miércoles, 16 de julio de 2008

La escritura: una morada inconclusa para la nostalgia









Por Darwin Bedoya



“Para mi madre, además de un fracasado, soy como el ungüento sin color: que vale para todo pero no cura nada. Para mi padre soy el hijo desaparecido, el que nunca estuvo en la mesa a la hora del almuerzo o de la cena; para el resto de la familia soy un loco aventurero, un loco sin remedio, un simple garabato que el viento ha de borrar una de estas tardes.

“Para mi primera ex-mujer siempre fui un inútil; para la segunda fui una mala inversión, porque nunca tuve un sueldo para llevarla a una pollería o a una discoteca pituca. Ella me preguntaba en las fechas de los concursos literarios: ¿cuándo vas a ser famoso?¿podrás algún día conseguir algún premio de verdad?

Y yo le contestaba escribiendo un verso sobre su piel, con mis labios.

Después de ella tuve otra mujer, pero de ella no quiero decir nada, sólo que por ella sigo escribiendo. Sigo viviendo.

“Para mi mujer actual soy una voz detrás del teléfono, un hombre distante, aquel que sólo a veces enciende su celular (si por suerte aún lo conserva), un forzado ausente, un cielo nublado sin lluvias, sin relámpagos ni vientos terribles. Para ella soy una joya enterrada, el tesoro que le robaron, el sueño más esperado que a veces se vuelve pesadilla.

“Para mis amigos soy un escribeporgusto, un gastapapel, un tipo que ya no tiene futuro y que lo mejor sería morirse aquí hoy. Para ellos soy un tipo que insiste en la nada y por eso me dicen que los poetas ya se murieron hace tiempo y que recupere pronto la razón sino quiero perder su amistad.

“Yo, mientras tanto, sólo espero ser algo, al menos un lector empedernido, despiadado, completo, algo más de lo que soy: dueño de las palabras —solamente de algunas—, dueño y amo del silencio, porque espero, pacientemente, algún día, ser, por fin, un deseo cumplido, sólo eso.”



0.- El escritor, el tiempo, la sensibilidad y la soledad:



En épocas ulteriores al siglo XVI, el científico holandés Christian Huygens construyó el primer reloj péndulo, introduciéndose así en la medición exacta del tiempo, claro que mucho antes de que inventaran los relojes, nuestro cuerpo y nuestra mente podían percibir nítidamente el tiempo. El ciclo cronológico dominante del organismo se llama ritmo circadiano, cuyo control se cree que está en el hipotálamo. El tiempo, sea lo que sea, el tiempo representa algo que los hombres hemos asimilado tan intensamente, que ya ha adquirido un significado propio. En su poema “Síndrome”, el escritor Mario Benedetti dice: “Todavía tengo casi todos mis dientes/ casi todos mis cabellos y poquísimas canas/ puedo hacer y deshacer el amor/ trepar una escalera de dos en dos/ y correr cuarenta metros detrás del ómnibus/ o sea que no debería sentirme viejo/ pero el grave problema es que antes/ no me fijaba en estos detalles”. Esta es la visión del poeta con respecto al paso del tiempo y la edad que le va pisando los talones, desde su noche irresuelta hacia esas manecillas que no cesan. El propio García Márquez repasa este tema en “Memoria de mis putas tristes”, claro que con su estilo y precisión conocidos en él, pero además con un acendrado nerviosismo, natural y comprensible, debido a la suma de los días y las horas que no serán más las de antes. Y que justamente su acumulación genera un suceder de las manos cansadas: el tiempo. Y es el tiempo quien deja una sensación de espacios vacíos en la mente humana, de todos, pero de manera muy especial de los escritores. Precisamente la velocidad del tiempo otorga estados de ánimo, formas de vida en el individuo y a partir de esa idea es que empiezan las nebulosas, las horas que a veces se tornan eternas, las horas que uno nunca hubiese querido, las horas que no volverán, el tiempo que quiso ser perpetuo, el tiempo que uno quiere retroceder, el tiempo fugaz y eterno. Es de esa estadía en el tiempo que los escritores alcanzan un período de desesperanza en los orígenes de su escritura. El tiempo, entonces, podría ser todo lo que hagamos en él, hasta nuestras penurias nacidas en el instante.

