viernes, 11 de julio de 2008

Tras las huellas de Ai-Apaec o el degollador en la memoria: apuntes sobre “El monstruo de los cerros” de Luis Rodríguez Castillo



Por Darwin Bedoya





“En sacrificio y ofrenda no te deleitaste,

estos oídos míos los abriste.

Ofrenda quemada y ofrenda por el pecado no pediste.

En vista de eso dije:

aquí he venido, en el rollo del libro está escrito de mí.”

SALMOS 40: 6, 7.





C e r o



LOS ORÍGENES: La furia de los Apus y el mito del Degollador



“Ustedes mismos también como piedras vivas

están siendo edificados (…)

para ofrecer sacrificios espirituales aceptos a Dios.”

1 Pedro 2: 5



“Te ofrezco mi historia/ como a Dios el cordero tierno.” Los dioses, en sus diversos matices y deificaciones, siempre han existido en todas las culturas, desde la aparición de los primeros humanos. También sentaron su presencia los rituales, como parte de las formas de vida mística de las civilizaciones genésicas. A partir de los rituales empezaron a cobrar importancia las formas de acercarse a los dioses,”Apus” para la cultura andina, cada vez que estos se enfurecían y necesitaban algún obsequio para aplacar su ira. Paulatinamente se fue tornando en plato predilecto, para los dioses, el sacrificio humano. Una de esas formas fue la degollación que, como sacrificio significa que la vida de la colectividad está por encima de las vidas individuales, pues la ofrenda tiene por objeto conseguir el beneplácito de los seres del otro mundo para que no sucedan tragedias como: cataclismos, sequías, diluvios, pestes; para que la cosecha sea buena, para que la tierra esté contenta, para que la especie se procree, para que la conquista de territorios sea la mejor, etc. La vida humana es entonces considerada como lo más preciado que se puede ofertar, con la idea de que más vale que muera uno a que mueran otros. El que muere así se convierte en un mensajero hacia los dioses. (Ansión, 1979: 67).

Es a raíz de estas representaciones que el degollador se torna en un personaje que cumple una función o encomienda sagrada al realizar su labor tan vital para la tranquilidad de los pueblos. Desde los relatos bíblicos que narran sacrificios, hasta los más recientes, siempre se ha hablado de los sacrificios humanos, atravesando por ejemplo por los mayas y aztecas, estos últimos tenían como un asunto común los sacrificios humanos, durante celebraciones o catástrofes naturales. Verter sangre humana era una manera de humillarse y la vez de alcanzar el honor para expresar la gratitud y pagar la deuda a los dioses por el sacrificio que hicieron ellos mismos en la creación del mundo. Cuando el sacrificio consistía en ofrecer la vida de otra persona, ésta era raramente un esclavo (ya que el sacrificio era menos valioso). Normalmente debía ser una persona libre ofrecida voluntariamente o un prisionero de guerra. Este último tipo de sacrificio, en el que un guerrero jaguar ofrecía a su prisionero a Huitzilopochtli, dios del sol y de la guerra, era el más común entre los aztecas. El rito solía consistir en una danza ritual entre la víctima y el guerrero, para que después el sacerdote saque el corazón del pecho de la víctima sobre el altar de sacrificio. Acto seguido, el cuerpo de la víctima era ofrecido a la familia del guerrero. Ellos luego comían su carne y llevaban puesta su piel durante varios días. Un aspecto interesante en el sacrificio ritual, es que el sacrificador asume también el papel de víctima (resultado de la asimilación del otro). Cuando la familia comía la carne de la víctima se ponía de luto y era frecuente llorar durante la ceremonia, tanto o igual que si fuera su familiar el que había muerto.

En la cultura andina, el degollador también ha tenido una presencia casi mítica, ha existido siempre, su vigencia y trascendencia ha estado ligada a la vida de los Apus y los mortales. Desde el apogeo de las culturas peruanas hasta nuestros días ha existido este personaje en nuestra cultura. Una de las culturas más vinculadas, en Perú, con el enigmático degollador, ha sido la cultura Mochica o Moche, (florecieron entre el año 100 d.C. hasta el 800 d.C., se ubicaron en el departamento de La Libertad, en el valle del río Moche y se extendieron desde Lambayeque hasta Nepeña en Ancash) es a partir de los estudios comparativos con diversas representaciones iconógráficas plasmadas es los grabados donde se puede contemplar el rostro antropomorfizado frontal, tal como se plasmó en los relieves de las paredes de algún templo, resulta muy similar en casi todos sus detalles y características al rostro de “El Decapitador alado" del área de Vicús (Piura) y Sipán (Lambayeque), e igualmente al "demonio de las cejas prominentes" del área piurana.

