domingo, 17 de octubre de 2010

El silencio iluminado en la poesía de Simón Rodríguez

por: darwin bedoya

En 1992, luego de haber publicado «Desatando penas», Pachawaray editores, Simón Rodríguez Cruz (Puno, 1969) fundó un nuevo espacio en la poesía puneña. A partir de entonces se marcaría un antes y un después en el proceso de la poesía puneña. Es decir, con «Desatando penas», su autor, volteó la página donde insistía aquella poesía que estaba carnavalizada y en la que se invertía el orden de lo cotidiano revelando las entrañas de la «lógica paisajística.» Poesía en la que se levantaba la rutina diaria, dejando en evidencia el sinsentido en que se sostenían las jerarquías de las «instituciones poéticas» de aquel entonces. Por ello, pienso que con la aparición de «Desatando penas», tal vez una parte de la nueva poesía puneña empezó a nacer como una rebelión silenciosa de hombres aislados y también silenciosos. «Desatando penas» fue la instauración de un nuevo discurso, este viraje opacó a una especie de canonización baladí; cantares que gozaban de un estereotipo con poéticas inconclusas. Estos cantares concluyeron con el inicio de la poesía de los 90.
A estas alturas del partido, sospecho que Simón Rodríguez tiene un nuevo libro terminado de poesía. Sospecho también que «La rosa dormida»[1], texto publicado en el año 2006, no haya tenido una buena difusión[2], quizá no haya llegado a su autor, el traductor de silencios. Creo que ese arte de traducir silencios, como lo muestra Simón, es asimilar distintas maneras de entender y de actuar frente a la soledad y la desesperanza. Dominar el silencio es comprender la voz de los otros y la de uno mismo. El silencio es vernos todos reflejados en el rostro de todos. La traducción del silencio comunica las diferencias de la realidad. Convierte los intereses de algunos en posible acuerdo universal. En la poesía de Rodríguez se nota con nitidez, cómo el silencio incorpora la originalidad de todas las experiencias en una común experiencia de la humanidad. La traducción del silencio dice que todas las memorias y todos los vacíos y soledades son importantes; que todas las formas de silencio son necesarias. El silencio o el exceso de palabras y de códigos de nuestro tiempo podrían conducir a los hombres a un silencio vacío. En el poema trece de «La rosa dormida» dice: No me encontrarás vacío,/ en mí arde una tibia fogata, una lágrima incontenible, /un atardecer que hiere. /Leerás en mis manos lo que dice tu alma/ y si me olvidas/ el sol me arrojará con furia algunas sombras.
Los poemas de «La rosa dormida» (no la rosa sangrante de Catulo, no la rosa invisible de Milton, no la rosa iluminada de Rilke, no la rosa incansable de W.C. Williams, no la rosa heráldica de Yeats, no la rosa silenciosa de Borges, no la rosa eterna de Martín Adán), esta es la rosa dormida de Rodríguez, una rosa de otra estirpe, lejana y a la vez cercana, constante y andina, primordial, sempiterna pues entendemos que sus poemas son una continuidad de su libro anterior, esta es una prolongación de su proyecto inicial, casi una especie de saga poética. Creo que en su primer poemario, a diferencia de los poetas de su generación, Simón ya había encontrado el cauce de su poesía. Una poesía poblada de imágenes y de un rotundo lirismo donde se conjugan la soledad, el silencio, la ternura y la lucidez: Para ti debo ser sólo un extraño, / apenas un hueso olvidado en la mañana. / El caminante que se pierde en la distancia. / El colmenar desconocido. / El patio oculto de una casa olorosa y lejana. / En fin, el indigente que te mira con los ojos sueltos.
Para Walter Benjamin la imagen más desoladora para la humanidad era la del silencio vacío; esto es: no decir ni escuchar; casi lo mismo que no existir, que no ser o que dejar de ser. Todos le temen al silencio. Porque el silencio es gracia poética, signo embrionario de nuestra poesía, discreción, cuidado, sutileza, pudor, respeto a los oídos de la amada, a los ojos del lector tiene lugar en cualquier poesía que sea dada en llamarse poesía. Todos le temen al silencio. Los poetas también, por supuesto. Nos horroriza su imagen de vacío o de muerte. El silencio es notorio en la poesía de Simón, es un silencio iluminado del cual nace la poesía. En este conjunto de poemas, al igual que en «Desatando penas», el poeta expande un halo lírico, revisita los placeres de la nostalgia y sabe que cualquier día pasado fue mejor. Entre otros temas visitados/presentes, el sujeto poético nos demuestra hasta qué nivel nos daña el paso del tiempo y la soledad, a pesar del silencio. De hecho, cada momento de la vida se queda sólo en la memoria como vago nombre de alguna esperanza efímera. El poeta alude constantemente a esta atmósfera de por sí desoladora: Muero de lo más bien en los cóndores de tu mirada/y en este oscuro grito de ortiga/en que se ha convertido la noche. /Hay erizos de mar y tierra en mis labios/y peces que ríen/a pesar de su indescifrable nostalgia. Al tomar en cuenta esta secuencia temática, podemos postular que el sujeto poético de estos poemas siente la ausencia de escapatoria de una especie de cárcel metafórica. El poema empieza sugiriendo la muerte. Es una poderosa indicación de la futilidad que siente el sujeto poético ante su situación, una posible evocación de la condición humana. Es más, al establecer una relación tan directa entre cuerpo y tierra, el sujeto poético se limita, física y metafóricamente, a lo efímero de la existencia corpórea. Mientras que el cuerpo y la tierra, así, se acercan y se ligan permanentemente, el silencio hiere al ente físico en sus intentos de escaparse. Estas «criaturas», consiguientemente, simbolizan lo vital de la soledad para el poeta, contrastándose por ello con el atrapado sujeto poético en un momento de pura frustración de movimiento, en el cual las oportunidades para la libertad huyen en un fuego infernal. Y sucede la poesía. En corpus general de «La rosa dormida» remite no a una visión ontológica llena de esperanza, sino a una epistemología en la cual la liberación del ser esencial se reemplaza por la represión de la voz que añora ser libre. A pesar de los intentos de ruptura con lo tradicional, el silencio se antepone a la expresión: Algunos desfiguran mi rostro y mi tiempo./Desbaratan mis durmientes./Me echan por los acantilados./Cubren mi cadáver con periódicos amarillos. /Luego, muy tarde, se arrepienten: / ¿Quién pintará ahora las lejanías/con un brochazo de golondrinas púrpuras?
Esta búsqueda de la libertad frente a la represión, la muerte y el silencio se imponen como impedimentos a la expresión del deseo humano y de la felicidad. Rodríguez nos enseña que la melancolía es un factor inherente a la condición humana. Esta es la forma como se expresa el conocido «dictum» de Agamben: [...] «la melancolía no sería tanto reacción regresiva ante la pérdida del objeto de amor, sino la capacidad fantasmática de hacer aparecer como perdido un objeto inapropiable.» Evidentemente que la melancolía ejerce un movimiento de simulación ante una pérdida, esa simulación es búsqueda; se emprende la búsqueda de aquello que es inapropiable, que no ha estado y que sabemos nunca estará, no se trata de cosas, personas, situaciones. Al contrario, se trata del fantasma de las cosas, de las personas, de situaciones. Particularmente el poeta Rodríguez tiende a encontrar espacios donde habitan los fantasmas. Ejerce un llamamiento de la presencia de lo ausente, sin que ello implique que se vuelva presente: Soy real, existo. Camino, me fatigo/y descanso contento bajo la lluvia. /Soy irreal, un sueño. Y hago que los días /entren en ti como los arco iris. Esta es la melancolía. Pero no sólo la melancolía, también el silencio, pues, el silencio no es sólo un tema sino un ejercicio poético —el difícil arte de callar a tiempo—, que Simón Rodríguez considera en toda su poética, no únicamente por la brevedad textual de sus poemas, también por el logro y el manejo de imágenes, rasgo esencial de la tradición poética puneña, y que encuentra en la mesura de Rodríguez, anticipadamente, acaso uno de sus mejores exponente actuales[3]. Creo que el nivel discursivo/textual de Rodríguez podría dialogar fácilmente con la poética de ciertos poemas de Gabriel Apaza, Luis Pacho y Walter Paz, como los más cercanos. En ellos es notoria, por varios momentos, la melancolía como eje funcional del trabajo poético. Sabemos que la vida contemporánea banaliza a la melancolía, dotándola de un sentido pedestre, es verdad. En los esquemas de vida actual el hombre (el poeta) se siente melancólico y arrojado en las tinieblas de la tristeza por razones disociadas de la trascendencia que quizá son hoy las razones de la trascendencia: dinero, trabajo, amor, la carencia de libertad, la inutilidad frente a las cosas, la impotencia de no poder ser Dios… Es por ello que la melancolía es un estatuto de vida llevada al espectáculo, la miseria de todo cuanto se muestra (exhibición obscena) debe producir tristeza, esto lo vemos en la música, el cine, la televisión. La pregunta que se debe hacer es: ¿está ahí la belleza de la melancolía? No, es la respuesta contundente. La melancolía debe entenderse como el espacio de lo inconcluso, que, como sabemos, es el resultado de la arbitrariedad del inicio y del final de algo: La oscuridad duerme profunda en una cama de sol. /Te encuentro en la música de los pasos/en el himno de los gritos, /en los k’eñuales altísimos/donde fuimos férreamente edificados. /Estás en la misma vida y en la misma muerte, /en la luz del corazón que alumbra y trasciende/más allá de mi risa y tus lamentos/y de ese loco afán por callarnos.
