Una estampida lenta o la seducción del
abismo,
una lectura de Caída del búfalo sin nombre de Alejandro Tarrab
darwin bedoya
A
finales de los años veinte Vachel Lindsay, aquel rapsoda mítico, viajó por su
país —adelantándose a los
beatnicks—, predicando un
evangelio entre poético y religioso, recitando y cantando sus versos a cambio
de hospedaje y alimento; uno de esos días escribió un poema titulado Los
búfalos que comían flores, en cuyo final el poeta escribe: Pero los búfalos que comían flores en
primavera/ se fueron desde antaño. / Ya no cornean más, ya no mugen más, / ya
en las colinas no rondan más: / con los Pies Negros yacen dormidos, / con los
Pawnees yacen dormidos. Esa escena de desaparición-muerte de búfalos nos
remite al momento en que David Wojnarowicz
fotografió a varios búfalos despeñándose y acabando con su vida, y es de
esta imagen de donde nace el título que le da nombre a uno de los recientes
libros de Alejandro Tarrab (Ciudad de México, 1972), quien acaba de publicar Caída del búfalo sin nombre en una
coedición de Mantarraya ediciones y
Malpaís ediciones, 2017. El libro es un lugar donde la sangre delira como un
becerro embrujado. En cada página la fiebre se dedica a renombrar la memoria,
el reencuentro, la letanía, el retorno, la partida y la muerte, la huida y la vida.
Los rescoldos, el mito, el rito, la prolongación, la maldición y la
superstición: un ensayo completo sobre la existencia.
La
escritura de Tarrab en este libro transcurre con cierta templanza, tiene el
matiz de la contemplación de los finales y los retornos. No tiene prisa para
nada. La escritura y su tono son contenidos; aunque en ocasiones ambos —como en
un común acuerdo— se desbordan con vehemencia para precisar lo inefable que se
trasluce en un comportamiento o una confesión: resuellos y palabras de un día y
un lugar celebrados. Cada imagen del libro es la seducción que suscita el
abismo, la caída, la incertidumbre que establecen los puntos de fuga en la
significación del lenguaje y la memoria —la manera en que se persiguen los
hallazgos de los puntos de fuga, el fondo desenfocado que también existe—, se
desarrolla así un pulso entre instantes, y así se erige este manifiesto desde
el abismo en contra de la muerte. A todo esto Pascal Quignard diría: El pasado es un abismo sin fondo que se
traga todas las cosas pasajeras; y el porvenir es otro abismo que nos es
impenetrable. Uno de estos abismos desaparece continuamente en el otro.
Sentimos la desaparición del porvenir en el pasado, y es lo que constituye el
presente, como el presente constituye toda nuestra vida. Entonces el libro
se torna en novela, poema, autobiografía, y nace cierto hermetismo que no
rechaza la comunicación, no implica un olvido del otro con el fin de imponer la
vida y la historia.
Caída
del búfalo sin nombre es un viaje interior. Es una
propuesta de búsqueda del ser y de su entorno a través de la palabra. Presenta
una visión profunda de la vida y de la muerte. Tarrab reinventa el lenguaje
poético y a la vez se reinventa así mismo. En cada página se sacude la
conciencia de un esplendor que anuncia mudanza y devastación y la recreación de
escenas que protagonizan sombras anónimas, errantes. También está la
cotidianidad del destierro y el signo de la posteridad. Caída del búfalo sin nombre ya es una leyenda, un mito. Porque está
hecho de esas cosas. Porque la muerte o el suicidio, en este caso, es el eje
que articula el discurso totalizador del libro, porque el hombre siempre ha
tenido el poder de decidir su propia muerte, es el único animal que decide
morir; sin embargo, casi nunca se ha considerado que le haya correspondido el
derecho de hacerlo; de ahí surge la idea de transgresión y acabamiento. Pero
también se trata de aprehender, en lo no inmediato, la insolencia y la derrota,
la culpa y el pecado, la memoria y el olvido. Y es que el suicidio es una
confesión, y por eso es mucho lo que dice; el cadáver se transforma en un texto
que es necesario leer tomando en consideración el todo y el todo hay que leerlo
a partir de esa muerte: No la conocí,
aunque la presiento sí, a través del aire, de la mordida, de la masa repasada
por los dientes, rumiada, masticada y finalmente digerida y liberada. ¿Debería
entonces empezar a asumir esta pretensión como algo único, como algo mío?: ¿la
conozco? Soy testigo de su presencia, de su paso por el mundo y, ante todo, de
su falta. Porque más allá de ese enfrentamiento, cara a cara de la especie,
está el no enfrentamiento, el encuentro cara a cara que pudo ser, que debió
haber sido, los diálogos en el ánimo que dicen ven, ven, pero también me voy,
me fui, desde allá te hablaré. “DOLORA (UN RETRATO)”. Este doble movimiento del lenguaje permite dar un sentido a lo
que de otra manera podría pasar desapercibido, así como determinar qué puntos
arrojan alguna luz aclaratoria y cuáles nos hunden en las sombras del
desconcierto. Así, la seducción del abismo se torna más grande, de ahora en
adelante ya no será solo del cuerpo del que se hablará, sino también de las
cosas ocurridas, del silencio mismo, porque la vida y la poesía pueden librar y
liberar, poner a salvo a quien escribe, purificar al hablante de los demonios que lo poseen, lo cual
significa decir la palabra para poder seguir viviendo, porque el suicidio
enfrenta al hombre y a la mujer consigo mismos y les pone delante el infinito,
casi como la poesía misma.
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