Por lo tanto, puede asumirse que este personaje que aparece reiteradamente representado en los relieves y pinturas murales de la Huaca de la Luna, corresponde a una representanción resumida de la deidad cuyo gesto básico por lo general corresponde a "El Degollador alado", quien no es otro que el personaje que se encargaba de realizar esa tarea de otorgar los obsequios a los Apus. Este es un tema que ha sido tratado de manera general y básicamente a partir de la evidencia iconográfica Moche. Las evidencias arqueológicas de sacrificios se han referido a individuos (hombres o mujeres, incluso niños) acompañando a grandes jefes o dignatarios en su viaje al más allá.

Estos rituales masivos de sacrificios no fueron un fenómeno permanente, la presencia de gruesas capas de sedimentos indica que están asociados a la presencia de fuertes lluvias (eventos de El Niño), que destruían el sistema agrícola, y en consecuencia, trastocaban la economía y el poder central. Sin embargo, la presencia de los relieves polícromos en los patios internos y el ícono allí representado son buenos indicios para sostener que se trata de “El Degollador" o Ai-Apaec, el hacedor. Las figuras de grabados anuncian que los rituales de sacrificios pudieron haberse llevado a cabo dentro de los edificios de la Huaca de la Luna y en particular en el patio donde el ícono de El Degollador está representado.

En suma, podemos decir que la Huaca de la Luna sería el templo principal Moche donde se realizaban los rituales y ceremoniales centrales que garantizaban, de un lado, la reproducción del poder ideológico Moche, y del otro la renovación del poder de los representantes de las deidades que gobernaban la sociedad. En esta misma perspectiva los ceremoniales de preparación de los ajuares y rituales mortuorios formaron parte de las actividades centrales del templo. La falta de una explicación científica y naturalista sobre la muerte, fue la base para que se elaborara todo un complejo sistema ideológico donde la muerte y la vida formaron una unidad básica, pero fue la primera que generó el mayor ceremonial y ritual en época Moche: construcción de templos, entierros, sacrificios, etc. Los moches hicieron de la muerte parte sustancial de su existencia y no terminaron de comprenderla, pero esto no fue óbice para que se sirvieran de ella. De este modo, la muerte y los muertos tuvieron vida propia: ellos bailan, beben, aman, odian, festinan, se "reproducen", de la misma manera que en el mundo de los vivos, por ello hay que ofrendarles lo mejor para su viaje al más allá. Hay que respetarlos y recordarlos pues ellos son el pasaje necesario que asegura el sistema en su conjunto.

Pero el asunto del degollador no ha quedado en las culturas peruanas como algo histórico, sino más bien que, con el paso de los años ha ido variando su denominación, pero sus rasgos característicos han sido los mismos; entre sus otros nombres están por ejemplo: nakaq palabra quechua que significa degollador. Proviene de nakay (degollar) y se usaría para señalar la acción de destazar a una res o algún otro animal (Morote Best, 1988:153). Empero, según Morote Best, éste término también se utiliza para denominar a los temibles degolladores de seres humanos, lo cual nos llevaría a pensar que el término sufre una extensión en su significado original. La palabra no resulta ambigua como parece. Según Arguedas, nakay específicamente denomina al degollador de seres humanos, y no a los de otro tipo. Este mismo término, en una variación geográfica va adquiriendo otras grafías, por ejemplo ahí está el pishtaco, el kharisiri, el sacaojos, etc. quienes no son otros que el mismo degollador pues cumplen esa función de ser nexo entre los mortales y los dioses a raíz de las ofrendas que los primeros puedan ofrecer. De este terrible personaje, del que se cuentan tan pavorosas historias ha dado a la palabra una limitación absoluta. Nakaq es sólo este degollador de seres humanos (...) (Arguedas, 1953: 218).