En esta poesía, como se puede sentir, la melancolía se produce porque hay algo que falta y eso que falta es el inicio, la ausencia del saber el inicio y también la ausencia del saber del final. Conocer el inicio, saberlo, implicaría entonces, abandonar el espacio de la melancolía. En los versos de Rodríguez hablar del inicio es hablar de aquello que nace del lenguaje y del silencio. Hay que suponer, bajo este contexto, que las palabras son un vehículo, las herramientas primordiales para ir al encuentro del inicio y al olvido temporal de la melancolía. Porque la melancolía no puede desaparecer, nunca, sino que es momentáneamente sustituida por un artificio de creación: la poesía. El acto creador, la creación, enardece la melancolía hasta convertirla en fuego. Pero ese fuego no puede existir, ni producirse mientras la creación hable directamente de la melancolía: decir soy un hombre melancólico es alejarse del inicio, de aquello que debería venir como fuego. Es decir, la melancolía debe recrearse en el lenguaje, en la poesía, debe apoderarse de las formas que le permitan nombrar un mundo que no está, pues sólo ese mundo nos contiene, sólo en ese mundo tenemos la certeza de que ahí iniciamos; el lugar donde vive la poesía: Eres una habitación de tibios adobes donde mis versos viven. /En ti amo las palabras. /En ti la lluvia indispensable,/la tierra que destella en tus manos./Amo el desconcierto de los más pequeños/frente a la novedad de sus propias sombras./Amo los hijos que corretean en tus ojos. /El instante supremo cuando el deseo renace./Amo el beso final, el beso homicida/que nos mata de ternura fulminante. Liricidad y ritmicidad: el silencio y la soledad son constantes en la poética de Rodríguez, imposible es resaltar cada una de las alusiones que existen en su poesía. Sin embargo, la melancolía es más que una imagen poética, es la raíz de toda su poesía, así, podemos decir que toda la poesía de Rodríguez queda poblada de figuras que le dan vida al silencio, espejismos de un estado oscuro, de una condición de ausencia: la noche se bifurca y cede el nacimiento a otros fantasmas. Abismo, sueño, deseo, dolor, vacío, son sólo algunas de las figuras de las que se sirve para crear su mundo: Soy la mañana azul que te llama como un faro. / Huelo a chuño silvestre, /quinua cósmica, choza de relámpago/y pez mineral. Tengo una crónica sonrisa de sicuri./Me amotino contra las tempestades, /descuelgo estrellas agónicas/y desato implacables granizadas. «¿Cómo escribir lo mismo de otro modo?» Sencillamente difícil. Por ello, quizá, el poeta ofrece su silencio como una forma de comunicación más intensa que la palabra vacía, como el reverso de un universo en el que la palabra ha perdido, hasta cierto punto, su sacralidad para intentar reconstruir un mundo en el que la dicha se asiente en lo cotidiano y esté al alcance de cualquier persona: el sol, el silencio, los brotes nuevos de los árboles o la compañía que da sentido a todo: la libertad. Es así como la poesía de Simón Rodríguez va demarcando etapas breves, pues obedecen a un corpus general que empezó en 1992 con su ópera prima. En este punto es necesario recordar que fue Aristóteles quien señalaba a la soledad como un condicionamiento de la melancolía, la idea residía en anteponer los sueños como elementos imprescindibles para conocer lo invisible. Los sueños en el mundo griego, se presentaron como herramientas del mundo nocturno para complementar el mundo diurno. Necesitamos la noche para confrontar el día: el exceso de sol ciega, el exceso de noche ilumina. La melancolía nos pone en un proceso de paradojas casi irresolubles, eso es algo que encontramos en la historia de la melancolía. En el caso de Rodríguez el llamamiento de la soledad ocurre a través de un caudal de alusiones indirectas, siempre ligadas e intrincadas entre sí para soportar la aparición. Hoy, nuestro tiempo contempla la confusión de demasiadas referencias y alusiones, el desvanecimiento de muchas voces que se han vuelto ininteligibles. Pero en este marasmo es que aflora la poesía y los deseos de eternidad: Los minutos ruedan ágilmente/y yo pretendo quedarme en ti/toda la vida./Te ofrezco un canto distinto,/un huracán de palabras/tintineantes.
El tiempo —después también la muerte— convierte, en ciertas partes del libro, en otra a la persona poética. Tal vez el rostro final no es entonces el que la muerte imprime sino aquél que trata de no desaparecer bajo la espesa capa del tiempo. «La rosa dormida» recoge así una voz que, por momentos, no se identifica plenamente ya con ninguna imagen que tenga de sí, por auténtica que sea. En su vaivén percibe la soledad y la libertad como sitios ajenos por lejanos; la compañía, igualmente, se hace misteriosa, desconocida. Pero la distancia no sólo se evidencia con respecto a la voz. También sobre las cosas, la desesperanza, el tiempo ejerce su influencia: [...] Hace falta el tiempo/aún así me acurrucas con afecto en tu pensamiento./Pasas el día quitándome el polvo, /ahuyentando al saurio mal intencionado del olvido. [...] El paso del tiempo, la muerte, el silencio y la soledad son los grandes protagonistas de esta poética, comienza a divagar entre la invitación para complementarse como unificación de motivos y planteamientos artísticos que están soslayados por la soledad, atravesando la conciencia. Rodríguez procura no caer en las trampas hamletianas, pero expone la vacuidad de la confabulación de olvido/memoria y amor al unísono para permitir la soledad más asequible. Resulta un cosmos que permite la continuidad de una vida en la inmensidad del sueño. Empero, la vacuidad de la soledad está sustentada en los aspectos fundamentales de la poesía con ciertos grados líricos de Rodríguez, que no es otra cosa que una lucha sin parar para sobrevivir al olvido/muerte, como elemento que impide la proyección del tiempo a futuro. Pero también vemos, como segundo punto, la incorporación del cuerpo como conjunto que se destroza y se descompone poco a poco: [...] Sobrepasamos los muros del crepúsculo, / transitamos por una misma sangre, / ardemos en un mismo fuego, / las mismas raíces nos envuelven. /Tenemos capacidad de aves para crear madrugadas/ que no nos pertenecen. Y cobramos vida/ únicamente si alguien toca nuestras vísceras. El tiempo no es, al fin, capaz de alejar a quien ha vivido el instante con la intensidad de la propia conciencia de haberlo hecho. El tiempo y la vida están en la fila de espera de esta enumeración, la interiorización de estados atemporales que sólo se sienten en el alma del sujeto poético se definen como el constante acercamiento de la finitud para proyectarse en la fría realización de un sueño, sueño que realmente no llega a ser sueño convenientemente dicho, pero que tampoco pertenece a una realidad. Y la soledad recibe a un cuarto invitado, que es el amor como estructura de posesión de esta poética. En esa lucha que se desarrolla en el interior del hombre-poeta entre lo oscuro que habla a su razón y lo claro que lo hace a su emoción, que lo habita, no son pocos los momentos en los que se impone la unidad de todo. Entonces el poeta se torna un contemplativo que sabe escuchar el nombre verdadero de las (flores) cosas, y todo le dice otra verdad. La poesía, por tanto, le permite a Rodríguez mantener como sombra lo que es pasajero, aquellas realidades cuya permanencia tienen el rostro de lo efímero: [...] Despiertas y se abren las flores que dan hacia los abismos. /Mis ojos, cementerios abandonados,/han olvidado la manera de cerrarse para verte como antes/con esa postura desafiante y asustada/que asumen los auquénidos cuando te sienten cerca. /No percibo tu aroma de guitarra/y camino tras los ríos tras la lluvia ebria. [...]
Sin embargo, en la eterna lucha entre la oscuridad y la luz no siempre le resulta fácil al poeta/hombre refugiarse en el instante. La luz está en el mundo, parece decir Rodríguez, pero es el hombre quien, a menudo, con su propia oscuridad la vuelve oscura. La vida se impone con sus «flores en los abismos», con su discurrir de «cementerio abandonado», pero el ser humano no siempre es capaz de experimentar la cualidad perpetua del momento; el claroscuro: [...] Todos los días un girasol muere bajo la primera caricia de sombra. / Y mis pies se detienen como trenes exhaustos/ allí donde los muelles sobreviven/ trenzándose al aguacero. / Siento una indócil y necesaria soledad de lago/ aunque la claridad te muestre pequeña rosa dormida/ y tus sueños se precipiten como niñas felices/ hasta mi pecho. [...]
Tal vez tanto olvido, con Simón, no sea casual, tratándose de alguien cuya voz se deja leer y escuchar muy lejos de los «círculos oficiales.» Creo que por convicción y elección propia la poética de Simón Rodríguez se ha mantenido en el lugar donde está, pero a pesar de ello ha conseguido tener sólo lectores y lectores, ¿marginalidad acaso?, esa sombra de la que sutilmente habla en sus poemas ¿no es su vida? Pienso que la poesía de Simón debe recuperarse como documento de una época, puesto que es una lírica tan singular como afectiva y trascendente que mezcla la labor de un auténtico poeta, es decir, el poeta que es —por principio y por final de cuentas— un creador de mundos, un hacedor de nuevos universos que nos permite asomarnos —y asombrarnos, al mismo tiempo— ante las otras realidades que nos abre cuando empuña la Palabra y el Verbo —así con mayúsculas—, se hace luz y se hace aire que viene a limpiar un tanto este mundo totalmente enrarecido y a punto de oxidarse —y nosotros con él, que es lo más grave—. Y oxidación de los lenguajes, claro. De «nuestro» lenguaje, el de diario y el poético, que, más que hablar, pareciera que cruje, que se comprime como queriendo decir algo que valiera la pena, pero difícilmente sale un balbucir inexpresivo que termina haciendo más confusa y enrevesada la realidad (ésta) en que estamos inmersos. La poesía tal vez sea la salvación. Quizá «las flores que dan hacia los abismos» tengan aún el aroma enloquecedor y ésta sea «La rosa dormida» que empieza a despertar.