En ese estado de desasosiego -en el que nadie puede hacer nada contra el paso del tiempo- es que surge el melancólico, el mustio, el taciturno, el triste en distintos grados de su incomparable desolación; ese hombre o mujer, muchacha o muchacho nostálgico y, ése es casi siempre una persona que lee considerablemente, lo suficiente como para decir que lee, ese alguien que no sabe que, si se supiera vivir la soledad como un estado dichoso, sereno, no como un abandono o una situación irremediable, entonces podría despojarse de la inmisericordia de Cronos. Si se disipara ese pánico a quedarse solo o con los años que vienen a toda prisa detrás de nosotros, si se potenciara la seguridad en uno mismo y se disfrutara de los momentos en los que podemos gozar de la compañía de otras personas sin que nos presione la idea de conseguir una tristeza, una sempiterna melancolía. Si se pudiera. Pero lo cierto es que muchas veces acontece esa abstracción de quedarse solo, sin nada ni nadie, como se quedan sobre el suelo humedecido del bosque, las hojas muertas.



1.- El escritor, la noche, y la escritura:

Sin embargo, más allá de esta soledad, se puede perder al soñador, pero no el sueño. “La noche existe como calvario,/ como juntura mística de acordes terrenales,/ como escena intranquila,/ como desorden elemental,/ como quimera. Ese es el lugar de los miedos”. La noche, estos otros versos de Uchofen nos conducen a la hora casi normal del ejercicio literario en un escritor, novelista o poeta, pero escritor al fin y al cabo, ese que se pierde en las horas silenciosas para aparecer en otro lugar o nacer desde él, porque esa es la magia que posee el arte.

En una sociedad como la actual en la que la medida de todo la da el mercado y en la que la filosofía del consumo se está adueñando de la parcela artística que, incluso, se conceptúa como simple ocio o como una extensión del acto productivo, ciertamente parece difícil que todavía existan escritores que se tomen la literatura en serio más allá de las quejas y descontentos de sus iguales o parecidos o sus alejados. Y, por lo tanto, resulta casi inadmisible imaginar a cualquier escritor que alguna vez no haya escuchado la pregunta relativa a por qué escribe. La necesidad de conservar lo transitorio y de huir de lo ordinario podría ser una respuesta tan válida y tan válida y tan verídica como cualquiera de esas sentencias aparentemente meditadas pero tan parecidas que sonarán a triviales, casi institucionalizadas, que se lanzan al aire cada vez que se oye la recurrente pregunta. “Escribo porque no puedo dejar de hacerlo” o “Escribo porque es lo único que sé hacer. Porque es mi oficio”. Otros como Rosario Ferré dirán “escribo cuando pienso que todo me falla, que la vida no es más que un teatro absurdo sobre el viento armado, sé que la palabra siempre está ahí, dispuesta a devolverme la fe en mí misma y en el mundo. Esta necesidad constructiva por la que escribo se encuentra íntimamente relacionada a mi necesidad de amor; escribo para reinventar el mundo, para convencerme de que todo lo que amo es eterno”. A estas palabras Carmen Naranjo, escritora costarricense señala: “Escribir es sacarse de adentro lo que uno ha pensado y ponerlo en un muy buen español, siempre innovando, apoderándose de la lengua. Siempre quiero que la gente se encuentre a través de la literatura”.