Es conocida la presencia de este personaje, en España por ejemplo se le denominaba “sacagrasa”, en Brasil ”depredador”; pero, como hemos mencionado, este personaje, está especialmente muy difundido en la tradición oral de la cosmovisión andina del Perú. Por ejemplo, se considera clave al mes de agosto pues, resulta ser un periodo especial para los rituales, este mes es un período de gran importancia ceremonial en el altiplano aymara (Perú, Bolivia, Chile), incluyendo, una gran parte del territorio boliviano. Es el momento en que la tierra, pachamama, según cuentan los aymaras, se abre para recibir las ofrendas rituales que necesita para recuperar su vigor y fortaleza una vez transcurrido el invierno. Por eso le dicen lakani phaxi, "el mes que tiene boca". En agosto las familias aymaras realizan ofrendas ceremoniales en las chacras de cultivo y acuden a las cumbres de los cerros donde se encuentran los venerados achachilas, tutores ceremoniales de la montaña, a realizar las ofrendas y quemar las mesas rituales con la intención de satisfacer el apetito ceremonial que las montañas y la tierra padecen antes de iniciarse el nuevo ciclo productivo. Una vez efectuado el ritual, la tierra aparece simbólicamente preparada para que comiencen las labores de la siembra en todo el altiplano a partir de septiembre y octubre. La pachamama se abre el mediodía del primero de agosto. Es el momento óptimo para realizar las oblaciones rituales y expresar al mismo tiempo los ruegos y deseos que se espera obtener a lo largo del año. A la pachamama y a los achachilas hay que pedirles, con insistencia y comedimiento, que ayuden en el desarrollo del nuevo ciclo agrícola, que no falte la lluvia, que los cultivos crezcan y extiendan sus tonos multicolores en los meses de febrero y marzo, que el envidioso granizo no baile sobre las calaminas ni golpee las sementeras, que se vaya a otras comunidades, junto con la escarcha y la helada, sus flojos hermanos, a robar el fruto del trabajo humano. Todo depende del éxito de la ofrenda ceremonial, de la elaboración correcta y específica de los platos rituales, de la abundancia y calidad de las aspersiones ceremoniales y, por supuesto, de la acertada solicitud del oficiante ceremonial quien debe conocer las aficiones culinarias rituales de sus comensales sagrados y rogar por los intereses de sus representados con la apropiada cortesía.

Los lugares comúnmente mencionados con la presencia del degollador, han sido Apurímac, Ayacucho, Puno y Cuzco, encontrándose gran diversidad de versiones. El esquema básico del mito se repite en varios relatos. Así, en Puno se le conoce como kharisiri, en Apurímac (y el norte) lo denominan nakaq, mientras que en Ayacucho (y el sur) es pishtaco. Es ahí donde se sabe de él inclusive en estos días, se cuenta que es un tipo silencioso, vestido, casi siempre de negro, tiene la apariencia de un monje, y normalmente pasa su vida en los parajes solitarios hasta donde llega su víctima y donde es inevitable que se apodere de su vida, su alma, su fuerza vital.

En el caso del pishtaco, se dice que asesina a su víctima cercenándole la cabeza y luego engancha el cuerpo de tal forma que la sangre y la grasa van cayendo poco a poco en un recipiente colocado adecuadamente para tal fin (Ansión, 1989: 73). Un dato sumamente importante que se debe tener en cuenta es que el o los pishtacos no pertenecen a la comunidad agredida. Tal como lo evidencian Morote Best y Juan Ansión en sus investigaciones, el nakaq o pishtaco no es indígena. En la colonia, los españoles obligaban a los conquistados a servir en sus haciendas, a pesar del miedo de los indígenas, debido al rumor que acusaba a los españoles de extraer el unto para curar con eso las extrañas enfermedades del Viejo Mundo. Luego, en la república naciente, se consideraban pishtacos a los mestizos (mistis), pues eran ellos hacendados (gamonales) quienes agredían a los ayllus en favor de sus intereses (Morote Best, 1988: 155). Con la incursión de la modernidad en el país, las comunidades señalaron a los extranjeros como nakaq.

Hay unos delgados hilillos, que tal vez sean cabellos, los que van conectando estos sucesos que aparecen desde las épocas previas, las antiguas civilizaciones, hasta nuestros días; aquí, como se puede ver, los sucesos de sacrificio y el personaje del degollador, son los que aparecen en este entramado que tiene que ver con la poesía y las formas de conexión con las divinidades, los Apus, en este caso.