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[1] «La rosa dormida», LagOculto editores, 2006, 140 pp, prólogo de Walter Paz, colofón de Fidel Mendoza, volumen antológico que reúne los textos de los ganadores de los Juegos Florales «Juliaca eterna», concurso de poesía organizado por la UGEL San Román durante los años 2004, 2005 y 2006.
[2] Todos sabemos que la poesía no se vende, porque simplemente no se vende. Pero no es seguro que a los poetas les disguste la idea de que sus versos, no digamos que les permita mantener abierta una cuenta bancaria, pero sí que se conozcan bastante más de lo muy poco que se divulgan. En este punto algo parece seguro: la poesía, en todas partes, convalece o circula muchísimo más rápido que antes, aunque no necesariamente con más éxito ni con la duración o la permanencia en la memoria de que gozó entre los públicos estables de otrora: la aristocracia hasta la irrupción de la burguesía, las clases medias y aun las capas obreras ilustradas hasta que fueran seducidas, en los ochentas, por las «luces» de la televisión o las marcas de la instantaneidad posmoderna. Ahora, el espacio electrónico en el texto infinito de internet parece poderlo todo, ya porque comunica pronto y con eficacia, ya porque es capaz de atribuir —abroquelado en un habitual semi o total anonimato— cosas que pertenecen a unos y que terminan siendo de otros. O, si se quiere, de todos.
[3] Reincidiendo con el conocido y ya típico pecado de medir la calidad o la evolución de la poesía por décadas, diremos que, a casi seis meses de concluir esta primera década del post dos mil o post noventa; las nuevas generaciones (si las hay) aún permanecen disipadas y, los pocos atisbos están muy, muy remotos de la poesía que Simón Rodríguez publicó hace 18 años («Desatando penas»), lejanos también de su más reciente texto poético, publicado hace 4 años («La rosa dormida») ambos textos, lozanos y actuales, que fácilmente podrían soportar más de una lectura y que para ser tales no ha sido necesario que sus versos se hayan incluido o no (des-considerado) en ninguno de los varios libros (ensayos , antologías, revisiones) prescindibles que se publican anualmente en Puno.

sábado, 16 de octubre de 2010

Plegaria de cráneos/libros quebrados Sobre la poesía de Ernesto Carrión



Escribe: darwin bedoya







La nueva aparición escrituraria de Ernesto Carrión (Guayaquil, 1977), es con Fundación de la niebla (Cascahuesos editores, 2010, 78 pp.), obra que ocupa de inmediato un lugar clave en la escena latinoamericana de la poesía actual. No solamente por mostrar las tensiones poéticas que Carrión siempre ha revelado, sino, sobre todo, porque con estos versos de estremecimiento y potencia nos entrega una concurrencia de referentes indispensables para la tipificación/ratificación de una nueva poesía latinoamericana, además, Carrión, con la estela de este libro, enriquece su propio corpus poético que empezó con El libro de la desobediencia (2002).





La propuesta estética de este poeta ecuatoriano desborda lo exclusivamente literario y poético. Esta obra entra en el concierto de los cantares de [coma] (2006) de Héctor Hernández Montecinos y Sparagmos (2008) de Maurizio Medo, y también implica a una obra anterior de Carrión: Demonia Factory (2009) cartografías que reiteran nuevas estéticas como las concordias atribulantes más logradas. Precisamente Hernández Montecinos es quien refiriéndose a la obra de Carrión y otras del circuito, señala que «estas escrituras están pensadas como obras, no como conjuntos de poemas ni de libros. Son obras como propuestas, y desde allí aparece su radicalidad, pues rompen la linealidad del progreso, tienen un carácter insular, se ponen en tensión ellas mismas y al circuito de su aparición. Estas escrituras aceleran los procesos de cambio en los sistemas donde emergen, alteran el estado "natural" de la poesía, atribulan la quietud del canon conservador. De allí que se pueda asegurar que estas nuevas formas de radicalidad invalidan al resto de las obras, las dejan en vergüenza, ridiculizan al guante conservador, se burlan del miedo.» Esto supone que, en la obra de Carrión hay una preocupación por las formas ya no sólo de los versos, las palabras, la apariencia y la desjerarquización de las letras, sino también por la cosmogonía, el recurso lírico que construye la neblina y las palabras que, en cierto modo, contribuyen a guiarnos entre la oscuridad y las plegarias.



La vida de la poesía depende de la lucha entre la ruptura y la tradición. El poeta sabe del futuro porque se abisma en los orígenes. Los textos poéticos son las verdaderas escrituras de la fundación. Llegar a comprender completamente la poesía de Carrión sería llegar al fin de la poesía. Sería nuestra condena definitiva al silencio. El hecho de que las imágenes y los pensamientos aparezcan y desaparezcan en un guiño de estrella, no impide que las palabras de esta poética sean lámparas cuya luz permite que las cosas insistan y persistan, para sacarlas de sus ignotas tinieblas. Estas tinieblas suponen otra caracterización de la voz poética. Una voz que como un pájaro insidioso va diciendo árboles en la poesía. Una voz que nos confirma que la lepra es la escritura. Tal vez por ello la voz de Carrión cruza los territorios de la escritura en la ceniza, es decir, se erige como una plegaria de cráneos brillando en la oscuridad. Discursivamente el descentramiento se refleja en que esta poesía, aparte de ser una meditación de la muerte, también se acerca a ser, cada vez más, la expresión de una lengua menor, en el sentido deleuziano; abre otra lengua en el poema, una lengua que desespera de la comunicación o hace un ensayo de ella; lengua que exasperadamente se pliega sobre sí misma o se descomprime en una dispersión que la acerca a la lengua de todos los días.