La uruguaya Cristina Peri Rossi será algo más contundente y filosófica al mencionar que: “La vida de cada ser humano es muy limitada: nace con un solo sexo, una sola familia, un solo país. No puede elegir la época en que vive, ni el espacio: los emigrantes suelen ser mal recibidos en todas partes. Tampoco se elige la clase social, ni la salud, ni su rostro, ni su estatura. Frente a todas estas limitaciones, escribir me pareció, desde pequeña, una superación. Por ejemplo: puedo escribir desde el punto de vista del perro que nunca fui ni seré, o del hombre -o de la mujer- que no soy. Leer y escribir son, pues, superaciones que las fronteras históricas, de edad, de sexo y de biografía”. Lo cierto es que no resulta excesivamente complicado confundir la pregunta del por qué y la pregunta del para qué, o del cómo, del mismo modo que no resulta nada complicado confundir las respuestas. Una buena respuesta a un por qué sería: “Cuando era pequeño no veía muy bien, no era muy sociable y me gustaba demasiado aislarme debajo de las mesas del colegio. Supongo, aunque esto podría explicarlo mejor cualquier psicoanalista con la más mínima profesionalidad, que necesitaba expresarme de algún modo y el papel, al menos al principio, no exige demasiado. Con el tiempo puede llegar a convertirse en el interlocutor más susceptible, pero en un primer momento resulta muy afectuoso: no mira, no pregunta, no se asombra...”. Y, en cambio, una buena respuesta para un para qué, sería: “Pues mira, yo no quiero morir y soy lo suficientemente ingenuo como para pensar que perviviré gracias a mis escritos: mis poemas, mis cuentos o, la novela que termino este sábado de feria en Puno”. Y finalmente una respuesta al cómo sería: “Escúchame, yo empiezo por leer a varios autores, especialmente a los clásicos, y, tal vez como muchos otros que escriben, emprendo a rememorar alguna imagen, algún motivo, y empiezan a nacer las palabras, la hoguera de los recuerdos y las melancolías; empieza a destilar mi imaginación como un río desbocado hasta que finalmente termino el texto y ahí está, frente a mí, como un bebé lleno de mutismo, dentro de la hoja, con ganas de querer decir algo o con las formidables ganas de querer caminar y entonces empiezo a corregir, a sacarle las cosas malas, las palabras calamitosas, las disonancias y etc., etc.” La causa y la finalidad. El arranque y la meta. Conceptos opuestos que tienden a mezclarse en respuestas a veces precipitadas, a veces con poca vocación de aclarar una pregunta tan fatigante. Se procede de uno y se tiende al otro, aunque la mayor parte del tiempo no se sea consciente de ello ni exista una preocupación por separar ambos extremos. Y no existe, porque entre ambos límites está la creación y ella es en sí misma lo primordial. La necesidad de agarrar lo que se escapa mediante un escrito, un poema o un cuento.

Al fin y al cabo, se trata de dar cuerpo a esa nostalgia y, de esa manera tan idealista y tan excesivamente pretenciosa, intentar pasar el testigo. Caer en la trampa de sentir que se forma parte de la cadena aunque sea mínimamente. Escribir para pervivir... ¿Qué simposio, reunión o encuentro de escritores que se precie no ha formulado entre sus propuestas la eterna cuestión de “Vivir o Escribir” en alguna ocasión?

Nunca se puede repetir el deleite de la primera vez, no se le puede pedir a un escritor que haga tantas obras buenas como para tener a un lector satisfecho durante toda su vida y no se puede exigir que no mueran. Y, precisamente por todo esto, porque los escritores no son superhombres, la nostalgia es profunda e irreparable. No es un superhombre. Pero, ¿qué es un escritor? a) Una persona que escribe. b) Una persona que escribe y además se comporta de una manera especial que no es mejor ni peor que las demás conductas, sino simplemente especial porque hay algo que excita su imaginación. c) Una persona que escribe, se comporta de una manera peculiar y, además, vive en un permanente estado de añoranza, de cierta soledad y nostalgias imperecederas. ¿Y qué es lo que origina esta horrible sensación de que siempre se está perdiendo el tiempo? Difícil de responder. Hay quien dice que todo se basa en el horror a la mortalidad. La muerte es siempre algo difícil de asumir, pero casi imposible cuando se cree que queda algo por contar, algo por escribir o, aún peor, algo ya escrito que se debe corregir. d) Una persona que escribe, vive en un permanente estado de amor, añoranza, tiene un comportamiento particular y, además, huye, lo que hace que el escritor se encuentre en un constante exilio interior.

En ocasiones el exilio también debe ser exterior: autores que viajan por el mundo no por razones de ocio o de aprendizaje, sino por fuerza. Para estar a salvo. Pero éste es un asunto de nostalgia desaforada. Supongo que estos cuatro puntos resultan del todo insuficientes. Cerrar un libro es un acto nostálgico como lo fue abrirlo. También lo es comenzar a escribir, memorizar un poema de Oquendo, de Simón Rodríguez, de Luis Pacho; qué mayor sensación de final, que ser testigo del agotamiento de una eternidad.