U n o



Espejos enterrados: La sensibilidad

de El Monstruo de los cerros



“Por lo tanto, háganse imitadores de Dios,

como hijos amados, y sigan andando en amar,

así como el Cristo también los amó a ustedes

y se entregó por ustedes

como ofrenda y sacrificio a Dios para olor fragante.”

Efesios 5: 1, 2



“Yo también / fui un señor de lentes / que por las tardes/ – siempre después del maldito tráfico- / regresaba con hambre a casa / perdido / caminando entre señales de tránsito.” En estos tiempos, y volviendo la atención al poemario, el monstruo de los cerros parece ser el tipo de degollador un tanto más moderno que, aparece en la ciudad y desde ella elige a sus víctimas para sacrificarlas como pago a algún dios o como una simple tendencia criminal. El monstruo de los cerros es uno de esos seres que ha huido para encontrarse así mismo, se ha visto en un espejo frente a frente y no ha tenido escapatoria. Este monstruo podría ser el Hannibal Rising de Thomas Harris, el Dick & Perry de Truman Capote o algún personaje de Chakushin ari de Rempei Tsukamoto u otra historia de Allan Poe, o tal vez el mismísimo ninja: Cho Seung Hui, aquel norcoreano silencioso que terminó con la vida de 32 de sus compañeros, era un chico de personalidad solitaria, persona muy tranquila e introvertida. Cho tenía 23 años y era gran admirador de la literatura inglesa, había escrito varios cuentos en los que se narraba extrañas y macabras muertes, casi rituales. Estos sucesos de la Universidad de Virginia Tech, tienen acaso alguna conexión con esta locura, con ese deleite de sus cuentos, con este monstruo; o, en Perú, Cho pudo ser Pedro Pablo Nakada Ludeña, conocido también como “El depredador de Huaral” o simplemente y para mayores señas “El degollador”, en realidad el monstruo de los cerros podría ser uno de aquellos que tiene la sangre fría como la nieve, pero que muy dentro de él tiene, al margen de su espíritu psicópata o apariencia de loco, un corazón desde donde se podría destilar poesía.

Este monstruo de apellido Nakada, es considerado el mayor asesino en serie que los peruanos hayan conocido, él es quien sumió al pueblo de Huaral en las noches más tétricas que jamás hayan vivido, sus aproximadas 25 víctimas, entre varones, damas y niños, son precisamente el resultado de una necesidad de matar que él poseía, tal como lo ha mencionado el mismo Nakada. El criminólogo Robert K. Ressler, inventor del término asesino múltiple ha mencionado que la idea de que los criminales en serie quieran que los atrapen para dejar de matar, es una idea tomada del cine, una idea que nos lleva a revisar las facetas de villanos y héroes, donde los villanos, si no mueren en el enfrentamiento, son llevados hasta alguna cárcel donde un día, no muy lejano, tendrán que salir para reiniciar su vida criminal; a menos que en el transcurso de la sombra logre fugarse de las prisiones deleznables en estos tiempos.

Nakada, atrapado el 28 de diciembre del año 2006, ha contado friamente los motivos que lo llevaron a cometer esos crímenes: “Tengo hermanos en Japón. Nunca me ayudaron, siempre les decía que tenía problemas. Estaban en la posibilidad de ayudarme y no lo hicieron. Nunca. Yo aquí solo cumplí mi misión. No espero nada. En la prisión como excremento, piedras, basura, lo que encuentro; quiero que me explote el estómago para morirme de una vez. Siento Que mi misión, la de acabar con los malos, terminó aquí. Hay muchos malos, maricones, borrachos, drogadictos, prostitutas, ladrones…Yo no lo soy. He leído la Biblia, el Apocalipsis, sobre la bestia y el fin. Ahora mis padres me quieren llevar. Ellos ya fallecieron. Todo terminó para mí. Quería que me atraparan de una vez.” El monstruo parece encontrar muy en el fondo esa conexión con Dios, aunque puede ser sólo un argumento, lo que cuenta es que recuerda esa luz, también se debe anotar el recuerdo que guarda de sus padres y, especialmente se debe revisar quién era este monstruo antes de cometer aquellos asesinatos.