El asunto central en Fundación de la niebla parece ser nuevamente el fuego hablado de un universo estelar dentro y fuera de la escritura. La incorporación del proceso de creación de galaxias dentro de la realidad poética enriquece y da nuevas dimensiones de estos artefactos artísticos de Carrión. En su obra ocurre/crea un diálogo interdisciplinar con la realidad del siglo XXI. En esta nueva realidad poética convive, al mismo tiempo, el desarrollo de la sensibilidad estética y la aventura del lenguaje porque se escribe desde la niebla hacia la niebla. Pero, realidad, a la vez que irrealidad donde esta escritura deforme no puede ser el mundo, la relación del sujeto poético con el discurso aparece también desconcertante en cuanto ya no se considera a la subjetividad como una esencia, sino como una construcción sujeta a una verdadera tecnología del yo. Estremecimientos: cabeza, cabeza…



Creo que sin el ruidoso aroma de este tipo de poesía, vivir sería sencillamente vegetar hasta desaparecer. Ya lo mencionaba George Steiner: «Un gran poema, una novela clásica nos acometen; asaltan y ocupan la fortaleza de nuestra conciencia. Ejercen un extraño, contundente señorío sobre nuestra imaginación y nuestros sueños más secretos. Los hombres que queman los libros saben lo que hacen.» Libros quebrados, Carrión va quemando los libros para instaurar una obra. No los poemarios, sino las obras, parece sugerirnos. La poesía de Fundación de la niebla es la otra voz: antigua y actual, sagrada y maldita. La poesía es la palabra que funda una poética, un lenguaje, un vacío. La ternura del vacío, anotaría el propio Carrión. La antigua creencia de que los poetas eran videntes y adivinos, chamanes y brujos; hoy se afirma desde un pensamiento lingüístico literario, en palabras de Jacques Lacan: la verdad tiene estructura de ficción. Carrión, como otros poetas que trabajan en la búsqueda de un lugar propio, cercena las palabras y establece continuidad entre las partes de su universo. Así un día tanta vida pueda escribirse. Ruedan cabezas. Muertes incompletas, y el poeta puede hacer sombra donde le dé la gana.





Esto es lo que queda escrito sobre papel mojado:





Escribo como si el mundo empezara por este punto; la noche acomoda su caja de huesos viejos sobre la espalda de una iguana que repta un tronco. Una noche, unos huesos, una iguana, un tronco. Entra todo en El Horno de los salvajes. Aguanto el aire. Vamos ganando entonces desprecio por este mundo. Lo estamos construyendo con la lengua de los molinos viejos. Con un palo en la otra mano de la vida. Hace tanto de esto. Continúo mirando. Tratando de hacer más nítido –en mi cabeza- el tajo congelado de las cosas. El sabor del mundo. De esta manera he escrito toda mi vida: con una mano sobando mi calavera. Pensando que todo esto sí ha ocurrido. (p.37)



Escribir para no ensanchar más la mirada entre el objeto y nosotros Escribir la cotidianidad que muestra nuestro hígado sobre las plataformas marinas Fanal violeta Baja el viento atrapado desde los postes en la teoría de que todo vuelve a ser polvo Rencilla necesaria La luz de una mariposa quiere saber por qué ella no tiene alarma La mariposa no contesta Ella ordena obsesionada sus colillas por el patio helado Así un día tanta vida puede escribirse Yo escribo sobre lo que veo Tiro a la inteligencia sobre tierra quemada Funcionando Agitando al hambriento sobre la simpleza de los alimentos Así es como recobro el mundo (p.38)





Juliaca, setiembre de 2010



viernes, 15 de octubre de 2010

La "Oscura ceremonia", de Darwin Bedoya


Oscura ceremonia
darwin bedoya
Colección de poesía "jaula de papel"
LagOculto editores
plaquette 32 pp.
Juliaca - Perú


Darwin Bedoya y Javier Núñez


Por Javier Núñez

Escribir poesía es una actividad misteriosa, inexplicable como la muerte o la vida. Pareciera que los poetas obedecen a fuerzas sobrenaturales cuando escriben poesía… En el proceso de la creación, el poeta explora la otra cara de la vida y la expresa artísticamente a través del discurso poético… Por otro lado, el poeta no recrea realidades existentes, más bien construye nuevas realidades… Después de estas palabras previas nos aproximaremos a Oscura ceremonia, de Darwin Bedoya.

Darwin Bedoya (Moquegua, 1974) es consecuente con la escritura, es un poeta en ejercicio como pocos lo son… Ha logrado desarrollar un estilo propio, tanto en el tratamiento temático como en el manejo del lenguaje. Sus poemas y cuentos son dignos de figurar en antologías rigurosas… En resumidas cuentas, Bedoya es una de las voces literarias más prominentes de la Generación de Fin de Siglo [y de la literatura puneña], junto a Filonilo Catalina.

Oscura ceremonia (LagOculto Editores, 2010) es una plaqueta de veintiún poemas impresos en papel de matiz sombrío. Los ejemplares editados están numerados (50 ejemplares). A nivel de la “estructura superficial”, diremos que es poesía en prosa. Las frases son cadenciosas, musicales… El ritmo fluye como la corriente de agua serena (no hay palabra que sobre o falte)… Bedoya usa artísticamente la lengua, de modo que logra la belleza exigida en la construcción textual… A nivel de la “estructura profunda”, el título del poemario apunta a la noche, la soledad, el silencio, la tristeza, la muerte. En efecto, son los rasgos sémicos que se reiteran con frecuencia en cada uno de los poemas. Dichos rasgos sémicos aparecen en relación íntima con la escritura, las palabras, es decir, con la “poesía”… Bedoya construye un sujeto textual que reflexiona sobre el oficio del creador, del inventor de realidades, del trovador anónimo… El hablante lírico se desplaza entre la vida y la muerte, y crea su propio contexto. Desde allí enuncia el discurso poético, cuyo tópico es la “poesía” como actividad misteriosa, junto a las palabras, el acto de la escritura, siempre en relación con la vida y la muerte. En algunos textos alcanza a reflexiones metafísicas. El hablante lírico, a menudo, tiene incertidumbre, no encuentra respuestas para sus preguntas. Su preocupación constante es la naturaleza de la poesía y el acto de escribir. Oscura ceremonia, no sólo es discurso poético, sino un culto a la poesía. En resumen, escribir poesía está asociado con la vida, la soledad y la muerte…, tal como apunta el sentido del poemario. Escribir poesía es un acto sagrado, un rito con las palabras, que trasciende a la muerte y la vida…, en tal sentido, la muerte es una forma de seguir escribiendo…

jueves, 7 de octubre de 2010

Nuevo cuento puneño: Erotismo y goce en la narrativa de Javier Núñez



Por darwin bedoya


En el prólogo a «La cita y otros cuentos de mujeres infieles», la escritora Rosa Montero se detiene en una entrevista muy irritante para unos y muy excitante para otros, Montero señala: «una empresa de cosméticos italiana mandó hacer una encuesta sobre las consecuencias físicas y psíquicas del adulterio, y el trabajo arrojó unos resultados espectaculares. Al parecer, las mujeres rejuvenecen con la infidelidad; el 47% se preocupa más de su aspecto tras echarse un amante; el 28%, adelgaza y recupera la línea; el 24% asegura que su piel se vuelve más tersa y luminosa, y el 52% sostiene que la traición les da más equilibrio psicológico. Además, el 26% confiesa que no tiene ningún sentimiento de culpa: de todos los apartados relacionados con el remordimiento, este es el que obtiene el porcentaje más alto. En el caso de los hombres, sin embargo, sucede casi lo contrario. Por ejemplo, el 32% de los varones se siente muy culpable tras el adulterio; también el 32% se ven con más arrugas, y el 24%, se ven más barrigones. Se diría que a los señores les sienta fatal echar una cana al aire, mientras que a las mujeres nos pone estupendísimas». Las ideas de traición, adulterio, «canas al aire», «choque y fuga», flirteos, virginidad, virilidad, machismo, etc., van intrínsecamente relacionados con la idea de erotismo. Al igual que el concepto de erotismo está íntimamente vinculado a los misterios fundamentales de cada cultura. El arte y la literatura de cada pueblo nos hablan de la experiencia erótica desde tiempos inmemoriales, frecuentemente separados de las nociones de religión y tabú. ¿Existe necesariamente un límite entre lo erótico y lo prohibido? ¿Qué nos dice la descripción del placer y del erotismo sobre el sistema de valores de una determinada sociedad? Son preguntas que tienen que ver con los tiempos actuales y que necesariamente reflejan la condición humana y sus formas de convivencia en este nuevo mundo y su vertiginoso discurrir. Todas las grandes civilizaciones del mundo —algunas de una manera más manifiesta que otras— han mantenido teorías sobre el sexo, respondiendo a la necesidad de dar una significación al deseo y a la sed de satisfacerlo. Es el amor y el erotismo la esencia del texto narrativo que ahora nos ocupa.

