martes, 7 de junio de 2011

Poesía puneña de los ’90: la herejía perpetua


Poesía puneña de los ’90:

la herejía perpetua



(1ra Parte)

Escribe: darwin bedoya



Asentir a los postulados de la posmodernidad significa reconocer los movimientos y escuelas que desde finales del siglo XVIII —pasando por el siglo XIX y hasta comienzos del siglo XX— animaron la vida cultural y artística de Occidente: del romanticismo al surrealismo todo fue renovación continua y, consecuentemente, agotamiento de recetas y declaraciones de fe. Esto supone que cada vanguardia fue un movimiento hacia la discontinuidad con respecto a su generación precursora. Sin duda, las vanguardias no enterraron, sin más, a las anteriores: primero, reconocieron su oficio; segundo, establecieron vínculos con la tradición al entrar en diálogo con ellas; tercero, las interpelaron y rompieron con su significado; cuarto, instalaron un nuevo paradigma; quinto, renunciaron a seguir “diciendo” con palabras prestadas; finalmente, hicieron público su propio discurso y dejaron que el lector entrara a su nueva casa.

La historia de las vanguardias es la misma historia del tiempo: a un segundo le sucede otro, ni más segundo que aquel ni menos, otro segundo. Difícil decir cuál vanguardia fue más importante que la otra; lo que se requiere es estudiarlas a fondo, entenderlas en su contexto y en sus propias proclamas y polémicas, en sus ambiciones y limitaciones. Entonces, convengamos en que las vanguardias nacieron y se constituyeron en medios inestables y que no hubo un centro vanguardista sino varios focos, a menudo aislados. Estos focos actuaron como exasperaciones y exageraciones de las tendencias que los precedieron. Frecuentemente el artista de vanguardia se topó con el límite de su arte o talento: no hubo más allá, todo aparentemente estaba dicho y hecho; era hora de regresar a casa o de renegar del camino transitado.

Un par de estas vanguardias fueron las que se originaron en Puno. Una vanguardia que giró en torno a un grupo cohesionado que fueron los «Orkopata» y otra vanguardia estrictamente poética que construyó Carlos Oquendo de Amat después de Alejandro Peralta. Estas vanguardias rechazaron el pasado, la tradición y sus códigos, y abrazaron la causa del futuro (Peralta con su andinidad vanguardista y Oquendo con su poesía cinematógrafica y lírica) como única respuesta posible ante el desconcierto del hombre ante el presente del mundo. El futuro para las vanguardias olía a promesa, progreso, renovación, libertad, nuevas formas. Creo que con las vanguardias del siglo XX, la literatura puneña y peruana, se hizo menos realista, rompió con los supuestos fundamentales del punto de vista naturalista —el carácter, la acción, la casualidad, la lógica y el lenguaje como medio de entendimiento— y expresó la pérdida de la capacidad de integración moral de la sociedad mediante la descomposición de las formas literarias pulcras.

Herederos de esta vanguardia y los grandes poetas puneños, a finales del siglo XX hicieron su aparición los poetas de la Generación de Fin de Siglo. Un aforismo de Hölderlin que Heidegger citaba con frecuencia en sus lecciones de discurso, decía: «La mayor parte de las veces, los poetas se han formado al principio o al final de una época del mundo.» Esto parece coincidir con la aparición de los poetas puneños considerados de la Generación de Fin de Siglo. Si bien es cierto, en esta generación ha habido un buen número de poetas, lo cual, obviamente, no justifica la calidad de la poesía. Sin embargo, el secreto de la supervivencia de esta versión de la poesía puneña parece que consiste precisamente en la diversidad con que estos jóvenes de aquel entonces construyeron sus poéticas: Nunca se condenaron a sí mismos. Participaron en recitales realizados en Puno y Juliaca. Celebraron la poesía en un bar o un prostíbulo. Algunos publicaron un libro o dos; otros, en cambio, hasta hoy conservan inédito su gran libro. Varios de ellos se unieron para publicar una revista literaria. Hubo alguno más insolente que se atrevió a publicar un buró de literatura. Otros, en cambio, formaron grupos en la Capital: Leoncio Luque y Gonzalo Málaga son integrantes de Noble Katerba; Filonilo Catalina y Rubén Soto son integrantes de Triángulo editores. Hoy por hoy, varios nombres de esta generación ya no pertenecen a las sombras de la poesía. Otros, aún duermen justo en el lugar donde caen los relámpagos y la lluvia. Los más pocos, todavía, inseminados de sí mismos, escriben y escriben, buscan, se acomodan dentro de una estética. Contemplan la brevedad de las formas poéticas de turno. Admiran terriblemente a un tal Carlos Oquendo de Amat. Pero en todo esto no se puede olvidar algunos nombres que pudieron haber estado en este «grupo» de manera más intrínseca, no lo estuvieron; las razones si bien no fueron voluntarias, pero fueron, y por esa cuestión de la situación geográfica o contemporaneidad, no compartieron estas granizadas. Sin embargo, estos poetas no dejan de ser de Puno, éstos escribieron poesía desde fuera. Ellos son: Leoncio Luque, Gonzalo Málaga, Rubén Soto y Filonilo Catalina y de ellos hablaremos enseguida.