Era un excelente mecánico. Hacía bien su trabajo. Las labores de su taller las realizaba eficientemente y, sobre todo, rápido, que era lo que los clientes deseaban, pero estuvo siempre muy solo, era un tipo solitario; no era muy sociable que digamos…también era un tipo que no bebía mucho, casi nada, eso sí, comía como una bestia, parecía una buena persona, hasta tenía una novia que trabajaba como enfermera. Era callado, a pesar aún de venir de Lima, era muy callado, tal vez tímido, hablaba de sus padres, especialmente de su mamá, ellos ya habían fallecido, pero él los recordaba. Nunca fue violento. Alguna vez se imaginó caminando en las tardes, por las calles, con lentes, retornando a casa o tal vez a su taller de mecánico, atravesando un denso tráfico, propio de sus días en Lima, de donde no debió salir. Qué le habrá pasado, sólo Dios sabe. Lo cierto es que ya no asustará a las muchachas, a los maricones y a los borrachos. Ya no hará rituales con sus víctimas y tampoco masticará oraciones por ellas. Morirá en la cárcel si no ocurre lo deleznable de aquellos lugares. Quizá su último recuerdo sea su madre.

Muy dentro del monstruo hay una sensibilidad que lo lleva a redimirse, a llorar si fuera posible por los crímenes, aunque después de cometidos no tenga un solo sentido, pero es posible saber de ese mínimo instante, esa luz que lo hace tornarse humano, persona, ángel o incluso ave, cuando dice: “Yo era un niño que admiraba a mis hermanos mayores, ellos en cambio me odiaban, pero nunca vivimos juntos una buena temporada, mi familia se deshizo, mi padre maltrataba a mamá, sufrimos mucho, tuvimos que vivir con un tío, con una tía, con una vecina, mis hermanos me golpeaban, me hicieron mucho daño, y yo los extrañaba, hasta el final los recordé, les pedí una mano. No me olvido nada.” “Me voy/ pero dejo a mi madre/ ella/ como siempre/ rezará apretando en sus manitas lo poco que queda de mí/ también dejo mis ojos/ más negros y más grandes que la caída de lucifer.”



D o s



Persistencia y levedad del lenguaje: El coloquialismo como tendencia

en la poética de EL MONSTRUO DE LOS CERROS



Por consiguiente, les suplico por las compasiones de Dios, hermanos,

que presenten sus cuerpos como sacrificio vivo,

santo, acepto a Dios,

un servicio sagrado con facultad de raciocinio.”

Romanos 12:1



“Confirmado/ la sucesión de asesinatos/ sólo fue/ la mascareta/ de un poemario dominguero/ que/ se publicará/ póstumo al suicidio de un sábado desilusionado.” La primera noticia de este monstruo la recibimos a través de MEMORIAS DE UN DEGOLLADOR (2000) después, llegó hasta nuestras manos EL MONSTRUO DE LOS CERROS (2005) con modificaciones y algunos poemas incluidos que hasta cierto punto resquebrajan la estructura del poemario precedente, el cual sí tenía una ilación temática extraordinaria, incluida la atmósfera que de por sí le brindaba la estructura distributiva de los poemas y las remembranzas ordenadas del monstruo.