2.- El amor, la nostalgia, la muerte y demás tentaciones:

Alfredo Herrera en su libro “Elogio de la nostalgia” escribe: “Quien me tienda su mano sabrá de qué sabor es la nostalgia./ Padezco de una rara enfermedad:/ escribo para no morir./ Guardo grandes temores: tengo miedo y escribo”. Pero en todo esto de la escritura literaria hay un motor, un punto de partida que implica una serie de asuntos más, pero el motor que nadie podrá negar es sin duda la nostalgia con sus rizomas de amor y recuerdos. El amor especialmente. El ambicioso rehace mil veces sus discursos y el enamorado mil veces sus idolatrías. El primer amor puede surgir desde la primera adolescencia hasta la tercera edad. Se dan casos de octogenarios que han descubierto, ya en la residencia, que nunca habían estado enamorados como en ese momento. Repito de nuevo que el primer amor no es siempre el primero que se experimenta, sino el que queda fijado de forma indeleble, el que sirve de referencia y guía para las relaciones posteriores. El que algunos han dado en llamar “el gran amor”, o “el amor de la vida” o “el amor verdadero”. He escuchado y leído muchas veces que la amistad entre hombre y mujer no existe, y he constatado que en muchos casos el dicho es cierto: se rompen las barreras, o en el objetivo inicial no figuraba la amistad, sino la conquista, la pretensión de las cadenas, las nostalgias, las melancolías. Entonces, de estos estados de sensibilidad es que, normalmente, nace el escritor, hay una serie de acontecimientos internos, viajes interiores, ausencias y vacíos; nadie lo negará: porque al final, como dijo un narrador: “Leer a un escritor en cierta medida es meterse dentro de su cabeza. Ahora yo les abro la puerta de la mía para que entren, pero, por favor, tengan la delicadeza de no tocarme las neuronas además de prestar la debida atención con las uniones nerviosas. Espero que esta cabeza no la encuentren muy desarreglada, ya que ayer, sabiendo de esta invitación que les hago, traté de ordenarla lo mejor que pude. A la derecha, según se entra, están mis ideas más recientes, todas en suspensión esperando tomar una forma más concreta; a la izquierda se pueden observar todos mis deseos y anhelos, que se confunden con la influencia de los instintos, un poco más alejados de la razón; al fondo encontrarán el almacén de mis recuerdos, todos clasificados en orden temporal: los buenos a un lado y los malos al otro, cerrados bajo llave. Pueden mirar pero no leer, todo es secreto, ya les daré por medio de mi palabra lo único que me interese conceder”. Éste sería un punto de partida realmente estimulante, y en no pocas ocasiones habremos visto o leído libros que tratan sobre la estructura íntima de la Realidad (del autor y su mundo), así, con mayúscula, o de las infinitas realidades, minúsculas, posibles y mutuamente excluyentes, entre las que los personajes han de escoger. Desafortunadamente, gran parte de ellas se quedan en la pirotecnia especulativa, tremendamente espectacular pero poco satisfactoria para el lector exigente. Sin negar el desasosiego que puntualmente puedan producir, no cabe duda que se debe profundizar bastante en la psicología de los personajes y el tratamiento de los temas, más allá de los efectos de la percepción.

3.- La literatura, el lector, la escritura y otra vez el tiempo, el amor, la muerte y la nostalgia:

Pero leer a un escritor también implica compartir sus estados de ánimo, no lo sé, tal vez quiera compartir sus experiencias para no estar solo, cuando solo se está al escribir; quizá busque su propia comprensión a través de sus palabras; quizá ansíe ser inmortal a través de la huella de su obra… Para ello pasa el tiempo, el tiempo otra vez, inmerso en sus pensamientos, luchando con el idioma para dar forma a las ideas, para crear imágenes dentro de la cabeza del lector, porque el que lee es el último destinatario y sin el lector, un escritor no existe. Mientras esto ocurra, la literatura sucede, claro, si es una buena escritura, la literatura nace, como el arte entero, de la necesidad más íntima del hombre, cualquier hombre, todo hombre, capaz de captar su realidad, sus nudos interiores y expresarlos, o de verlos expresados, en una dimensión imaginaria. La literatura existe, como germen, ya en la menor expresión oral del niño o del salvaje; existe, como producto final, en los más elaborados ejercicios de un Oquendo de Amat o un Lolo Palza o un Walter Paz. Que la literatura además sirva para otras cosas, que sea magnífico vehículo de ideas y doctrinas y hasta disparates, que pueda ser eficaz como arma política o demagógica, que se use como envoltorio de propagandas más o menos sospechosas, que se convierta en uno de los opios del pueblo y no el peor, todo eso es muy cierto.