¿Cuántas manos tiene un hombre cuando habla del deseo? ¿Cuántos rostros se pueden encontrar en él? ¿Cuántos sueños hay en sus noches cuando anhela el deseo? ¿Es posible apagar los fuegos interiores con palabras? ¿Es una ilusión el amor? ¿Hasta qué punto soñamos cuando no dormimos? ¿Cuántos fantasmas escritos hay en nuestro cuerpo? ¿Qué hay sobre nuestra piel cuando el deseo, la caricia y el perfume se encentran? Estas preguntas parecen residir y a la vez ser el hilo conductor del nuevo texto narrativo de Javier Núñez (Melgar-Puno, 1980) Un hombre y una mujer, una mujer y un hombre que se encuentran y se desencuentran en la intimidad son los protagonistas de estas ocho historias en las que su continente, unidad plástica, trasfondo literario, brevedad y pericia lingüística nos develan la fuerza expresiva de un autor que, al margen de modas literarias, de fórmulas preconcebidas y círculos literarios se da a conocer con este texto rotulado «Salomé y otros cuentos» (Grupo editorial Hijos de la lluvia & LagOculto editores, 54 pp. Lima, 2009). Un libro de cuentos breves y elípticos, un libro alejado de los temas andinos (excepto el cuento Salomé) y los referentes geográficos de nuestros paisajes de la sierra.

Siendo el deseo erótico el hilo del que pende y se alinea la unidad de este libro, es necesario hablar de ello. En «Salomé y otros cuentos» el erotismo no imita la sexualidad, «es su metáfora.» El texto erótico es la representación textual de esta metáfora. Con esta posición opuesta de formas de amor es que Javier Núñez nos narra historias perfumadas con un tono sicalíptico, casi como una estela que alumbra ésta su ópera prima. En estas páginas el erotismo toma en cuenta hechos de orden subjetivo, de placer, de apetito o de necesidad claramente sexual, pero también ligados al ejercicio de funciones comúnmente consideradas como no sexuales. El hombre pide, pero la mujer tiene el poder de acordar o de rehusar: «Prepárate, querido —me dijo mientras se desabrochaba la blusa, en tanto que advertí sus pechos erguidos y cubiertos con un brasier negro—. El pantalón y las bragas me los quitarás tú, porque eso es deber de los hombres». (Una noche con Pamela, p. 49) Desde el esbozo del primer paso hacia la conquista de la mujer, el hombre se desviriliza. Creemos que ahí está la clave del laberinto sexual. Hemos alcanzado, creo, la edad del «homo eroticus.» Esto ha sido posible por una conquista de la libertad que ha venido de la ciencia, la ciencia que ha hecho huir las sombras siniestras de los prejuicios, de las obsesiones, de los rituales sin rito. Poco importa si la ciencia no es extraña al proceso de difusión del erotismo: su utilización se le escapa. Precisamente Octavio Paz desarrolla la idea de que es precisamente la capacidad del ser humano para el amor y el erotismo lo que hace la diferencia para no caer en la mera sexualidad animal, cuyo único fin es la preservación del género: «El erotismo es sexo en acción pero, ya sea porque la desvía o la niega, suspende la finalidad de la función sexual. En la sexualidad, el placer sirve a la procreación; en los rituales eróticos el placer es un fin en sí mismo».

«Por el momento estamos bebiendo whisky; para empezar eso está bien. Ya vendrán los episodios de relación más íntima, porque nuestra relación de este instante es superficial, limitada a miradas, diálogos… Estamos los dos y nadie más en esta habitación, y ya se aproximan las veintiún horas. Sin duda estamos consolidando la confianza entre los dos. Debo admitir que me está comiendo con los ojos, y dentro de unos minutos ya nos comeremos en la cama». (Clara Luz, p. 12) El acto de amar no es erótico en sí; pero su evocación, su invocación, su sugestión y aun su representación pueden serlo. Siendo la obsesión sexual, manifiesta u oculta, desenfrenada o dominada, un componente, o mejor un dominante de la vida social, e ilimitado el comportamiento erótico, estaríamos tentados de buscar una definición fácil de lo que es el erotismo en el amor; por ejemplo, se podría admitir que todo lo que no es genésico es erótico. Tal vez obtuviéramos de ese modo la aprobación de los teólogos, pero esa simplificación, por legítima que sea, no nos llevaría a ninguna parte. Preferimos entrar oblicuamente en ese dominio que oculta lo que hay de más individual en el hombre. Camilo José Cela, en su «Diccionario del erotismo» señalaba que: «[…] El erotismo es la exaltación —y aun la sublimación— del instinto sexual, no siempre ni necesariamente ligada a la función tenida por sexual en el habitual uso de las ideas y las palabras. […]» Casi marcando una distancia con Cela, George Bataille calificaba el erotismo como aquella parte de la sexualidad humana que nos distingue de los animales. Visto desde este ángulo diferente, el erotismo llega a ser el aspecto de la sexualidad que no funciona solamente con los instintos. Eso lo sitúa en una posición clave de la vida humana que determina toda nuestra sociedad y sus reglas, el pensamiento o el arte. En ese entender, se le atribuye al erotismo los elementos característicos que son el amor y la sensualidad, es decir aquella forma de amor que se dirige a los sentidos.

La Pamela putísima que crea Javier Núñez, parece ser amiga íntima —¿son del mismo burdel?— de otra putita, la «Princesa inclemente» inventada por Bolaño en su cuentario «Putas asesinas» cuando esa princesita le dice a Max: «Así pues, me quito la ropa, me quito las bragas, me quito el sujetador, me ducho, me pongo perfume, me pongo bragas limpias, me pongo un sujetador limpio, me pongo una blusa negra, de seda… […] Digamos que ha sido tu danza la que ha acelerado mis movimientos. Mientras yo me visto, tú danzas. En alguna dimensión distinta a ésta. En otra dimensión y en otro tiempo, como un príncipe y una princesa, como la llamada ígnea de los animales que se aparean en primavera, yo me visto y tú, dentro del televisor, bailas frenéticamente, tus ojos fijos en algo que podría ser la eternidad o la llave de la eternidad si no fuera porque tus ojos, al mismo tiempo, son planos, están vaciados, nada dicen». Este es un fragmento de uno de los mejores cuenticos del chileno, y lleva el mismo título que el libro, «Putas asesinas»; Núñez se conecta con esta atmósfera subjetiva y sugestiva del buen Bolaño.