La poesía de Luis Rodríguez Castillo posee la persistencia y una conexión afín al lenguaje coloquialista y/o conversacional de la otrora poesía nueva, este lenguaje nos lleva a recordar aquel conversacionalismo que ciertamente logró una cosmovisión distinta, pero que exageró los elementos de ruptura en detrimento de las necesarias continuidad y diversidad. Con sus primeras luces en POEMAS Y ANTIPOEMAS de Nicanor Parra y AULLIDO de Allen Ginsberg en 1956; el periodo de los imaginistas y su vinculación a ese “británico modo” de expresión poética; que luego atravesaría por una serie de estancias donde tendría como territorios fronterizos al costumbrismo poético, el postmodernismo, el exteriorismo, las vanguardias y la antipoesía de la que hablaba Fernández Retamar; en este marco se puede decir que el conversacionalismo, en Hispanoamérica, fue llevado a la cima por Ernesto Cardenal y en Perú por los poetas de la Generación del 60, que en las posteriores décadas no ha dejado de causar interés, a pesar aún de su desgaste, de su multiplicidad de coros que sonaron casi durante 50 años y, que en la actualidad todavía guardan el eco relucido, en algunos casos, con cierto trabajo de innovación, especialmente del tema, como en la poesía de Luis Rodríguez. En los años 90 y en lo que va del post 2000, el conversacionalismo todavía sigue siendo empleado como recurso o epicentro discursivo desde donde se viene escribiendo una considerable poesía. Además, como se sabe, en las épocas literarias pasadas, el conversacionalismo, orientó su estética hacia la expresión del mundo inmanente, al que trató de dotar de una nueva trascendencia, lo que, por supuesto, no logró siempre. El conversacionalismo, apela a una comunicación aparentemente directa de experiencias cotidianas por parte de sujetos claramente identificables con la clase media. Alguien podría acusar a este “espacio” de autobiográfico y simplista, pero es claro que en sus más interesantes representantes lo que hay es un proyecto literario (y por ello una retórica, en el mejor sentido de la palabra), no la transcripción directa de vivencias y emociones de los autores. No se piense, entonces, que se trata de una poesía ligera o light. El adelgazamiento del mundo que existe en los textos responde, sin duda, a otros objetivos. (Chueca: 2001) Es por ello que puede decirse también que este coloquialismo mostró las transformaciones revolucionarias en la realidad, creó una conciencia muy profunda de la imbricación del poeta con su circunstancia (en nuestro autor se notará claramente este aspecto), y, además, testimonió los dramáticos conflictos del hombre por transformarse a sí mismo y a su contexto, de ese modo, realizaba una crítica ágria y profunda de su pasado y, precisamente esas proyecciones han calado hondamente en la conciencia poética de los lectores.

En este espacio literario donde cobra vital importancia el conversacionalismo, que marca un “nuevo” territorio para el discurso poético, es preciso tener en cuenta que los rasgos en los que se desplaza este tipo de poesía, tiene que ver con aquel lenguaje de asombro ortodoxo, puro, lírico y marginal, como tendencias del mismo lenguaje coloquial, dentro del cual, será posible aún, percibir una estela de vanguardia frente a una realidad inmanente dentro de las zonas expresivas del conversacionalismo lírico reflejado en EL MONSTRUO DE LOS CERROS, que vendría a ser un texto literario postconversacional.

Ya en los años 60, la poesía peruana tuvo una conexión lírico-coloquialista, partiendo del lenguaje que se mostraba en los libros de los poetas de esos años (Cisneros, Hinostroza, Heraud y demás gallada) Pero sucede que ese coloquialismo que casi fue un espacio extremadamente alargado, aproximadamente 50 años, está bastante gastado, es tan cotidiano, tan perentorio y tan vecino de lo común; por ello conviene hablar de una reacción postconversacional, donde se tensa al máximo el lenguaje, donde se asume una preeminencia del fragmento por sobre otro tipo de sistemas, entrando al límite de lo lógico por sobre lo histórico, de lo lírico por encima de lo épico, y de lo antropológico por sobre lo existencial.

El lenguaje de Luis Rodríguez está contenido por aquel sentimentalismo del que fácilmente se puede desconfiar, precisamente por ese desliz sentimentaloide, además, su trama de sensualidad fenoménica, aparencial, existencial y, en fin, testimonial; es la que cobra un discurso altamente lírico, hasta elegiaco, que podría llamarse trascendentalista por las vibraciones que ocasiona con el conjunto de imágenes que acompasan los versos. Esto quiere decir que en la poética de EL MONSTRUO DE LOS CERROS hay una significativa irrupción de la laboriosidad con el trabajo del lenguaje, sin embargo, toda esa carga de verbo e imagen tiene una ascendencia vanguardista, donde a su vez, el discurso va adquiriendo un corpus singular, una suerte de mito utópico y un acendramiento cuasi filosófico de la existencia. En ese sentido puede hablarse también de un entusiasmo, una preocupación creadora multifacética, del mismo modo, de una preocupación ontológica, una fragmentación asumida como plenitud: un caos del ser, pero sin descuidar esa mirada preocupada de la variante cosmovisiva, tal como la que se va creando con el mito, pues éste aparece como respuesta a situaciones de violencia extrema, generada por el otro opresor. Actualmente, el mito permanece enterrado en el subconsciente colectivo, mas no significa que haya sido olvidado. El rebrote de movimientos terroristas podría despertarlo y crear un ambiente de pánico en la población. El mito nos muestra la violenta relación asimétrica entre el centro y la periferia, donde Lima es quien devora a las provincias. Pero, la voz del poeta persiste más allá de los temores y de los vacíos o los anuncios… La poesía en EL MONSTRUO DE LOS CERROS está cifrada por un halo de ethos que marca el gesto creador, la filiación a la escritura misma, la certidumbre en la potencialidad cognoscitiva de la poesía como una forma irreductible de conocimiento de la realidad, así como una extraña y a la vez conocida resistencia desde la poesía frente a una circunstancia hostil, a la par de desplegar ese discurso funcional y ávido de tomar en sus manos todo lo que encuentre en su camino, casi como una apertura de un nuevo espacio poético que a pesar de su rostro deleznable sigue gustando y vibrando.