Pero esto no se refiere a la literatura misma, sino a la utilización de la literatura. También el cuchillo que corta y reparte el pan sirve para matar. La literatura es –nada más, nada menos– un instrumento para explorar la realidad. Por eso, importa tanto; por eso, tiene tan poco éxito creador cuando es aplicado a otros fines. Las imposturas de la literatura son las imposturas de los que quieren hacerla cumplir funciones falaces… Falaz como estas palabras que se confunden. Pero, en este instante, si no escribiera algo que ahora se me ha ocurrido, ahora que sudo nostalgias, estas líneas no tendrían sentido y serían absolutamente ilusorias, por eso incluiré este poco de palabras sueltas, esta tentación con nostalgia y recuerdos y, el amor, por supuesto, como un tema capital de la escritura: Me voy, no queda nada más que hacer después de la lluvia; por eso parto, llevo una mochila vacía y arrugada de recuerdos, algunos cigarrillos Hamilton, y algún periódico viejo que tenga los crucigramas sin terminar, tal vez me sirva de algo, me llevo los dos boletos últimos de nuestro viaje a la Capital (serán un recuerdo vital), me llevo una servilleta de papel con una cara mía que habías dibujado aquella noche después del cine, de mi boca sale un globito con palabras (sólo eso puedo decir, tu nombre, Quiela), las palabras también pueden decir cosas cómicas...(imagino tu sonrisa). Dejo mis tres relojes, no quiero saber que ha pasado un considerable tiempo sin ti. También me llevo una hoja de acacia, recogida en la calle, la otra noche, cuando caminábamos separados por la gente, y otra hoja, petrificada, blanca, que tiene un agujerito, como una ventana, (intenté verte sentada en el sillón, en casa, tejiendo una chalina para mí, por el frío…) y la ventana velada por el agua, y yo soplé y te encontré, y ese fue el día en que empezó ¿la suerte…? Me llevo el gusto del vino en la boca, un poco de tu voz también, sé que me hará falta, ¿recuerdas el vino?, por todas las cosas buenas decíamos (levantando las copas), todas las cosas cada vez mejores que nos van a pasar... dejo en el mismo lugar nuestra fotografía en blanco y negro (no se ve tu lunar, ni tus ojos de gata, claro, no te sonrojes). Dejo mis libros de poemas sobre la mesa, tal vez aún los quieras leer. No me llevo ni una sola gota de veneno (no te preocupes), a cambio me llevo los besos cuando te ibas, no estabas nunca dormida, nunca, y pensar que velaba tus sueños... Y un asombro por todo esto que ninguna carta, ninguna explicación, ni los versos, ni las historias pueden decir a nadie, entiéndelo, a nadie; lo que has sido y serás…lo que la lluvia no pudo mojar, lo que mis lentas manos y mi memoria hacen ahora sobre este teclado: buscar ese lugar que debe existir para los dos…” La nostalgia existe, es una luz al final del túnel. Tiene la forma de un camino, a veces se torna en cruz y rosas espinadas, otras veces es solamente un aroma de jardines que ya no existen.

Concluyo la primera parte de estos apuntes con unos breves versos de Rocío Uchofen que evocan la nostalgia a través del otro gran tema del que los escritores hacen una eternidad, ese otro tema capital llamado muerte: “¿Adónde van los muertos cuando los olvidamos?/ ¿Cuando caen inefables de nuestro recuerdo,/ como leves hojas secas que abandonan la memoria?/ ¿A dónde van cuando la trama/ recrea mil y un nuevos caminos,/ para los que quedamos en la vida,/ para los que al cerrar los ojos en la noche,/ los desconocemos?/ ¿A dónde va el humo cadencioso de sus vivencias,/ cuando la marea deja otras aguas a los pies de los amigos?/ ¿En qué lugar desierto descansa el alma?/ ¿En qué lugar quedan los restos,/ las imágenes plasmadas en miles de neuronas,/ el aroma del momento, del suspiro, del silencio que ya fue?/ ¿A dónde van los muertos cuando el tiempo y la distancia/ los envuelven en un remolino ansioso,/ de páginas calendarias, de años nuevos y viejos?/ ¿Adónde van?/ ¿Adónde iremos?”. La muerte sigue su largo camino de recolección de flores y espinas; la nostalgia, hija del amor, busca en estas palabras una morada que en ningún tiempo será suficiente, porque los escritores que venero están muertos, algunos que me han llegado a interesar, están por morir y, la ilusión de inmortalidad que todos buscan, en mayor o menor grado, es sólo eso: una ilusión que nos mira desde aquellos libros que nunca podremos escribir y los otros, los que tal vez nunca leeremos.



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