«El sexo es un arte —dijo— conmigo aprendieron muchos hombres… Tú estás en tu punto, te voy a enseñar muchos secretos para que seas un hombre cotizado y para que nunca te olvides de mí… […] Escucha: la primera vez que se hace es clave. Si lo has hecho bien, si la chica llegó al orgasmo, o mejor todavía a múltiples orgasmos, entonces ella jamás te dejará ni te olvidará en toda su vida…» (Una noche con Pamela, p. 51-52) El erotismo toma en cuenta hechos de orden subjetivo, de placer, de apetito o de necesidad claramente sexual, pero también ligados al ejercicio de funciones comúnmente consideradas como no sexuales. De todos modos, el contexto social, étnico, cultural tiene una incidencia demasiado marcada para que el biólogo pueda osar pronunciarse y salir de esos «límites inciertos». Sabe que la educación, el lenguaje, la tradición, el nivel de civilización, todo el medio psíquico, colaboran en las costumbres amorosas del Hombre; estimulan o inhiben, animan o prohíben, imponen o levantan «tabúes», reprimen o liberan, inspiran el pudor o excitan la osadía: «Mientras permanecía desnuda y con las rodillas levantadas, él se quitó la ropa raudamente pero no sus gafas. Me acomodó sin dejar de acariciarme y me hizo el amor con furia imparable y movimientos cada vez más rápidos. Mientras pecamos él se animalizó, ambos nos animalizamos en realidad… Tuve tres orgasmos intensos. Definitivamente fue mi mejor noche…» (Una noche inolvidable, p. 43). Como afirma Octavio Paz, a propósito del erotismo, «nada más natural que el deseo sexual, nada menos natural que las formas en que se manifiesta y se satisface. En el lenguaje, y en la vida erótica de todos los días, los participantes imitan los rugidos, relinchos, arrullos y gemidos de toda especie de animales. La imitación no pretende simplificar, pero sí complicar el juego erótico y así acentuar su carácter de representación». Esto implica que el erotismo, presupone una «sexualidad socializada y transfigurada por la imaginación y la voluntad del hombre», cuyo elemento distintivo es el placer concebido como un fin en sí mismo. Así pues, mientras que la sexualidad aparece siempre uniforme e invariable, el erotismo, por el contrario, conforma una experiencia polimorfa y cambiante que se manifiesta en una vasto y complejo universo de «objetos del deseo», tan rico y diverso como lo sea la propia capacidad inventiva del sujeto deseante. Los polos de atracción, ciertamente, pueden ser reales o ficticios, cosas o personas, efímeros o sempiternos. El amor, por su parte, es un sentimiento intenso en el cual convergen al mismo tiempo la seducción fatal y la libre elección. En el caso de la pasión amorosa, el erotismo, en tanto que componente primigenio y nutricio del amor, se concentra y decanta en esa tríada enigmática que es la atracción —obsesión— devoción suscitada por una sola persona: él o ella: «No perdiste tiempo, seguiste echando leña para tenerme calientita, y de pronto me dijiste: ‘vamos al baño.’ Al entrar me desvestiste rápido, me desabrochaste el brasier y me lo quistaste al instante. Besaste mis pechos erguidos; yo gemía y cerraba los ojos. Te despojaste de la chaqueta y la camisa. Me arrimaste a la pared, me subiste un poco la minifalda y me quistaste las bragas, maldita sea…» (El retorno de Zoraida, p. 19), o la ascensión gradual de los actos sexuales tácitos: «En eso advertí que una chica me llamaba sentada en la silla, completamente desnuda y con las rodillas abiertas … Me acerqué a ella y nos sumamos a la fiesta carnal. Se movía como las sirenas y gemía como las lobas… No olvido su carita de virgen ni sus cabellos dorados». (Una intimidad con Shirley, p. 28). Cuando el erotismo se sublimiza se convierte en materia y motivo literario, en oposición a la literatura erótica y a la pornografía literaria. Es así que el erotismo se construye a través de formas narrativas que pueden ser poéticas, noveladas o ensayísticas, para convertirse en una escritura sobre el deseo, mostrándose en contradicción al expresarse como sensibilidad y belleza, o manifestarse como provocación y violencia, siempre en una actitud transgresora. Diferente propósito persigue la escritura erótica donde se alude a la posible concreción del deseo desde otra vertiente no esperada. Si bien el erotismo en «Salomé y otros cuentos» se insinúa, el clímax no reside solamente en las palabras, sino en el lenguaje bien realizado. El erotismo requiere una evolución en las formas y una adquisición de grandes espacios de libertad para el individuo. Sólo en ese contexto la relación sexual se convierte en un juego, en un teatro, en una ceremonia, en unos ritos, y adquiere una connotación artística como las escenas de «Salomé y otros cuentos». Esto no se da en culturas muy represivas ni muy reprimidas, y por supuesto, no se da en sociedades primitivas. La tradición erótica presupone un elevado nivel de civilización, tal vez un tanto porque tenga que ver con el amor. En esta interrelación del amor, el erotismo y la literatura se observa a través de las obras y de la crítica examinada, una convergencia con respecto al carácter trasgresor y a la esencia humana de lo erótico y en sus diversas formas de imaginarios artísticos en el tratamiento histórico-literario. En fin, las representaciones literarias del erotismo y de lo erótico en las obras contemporáneas, unido a otros temas considerados trasgresores como prostitución, marginalidad, homotexto, imaginario femenino o la sexofilia, son protagonistas tanto en obras del campo teórico como de las construcciones literarias post-modernas.

Las acciones de «Salomé y otros cuentos» siguen un ritmo cíclico, marcado por la actividad sexual consumada o sugerida y la subsiguiente laxitud; los simbólicos ascensos y descensos de los lugares (hoteles, habitaciones) donde culminan las escenas de máximo placer carnal. A nivel formal, erotismo y literatura muestran fenoménicamente el estado fluido y prenaciente de la prosa literaria; el lenguaje metamorfosea la realidad creando una surrealidad en la cual la fantasía, el sueño, la hipérbole y todas las fijaciones obsesivas del inconsciente, adquieren un dinamismo inagotable e irreductible a la linealidad del texto. Ello determina la estructura «en movimiento» de la obra y el paulatino triunfo de lo irracional sobre lo discursivo, del impulso y voluptuosidad de la escritura, sobre la ilusión ficcional. Actividad sexual y escritura llegan a identificarse como flujos y reflujos de un mismo ciclo vital casi parodiando a los clásicos cuando escribieron sus grandes sueños en novelas y cuentos ya consagrados no por el hombre o la crítica, sino por el tiempo. Los referentes más cercanos de Javier Núñez son el viejo García Márquez, el extinto Benedetti, tal vez por ahí la narrativa breve de Bolaño y, por supuesto, el peruano Vargas Llosa. Sin embargo la prosa de este libro, deteniéndonos en el eje temático, por momentos alude a un Nabokov y su clásica «Lolita», a un Bukowsky, a un Pérez Reverte o al Haruki Murakami de «Tokio Blues», inclusive al Philip Roth de «El teatro de Sabbah» y quizá, implícitamente por lo de García Márquez y su «Memoria de mis putas tristes», al ya legendario Yasunari Kawabata y sus putitas bellas, dormidas en los ojos del viejo Eguchi. Sin duda, con este libro, Núñez empieza a alejarse del puritanismo y estaciona su discurso en un panorama narrativo donde antes había cierto «silencio», él aparece ahora con sus aires de perturbador, sin necesidad de hacer llegar a la excitación a sus lectores. Sólo perturbándolos. Luego de estos referentes, podemos añadir también que en la narrativa de Núñez confluye alquímicamente el tema erótico y además, en buena medida la construcción de los personajes, la identidad que le da a cada uno de ellos. (El retorno de Zoraida) Fluye el punto de vista del autor sobre el discurso, se da la focalización en el asunto. (Clara Luz, Débora Rojas, Salomé) El narrador locutor se desenvuelve acorde a la atmósfera. (Una intimidad con Shirley) El tiempo narrativo se inmiscuye con la trama. (Una noche inolvidable) Es decir, el estilo del narrador Núñez va alcanzando un corpus que lo va identificando, aunque claro, lo del estilo es progresivo, pero él ha sabido marcar una distancia con lo que es un inicio y lo que es el conocimiento plasmado del arte de narrar.

Este libro es un viaje casi lúdico a través de los términos «amor» y «erotismo». El autor no solamente quiere llamar la atención sobre unas palabras de uso cotidiano que resultan ser más escurridizas a la hora de fijarlas, sino también, quiere invitar a los lectores a elevarse por encima de su propia restricción para contemplar el Eros originario, más allá del tiempo y la distancia, para así acceder mejor a las costumbres del momento que se expresa en la comunicación interhumana. Con este libro de prosa límpida y estupenda, Javier Núñez marca el trecho temporal entre hoy y los narradores puneños anteriores, que hay que leer bajo «circunstancias alternantes» históricas. Ya estamos esperando los siguientes libros que ha anunciado Javier Núñez, mientras tanto, que «Salomé y otros cuentos» nos sirva de indicación para no cometer el mismo error de dejarse limitar por la propia situación histórica y las circunstancias pretéritas en las que andaba la narrativa puneña anterior.


BIBLIOGRAFÍA:

Bataille, George: «El erotismo» Tusquets Editores, Barcelona, España, 2000, 155 pp.
Bolaño, Roberto: «Putas asesinas» Anagrama, Barcelona, 2001, 225 pp.
Cela, Camilo José: «Diccionario del erotismo» Grijalbo, Barcelona, España, 1988, 453 pp.
Chevalier, Juan: «Diccionario de los símbolos» Editorial Herder, Barcelona. 1986, 322 pp.
Montero, Rosa: «La cita y otros cuentos de mujeres infieles» Alfaguara, España, 2000, 286 pp.
Paz, Octavio: «La llama doble. Amor y Erotismo» México, Seix Barral, 1993, 221pp.

viernes, 1 de octubre de 2010

La última vez

(Cuento)

Darwin Bedoya

A la abuela Panena, arriba, en algún lugar de la inmensidad celeste.