Leoncio Luque (Huancané, 1964), a pesar de la distancia, no abandonó sus fuentes andinas, su ideario lírico que, en cierta medida, trasunta una voz de estos lugares, pues en la misma tentativa y búsqueda de un espacio poético, podrían ubicarse diversos textos suyos, versos que adquieren connotaciones intersubjetivas y culturales, pero que se salen de lo que tradicionalmente se entiende por poesía localista, y quizás apunten a la necesidad de transformaciones en la representación escrituraria: «¿no eres tú/ aquel que percibe la soledad del viento/ y llora como un ángel.» Tal vez los años ochenta representaron la renuencia contra el coloquialismo, la vuelta a la metáfora y a los temas de carácter íntimo, algo que la onda poética de los sesenta y setenta había ido separando del discurso poético casi como una urgente necesidad, lo que ocurre en los noventa reveló nuevamente algunos vínculos, resemantizaciones e intertextualidades en las poéticas de la Capital: «esta forma de enredarse en este mundo/ me enrarece/ yo voy callado/ apagando en el corazón/ el odio// y/ en tus ojos/ el miedo es palabra de litigio/ donde/ antes de morir/ miramos cosas inútiles/ en este mundo// ahora yo escribo/ poemas/ con la edad madura/ que me permite/ este espacio triangular…» (Recuerdo de los siete) La poesía de los noventa empieza a convertir en enorme al sujeto lírico y se proyecta a la búsqueda de lo cotidiano, urbano, lúdico, experimental, pos/neovanguardista, etc.: «Amamos el silencio como se ama la muerte/ y nadie piensa en el vestigio,/ el amor tallado en el corazón de la lluvia,/ la mirada humilde besándonos…»(Ofrendas al silencio) Nacía entonces una poética un tanto disidente, llena de exploraciones individuales y colectivas como el caso del grupo de Leoncio Luque y las filiaciones de su poesía.

La poesía de Gonzalo Málaga, (Puno, 1968) experimenta el asombro y el espanto del mundo, de la vida que nos ha sido dada, pero también su belleza comparada con un poema. Demás está decir que el mundo es misterioso, en sus recodos la vida parece doblegarse al dolor, a la ausencia, a la nostalgia y con ese conjunto de pesares, algún día ha de congraciarse con el hombre: «Todos tenemos algo que es negro/ un centro que sigue contornos/ que hoy desconozco// Porque todos tenemos al tiempo/ lamiendo/ desesperadamente/ y el paso de algo que es como el aire/ que deja que otros/ nos traigan el mar// Todos tenemos,/ por más que algunos lo nieguen,/ un impulso preciso que nos llega a matar,/ y esas formas oscuras/ como un tambor de batir presuroso/ que nos deja flotar en la noche// Todos tenemos algo que es negro.» (Algo que es negro) Sin embargo, algunos ejes temáticos, algunas preocupaciones esenciales, acompasan esta poesía. La principal es la angustia existencial, más conectada con la idea de reflexión y contemplación de la vida, tal vez mostrando que el poeta hubiese aceptado, con el transcurso de los años, lo frágil de su condición, y la efímera condición del humano. En los poemas de Málaga, la conciencia del paso del tiempo y la espantosa certeza de que nos acercamos sin pausa a la muerte, son las constantes que nublan y alumbran sus textos: son conciencias que no arrastran al poeta a la desesperación, sino que más bien lo conducen a una lúcida constatación de lo fatal: «El tiempo ha de tomar la mujer que uno espera/ es un instante preciso para el que no hay ataduras// La palabra por la que sabrás que te ha hallado/ te será dada al oírla// Y qué importa si viene de noche/ entre personas que no notarán su presencia/ porque ella consigue/ que nadie desee el espacio de nadie…»(31 [nuevamente])

