo pensamos un poco. Y por esta razón es que algunos vienen reclamando a gritos un Nobel para Vargas Llosa, lo cual es aún más triste. Y no sólo porque está cada vez más lejos de él, sino porque además no se lo merece. No, según las consideraciones de don Alfred Nobel que la Academia sueca debe cada año escrupulosamente respetar.

Más bien, si pensamos en un escritor peruano, magistral narrador, que expresaba mediante el lenguaje su deseo fundamental de posibilitar la utopía de una sociedad ideal y de una humanidad compartida en una tierra común, un nombre surge de inmediato: Arguedas, pero ¿quién se atrevería a afirmar que, más que Vargas Llosa, es José María Arguedas quien hubiese recibido el Nobel de vivir hasta hoy? Es sin embargo una verdad irrefutable.

¿Qué leer de Le Clézio? ¿"El atestado", su primera novela, en la que el personaje de Adam Pollo multiplica las tribulaciones del Roquentin de Sartre? ¿"Viaje a Rodrigues", relato en primera persona, sin un solo diálogo, donde el personaje central busca las huellas de su mítico abuelo "sobre la tierra ardiente, negra y dura, que rechaza al hombre"? ¿"Diego y Frida", la palpitante biografía, escrita sobre el terreno mismo, de estos dos amantes salvajes que cambiaron para siempre el destino del arte mexicano? ¿O "Desierto", dos relatos, dos distintos tiempos que se entrecruzan sobre el fondo de la guerra colonial y el páramo de arena como último espacio de libertad? ¿O "El sueño mexicano", brillante ensayo sobre el pasado y presente de México? ¿O alguno de sus otros catorce libros?

A ustedes les toca elegir la manera más libre de conocer, sin intermediarios, a este escritor francés, flamante y justo Premio Nobel de literatura 2008.

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