Seguro que estarás cansado, intentando agarrarte de las pocas fuerzas que te quedan. A esta hora seguramente que ya habrás tomado tu acostumbrado trago de alcohol para ahuyentar los males. Y lo más seguro es que ahorita mismo estarás abrigando tu reuma con los mantones que le robaste a la abuela Casilda. Ahora que el cielo es imperfecto y la noche se está haciendo cada vez más oscura; no cabe duda que ya habrás mirado hasta el cansancio la esquina más importante de tu cuarto. Seguro que habrás sonreído mientras se apagaba la candela de tu fogón, y tus ojos no habrán podido soportar el peso del sueño, y estarás dormido, completamente dormido. Cuántas veces estuviste frente a mí así de inofensivo. Cuántas veces se me cruzaron por la mente oscuros pensamientos y sentí ganas de darle alguna alegría a la gente de Tulinto. Fueron muchas veces que, a propósito, llegué bien entrada la tarde hasta la ramada de la Casa Grande, y ahí, en el patio, descargaba la leña que diariamente conseguía en los cerros y en las quebradas, después me asomaba con prisa a la rendija que un día de casualidad descubrí, desde allí te contemplaba. Durante muchas tardes pude verte a través de esa rendija. Por eso sabía todas las cosas que hacías en tu cuarto una vez que trancabas la puerta. Pero lo más interesante era que también sabía en qué lugar del cuarto escondías toda la plata que un día dije: "tarde o temprano todo eso será mío". Porque yo sabía cómo te habías ganado todita es plata. No sé cuántas veces, después de haber descargado la leña, vi la puerta entreabierta y me atreví a entrar hasta donde estabas dormido. Me paraba delante de tu cama escuchando el estruendo de tus ronquidos. Te miraba muy lejano y después de tantos cerros, gritando mi nombre, buscándome con tu látigo chispeante. Te miraba tan serio tan dormido, y era en ese justo momento que recordaba que yo era tu nieto. Entonces salía de tu cuarto, agachado y en silencio, con un palo grueso de guarango entre mis temblorosas manos. Sería en la temporada de escasez de forraje cuando vi a Joselo, el hermano de Tinalia, pasó llorando por la quebrada en la que yo buscaba leña. Me acerqué hasta él para preguntarle el motivo de su incontenible llanto; pero después de haberle hecho varias veces la misma pregunta, la única respuesta que obtenía era más llanto. Luego veía que se alejaba mirando hacia atrás, mirando hacia tras. Y fue en ese momento en el que pude recordar que muy de mañanita había pasado rumbo al río, creo, con varios corderos por delante. Estoy casi seguro de que eran quince, incluidos los maltoncitos. Ahora que Joselo ya debe estar lejos, en ningún momento vi que el perro que llamábamos "Tumbacerros" regresaba detrás de él. Inmediatamente pensé en el abuelo Julián. Enseguida llegó también a mi mente la cara que pondría Tinalia al ver llorando a su hermano y encima, sin un solo cordero. No sé por qué presentí que esa sería la última vez que mi abuelo robaba. Joselo sabía que yo estaba muy interesado en su hermana. Que fueron un montón de veces las que junté un atado de leña para regalárselo a ella. Joselo también sabía que Tinalia me correspondía, por eso me enviaba con él, bien envuelto en un mantel, las cosas ricas que ella cocinaba, especialmente cuando no estaban sus padres. Pero ahora estaba preocupado en la reacción que tomaría Tinalia al comprender que ya no tenían ningún cordero. ¿Qué le dirían a sus padres cuando lleguen de Pampalarga? ¿Cómo iban a sustentar la pérdida de quince corderos, o mejor dicho, de todo el escaso rebaño? Eran esas cosas las que estaba pensando mientras corría por un atajo hasta llegar cansado donde Tinalia, antes que Joselo y su llanto. Conversé rápidamente con ella, le hablé de unos planes que al principio no quiso aceptar. Finalmente, terminó diciendo que sí, que aceptaba la idea que le había dado. Yo creo que nunca debió pasarle esa desgracia a Tinalia. Creo que estos sucesos debieron ocurrir en otro sitio, menos en Tulinto. Estoy convencido de que mi abuelo actuaba así por algún extraño motivo que hasta hoy no he podido averiguar, pero sí estaba convencido que todas esas actitudes obedecían a una venganza de hace muchos años atrás que la abuela Casilda alguna vez me contó a medias. Tal vez por eso ahora la gente en Tulinto había sacado sus propias conclusiones. Debo reconocer que se parecían mucho a las mías. Eran muchos los que decían que ya era hora de ajustarle cuentas a don Julían. Que no era la primera vez que se perdían corderos o toros. Eran más de treinta veces que todo un completo rebaño de corderos desaparecía. Y lo más grave era que en todos los casos las huellas desaparecían justo en Cerro Verde, exactamente donde empezaban los inmensos terrenos de mi abuelo Julián. Esa noche olvidaste trancar nuevamente la puerta; yo llegué muy cansado porque había traído dos tercios de leña, más de lo acostumbrado, y es que al día siguiente no pensaba hacer esa tarea. Tenía otros planes. Ahora estaba delante de ti gastando mis ojos en ver tu rincón especial y mirándote a ti. Tal vez por eso no me di cuenta que algo extraño pasaba: no roncabas como era costumbre. En tu cuarto había mucho silencio y hasta parecía que se podían escuchar tus sueños. Por un momento contemplé la nieve de tu cabello, tus arrugadas manos sosteniendo un sombrero lleno de sudor y agujeros. Miré también tus pies descalzos y gruesos y enormes. Estaba distraído mirándote y no sentí que alguien se acercaba con pasos lentos hasta tu cuarto. Traté de salir antes de que me vea quienquiera que fuese la persona que se estaba acercando; pero ya era muy tarde. Lo único que hice fue sacarme el sombrero y pararme a un costado de la puerta. Enseguida comprendí los pasos lentos, era la abuela Casilda, tu mujer, que traía entre sus manos un mantón. Te miró dormido, te cubrió con el mantón y, antes de abandonar el cuarto, me acarició la frente y las mejillas con sus ásperas manos. Luego se fue sin decir una sola palabra. Fue en ese mismo instante cuando tu fogón se apagó y empezaste a roncar. Entonces salí, junté la puerta y me fui a dormir. Seguramente que para esa fecha yo tendría entre catorce y quince años, por eso es que no podía destrancar el seguro del corral donde tenías los mejores corderos, aquellos que seleccionabas de acuerdo al tamaño y la gordura y, a veces, de acuerdo a la raza. En ese corral no habría más de veinte corderos, era lo mejor que habías escogido, lo mejor que sabías robado. Estaba que sudaba y temblaba cuando vi que se acercaba tu enorme perro chascoso llamado "Cascahuesos". Miró cómo destrancaba el corral, miró cómo te robaba los mejores corderos. Le llamé por su nombre y se recostó a un lado del corral. En otras circunstancias me habría destrozado con sus enormes colmillos, habría guardado una parte de mis restos entre la tierra y cuando el hambre lo hubiese molestado, me habría terminado completamente como pasó con muchos desgraciados que pasaron cerca de Cerro Verde. Por suerte, "Cascahuesos", era mi amigo y no sabía que te estaba regalando, tal vez, el peor de los disgustos para salvar y contentar a Tinalia. Terminé de trasladar los corderos y de borrar las huellas justo cuando don Alejandro, el hombre que era tu brazo derecho, apagó su fogón y terminó de cantar como todas las noches, las mismas canciones, la misma horrible voz que regresaba de la noche y te hacían quedar profundamente dormido. Clarito recuerdo que fue un día domingo que llegamos con Tinalia hasta Cumilán teníamos dieciocho corderos, todos estaban en venta y no tenían el precio que seguramente mi abuelo ya les había puesto. El caso es que nadie nos quiso comprar los animalitos. Decían que cómo era posible que unos niños estén vendiendo tantos y tan buenos corderos; otros decían que era un poco sospechoso y que tal vez eran robados, otros decían simplemente que no tenían plata. Entonces tuve que inventar una historia triste, muy sentimental. Por eso es que ya cuando la tarde se hacía oscura encontramos un cliente que sí aceptó hacer el negocio, inmediatamente fuimos con Tinalia a traer los animalitos del sitio donde lo habíamos dejado guardados, porque no íbamos a estar de aquí para allá con los corderitos y todo el mundo mirando, ah, eso sí, llevamos el más grande como muestra. Finalmente, teniendo la plata en nuestro poder, nos fuimos a un sitio especial del pueblo para hacer algunas compras que estaban dentro de nuestros planes. Yo estaba emocionado de estar tan cerca de Tinalia y ella estaba muy agradecida conmigo. Nunca olvidaré que esa noche dormimos bien calientitos. Al día siguiente, muy temprano, contamos una y otra vez toda la plata. Jamás habíamos tenido en nuestro poder tanta plata. Creo que nos asustamos un poco, sobre todo yo, pues ya