Con Rubén Soto (Juliaca, 1974) asistimos a la inauguración de un despliegue de categorías escriturarias casi pictóricas, las que paulatinamente van introduciéndose a otros niveles semánticos y, de este modo consigue una nueva percepción visual en el concepto de signo en la poesía. Haciendo referencia a estos caracteres poéticos, Octavio Paz diría: Toda lectura de un poema, cualesquiera que sean los signos en que esté escrito, consiste en hablar y oír con los ojos. Esta es una línea un tanto desconcertante porque los segmentos—poemas, en un principio se vinculan como hojas de coca, para luego esparcirse como partes de un todo que pretende simular una brevedad lírica contundente, a veces agresiva y violenta que se origina desde una inferencia reflexiva frente a la palabra: «no encuentro tu lluvia/ sólo/ el perfil disecado de los siglos» Partiendo desde los títulos escritos en quechua y la disposición caligráfica de los versos que nos remiten a épocas precedentes (En su poesía aparecen con claridad recursos propios del creacionismo huidobriano: ausencia de puntuación, imagen como eje del poema, una sintaxis abierta, subversión semántica de alto grado, etc.), su poética organiza una propuesta estética detrás de un vaivén vehemente—sicalíptico—intimista que se construye en las meditaciones estéticas de su lenguaje, esta voz resulta ser un flujo violento y oscilante, al mismo tiempo que abstinente, sacude el desplazamiento lector con la regeneración o intermitencia textual en un temblor de precisiones. Sin duda son aspectos propios de una poesía hecha para despertar la mirada, oír con los ojos, según Paz. Creo que para Soto escribir poesía no es una mera diversión. Pienso que en su vida este ejercicio representa un camino de liberación: «entonces hará malviento/ rosa menguante/ & las aves del espejo tendrán mucho miedo/ rozará tu voz de adobe con las/ vísceras del frío/ las piedras/ golpearán el musgo de la sangre/ esparcida/ graznará este cactus/ como cuervo sajado/ & tus ojos sedentarios/ rosa insomne/ se llevarán la lluvia definitivamente» (kinsa chunca pusaqniyuq) Sus textos expresan un cansancio. Su voz no persigue solo una renovación de la poesía escrita, sino, en el plano personal, busca trascender los límites de la literatura hacia su necesidad vital de constituir una cosmovisión distinta de la existencia, de la expresión poética. Tal vez sea algo que todos buscan y que se perseguirá toda la vida. Con la publicación de su libro istalla (2006) se vislumbra a un poeta que trasciende en la evolución, un progress in word que es posible evidenciar en cada micropoema.

Finalmente, Filonilo Catalina (Coaza, 1974) se concentra en el lenguaje y sus múltiples rostros. La suya es una palabra invadida de imperativos quiebres coloquiales, es desde allí que emerge una reflexión intuitiva pues logra un gran protagonismo el yo poético: «Ahora pienso/ en lo contradictorio que fuimos/ caminando/ de calle en calle y en marzo/ haciendo caso omiso/ a los consejos de nuestros padres/ a los decires de las gentes: «Qué tal desvergonzados/ darse tanto amor cuando el pan sube a diario/ ¡y fíjese usted, en plena calle!» Es justamente ese matiz que ha dotado a su poesía de una capacidad meritoria de distinción y de profundidad en sus sensaciones, aspectos que ya caracterizan su verso. Además, por supuesto, la sutileza de su lirismo tierno, disonante, construido en base a las variantes léxicas del lenguaje cotidiano. Podemos decir que su poesía está dotada de un élam poético con un sentido narrativo—descriptivo y, a veces, confesional; cualidades que la poesía coloquial requiere en aras de una comunicación más directa con el lector: «Cuántas veces has dicho/ Que eres un ángel descielado/ Y tus ojos abortaron/ Seres alados que despertaban aún ebrios en los parques/ Cuántas noches reposando al borde de tus ojos/ Siempre al filo/ Manteniendo/ El desequilibrio necesario para poder vivir/ Con un cigarro en los labios/ Con un vaso en la mano/ Soportando el peso de los astros/ Sentado o caminando/ Pero con el mismo peso cósmico sobre tus alas chamuscadas/ Con el pecho abierto/ Esperando/ El suicidio de los astros.» (de El trapecista) La poesía no es, pues, lo que es, sino lo que se adivina, lo que viene, lo que será, el universo que se pone en pie en la mente de quien lo hace posible para él y para los demás.

Es verdad que los poetas de la Generación de Fin de Siglo sintonizan con la poesía vanguardista, y tal como ha señalado claramente Bourdieu, «en cada época o período histórico, los autores se instalan como sobrevivientes de una estética tradicional, […] o como vanguardias que hacen época al instaurar una nueva posición en el campo poético.» Por ello, no se puede desconocer tampoco la invisibilidad de estéticas y grupos. Los poetas de la Generación de Fin de Siglo construyeron escrituras que expresan un atisbo todavía de fragmentación o disolución. Algunos consolidan un proceso literario que ratifica el desarrollo de su labor poética y crea un modo discursivo ejemplar, hegemónico y representativo de una ruptura en constante movimiento. La multiplicidad del discurso de estos poetas, aunque entendido con el lenguaje vanguardista, plantea un ejercicio de lectura también lírico, especialmente cuando leemos a Edwin Ticona, Simón Rodríguez, Walter Paz y Luis Pacho. La oscilación que se produce en los discursos entre cierta racionalidad y meditación creo que estaría en las voces de Eddy Sayritupa, Fidel Mendoza, Gabriel Apaza, Víctor Villegas y Rudy Frisancho; creo que en los demás hay más una fragmentación, un desfloramiento de la interioridad, el decir intrínseco del yo poético y la siempre manida preferencia de las dualidades órficas en las que descansará siempre la poesía: espíritu y sustancia, vida y muerte, cuerpo y alma, sin olvidarnos del refugio de la memoria.

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