estaba mirando la cara de mi abuelo y especialmente la de don Alejandro seguro que a esta hora don Alejandro estaba en el corral, delante de mi abuelo, jurándole encontrar al ladrón, jurándole buscarlo, encontrarlo aunque sea en el último rincón del mundo. A nuestro regreso, cuando llegamos a La Peña de las Águilas, el lugar más alto de la zona, me sorprendí al ver desde allí una inmensa humareda, era una columna oscura muy alta que justo se elevaba desde Cerro Verde, y para ser más exactos, esa mañana juré que el humo salía de la Casa Grande. Bajamos la ladera a toda prisa. Y hasta nos olvidamos de todo lo conversado en el camino: lo que yo le diría al abuelo y lo que Tinalia les diría a sus padres. Es decir, lo olvidamos absolutamente todo. Una vez que llegamos a la pampa de los caminos partidos. Tinalia tomó el camino que la llevaría a su casa y yo seguí por el camino más ancho y mejor arreglado que conducía a Cerro Verde. La Casa Grande estaba allá arriba. Subí pensando mil cosas y con el humo enredándose en mi cara. Nadie andaba por esos lugares y eso empezó a causarme un cierto temor. Continué subiendo y en ese afán sólo escuchaba el zumbar de cosas que se quemaban. Había un olor a quemado por todos lados. Lo primero que hice fue acercarme el cuarto de mis padres, todo estaba negro, carbonizado, salía humo, grandes cantidades de humo. Los techos habían desaparecido igual que las puertas y ventanas; lo único que quedaba eran algunas paredes chamuscadas. Entonces pensé en el abuelo, en su cuarto que estaba en la parte más elevada de Cerro Verde. Hasta ese momento no sé si mis ojos estaban mojados por el llanto o por la espesura del humo. Tampoco sentía que las brasas me estaban achicharrando los pies. Llegué al cuarto del abuelo y todo era lo mismo: sólo paredes derruidas, chamuscadas. Cuando mis piernas me abandonaron, caí. Creo que estuve llorando una eternidad. Comencé a esparcir las cenizas, estaba derramando cenizas por todos lados, y entre esas cenizas confundidas con tierra logré hallar, sin proponérmelo, el enorme collar que un día antes vi que brillaba en el cuello grave de "Cascahuesos". Creo que después de llorar frente al cuarto donde viví con mis padres, quedé dormido. En Tulinto también había humo y fiesta. Dicen que todo el día y la noche la gente del pueblo estuvo reconociendo sus corderos, sus toros. Dicen que sobró muchas cabezas de ganado. Que no tenían dueño. En ese grupo seguramente estaba el ganado de otros lugares, los que sí le pertenecían a mi abuelo y los que habían logrado reproducirse en Cerro Verde. Dicen que los tulinteños habían traído presos a los hijos y hermanos del abuelo. Dicen que la carne de gente no se quema rápido. Lo último que recuerdo es que me dijeron que a los que ya agonizaban les preguntaban por el abuelo. Querían saber dónde estaba el culpable. Tú estabas muy lejos de allí, demasiado lejos. Habías corrido toda la noche y todo un día en tu caballo. Habías llegado al cuartel de San Jerónimo y allí convenciste al Capitán Jiménez de ir a Tulinto, y él te creyó que todo el pueblo te había robado, que te tenían envidia, que los estabas denunciando porque habían secuestrado a tu mujer, a tus hermanos y a tus hijos. Además, creo que lo que más convenció al Capitán Jiménez fue cuando le dijiste de que si no iba con una buena cantidad de soldados y castigaba a los tulinteños, ya no le proporcionarías carne para su regimiento, que ya no le venderías carne fresca y barata. Creo que eran los cuartos de maíz y de trigo que no terminaban de quemarse, porque tres días después cuando yo aguardaba a Tinalia debajo de las sombras de unas chilcas, pude ver una columna de humo que persistía en el horizonte, allá en Cerro Verde. Desde temprano estaba esperando a Tinalia y fue en ese justo momento cuando un par de pirunchos peleaban en las ramas de un guarango, volví la mirada para reírme de esos pájaros y por encima de los guarangos más altos divisé una polvareda, me entraron las dudas y levantándome corrí hasta La Peña de las Águilas, no logré subir muy arriba, casi desde unos treinta metros de altura pude ver claramente que una tropa de casi un centenar de soldados venía rumbo a Tulinto. Ahora han pasado más de diez años desde aquel día en que tú mirabas desde La Peña de las Águilas cómo moría la gente y cómo se llevaban muchos presos. Algunos nunca más salieron con vida de esas prisiones que tú nunca conociste; otros salieron enfermos y acabados y lo peor era que no sabían a dónde ir, ya no estaban sus mujeres en el pueblo, y si algunos lograban encontrarlas, estaban con otros maridos y tenían otros hijos. Tú no debes saber que Tinalia tiene tres hijos y que ninguno de ellos es mío. Ahora me están doliendo fuertemente tus canas porque todo este tiempo he vivido ayudando a la única que logró escapar de las torturas de aquella vez en Tulinto. Todo este tiempo yo he acompañado a la vieja tristeza de la abuela. Todo este tiempo yo y la abuela Casilda hemos mendigado, apenas nos ha alcanzado para comer el poco dinero que gano vendiendo leña. Mientras que tú has estado viviendo solito en Cerro Verde. No sé exactamente de qué estarás viviendo. Parece que no te alimentas de nada. A tus más de setenta años de edad, apostaría a que no pesas más de cuarenta kilos. Recuerdo que a pesar de todos los pesares, hubo muchos mediodías en que la abuela me enviaba bien envuelto en un mantel algo de comida para ti. Puego recordar claramente que nunca llegué hasta Cerro Verde con ninguna comida y tú debes sospechar dónde dejaba esas comidas. He oído por ahí que la gente dice cómo es posible que vivas sin comer durante semanas enteras. Y hasta yo me he hecho la misma pregunta. La última vez que te vi realmente dudé que fueras tú, pero luego te pude reconocer: la misma voz, el mismo porte y los mismos gritos dirigidos hacia mí. Sin embargo ese cuerpo no es de ti. No recuerdo la fecha en que te vi como un fantasma. Tal vez fue la noche que por tercera vez olvidaste la puerta de cuarto entreabierta. Ahora recuerdo con mayor claridad, porque me dije que esa sería la última vez que te vería dormir. Cuando descargaba la leña, todavía desde el patio pude oír una especie de voces. Cuidadosamente dejé la leña para ver con quién conversabas. Y al mirar por entre la misma rendija pude comprobar que estabas sólo y dormido. Entonces lo comprendí todo. Llegué hasta tu presencia dormida. Había un muy grande silencio en todo tu cuarto, y ahora sí se podía escuchar todo lo que estabas soñando. Tu cuerpo ha perdido aquel vigor de antaño. Ya no eres tú, parece que en tu cuerpo ya no vive aquel que dobló mi camino. Pesas como veinte kilos, y eso lo puedo comprobar ahora que te estoy cargando en mis espaldas. Justo frente a este río estoy recordando a Tinalia y sin querer, a sus hijos que no se parecen a mí. Ahora que estamos empezando a cruzar el río que separa los linderos de tu tierra y la de Tulinto, recuerdo que tú hiciste sufrir mucho a mis padres, recuerdo que fueron un montón de veces que maltrataste delante de mí a la abuela Casilda y que yo no debí decir nada. Recuerdo también que mis padres me dijeron que don Alejandro intentó matarte muchas veces porque tú lo tratabas como a un maldito esclavo y que si yo trabajaba para ti, era para cuidar tus espaldas; tus espaldas que nunca cuidé. Recuerdo que la abuela Casilda me narró que cuando don Alejandro te avisó que mucha gente venía con candelas de Tulinto y tú escapaste, él te pidió harto dinero y no tuviste más opción que dárselo para que se fuera por una ruta opuesta a la tuya. Recuerdo que la última vez que regresó don Alejandro, tú no le quisiste dar más dinero y por eso te dejó casi ciego. Ahora que la corriente del río está más fuerte y que tú estarás pensando que ya estamos llegando a la otra orilla, se me han venido a la memoria un montón más de recuerdos, especialmente de las veces que estuve mirándote en tu cuarto, especialmente recuerdo en qué esquina de tu cuarto tienes enterrado la plata. El agua está helada y la corriente es cada vez más fuerte. Recuerdo que tú me cargabas, cuando yo era pequeño, para atravesar este mismo río. Ahora parece que no pesas casi nada. Estoy llegando, finalmente, a la otra orilla del río donde está sentada la abuela Casilda con varios atados de plata a su costado. Cuando logro salir del río siento que tus recuerdos ya no pesan nada. Siento que la abuela Casilda me jala del brazo izquierdo y se despide de mí, mientras veo mojarse tu nombre por última vez, mientras alguien grita ¡Benjamín! ¡Benjamín!. No sé si el tiempo y tú sean una misma cosa, tampoco sé por qué se escuchará tu voz hasta aquí. Por qué me estarás llamando, tal vez estés cansado, intentando agarrarte de las pocas fuerzas que te quedan.