En los cánticos de EL MONSTRUO DE LOS CERROS los mecanismos poéticos de la expresión se hallan mediados por el reino de las imágenes que no apelan a un significado fuera del mismo juego de la representación, en este caso mítica del monstruo. La paradoja consiste, entonces, en no poder tratar de manera directa el referente. Pero estas imágenes que se alejan de lo convencional parecen traspasar lo imaginable, y es que se sientan en lo concreto, debido justamente a que nacen de una especie de asombro, tal como en los años veinte los surrealistas, Breton y sus secuaces, buscaron en la ensoñación quimérica y en la escritura automática, las formas para hallar la voz poética, de igual modo los Beats vieron en la prosodia de un nuevo ritmo la depositaria de una creación más honesta, directa y comunicable. Reaccionaron contra el New Criticism, la metafísica y la New Agarians, desenfrenando el verso libre hacia lo que Jack Kerouac llamó “Spontaneus Bop Prosody”, que se puede caracterizar por un discurso entrecortado y libre de las marcas retóricas reguladoras de la dicción. (Sepúlveda: 1999).

La voz de Rodríguez parte de una especie de maquinación lírica, desde unas luces que se originan en épocas precedentes donde el coloquialismo acerca el texto poético a una especie de relato autobiográfico, a veces con matices de ficcionalidad, para de ese modo separar la historia, situando así fragmentos de la realidad con los de la ficción.

T r e s

La poesía, el mito y la imbricación de la circunstancia real en

EL MONSTRUO DE LOS CERROS

El ideario temático que asume el punto de partida en el discurso de EL MONSTRUO DE LOS CERROS es aquella noticia del monstruo que fue matando selectiva y metódicamente a sus víctimas, sin dejar huellas aparentes, por supuesto. Las cavilaciones, los autorretratos, las víctimas, los lamentos como textos que hacen del poemario una construcción de tono coloquial sui generis donde se conjuga el escepticismo y la ironía detrás de un hondo lirismo que apunta hacia aquella muchacha de agua, que siempre vive en la mar. Este libro - elogio de la locura es una forma de eternizar aquel suceso, mitificar un personaje (el monstruo de los cerros), poetizar una historia y, sobre todo, hacer que la poesía inspeccione en este intersticio que fabula la invención y la realidad y, allí mismo, sea posible ver la delgada línea que las separa.

Esta reiterada ascensión del monstruo hacia las cúspides de los cerros, donde se deleita con el placer de ver morir a sus víctimas, nos hace ver esa conexión del cerro que está directamente vinculado con los apus (cerro = apu), por ello es que los vínculos son, a menudo, de los más exactos posibles. Además, las conexiones sociológicas que de alguna manera alcanzan a las temáticas abordadas por autores de nuestros días, por ejemplo el caso de Roxana Crisólogo con su libro LUDY DI y la misma participante en este Copé, Rocío Silva quien ocupara el segundo lugar con el poemario titulado LAS HIJAS DEL TERROR; mientras que en otro género, el narrativo, ahí están los trabajos de Roncagliolo y el mismo Alonso Cueto con un abordaje nítidamente social en sus recientes novelas que han sido premiadas en distintos eventos literarios europeos. Esto, sin duda, nos podría conducir a revisar la función de la literatura, donde, a no dudarlo, se haría mención a las tipologías literarias donde seguiríamos mencionando lo social, lo puro y demás aspectos hablados hasta el cansancio. Lo cierto es que en la poética de Luis Rodríguez, especialmente en este libro que ha rasgado el Copé y que en palabras de Martos, uno de los jurados, debió traerse (a Puno) el Copé de Oro, hay una golpe, una poética esperada y, sobre todo, un canto que traspasa el silencio o mutismo de la poesía no escrita en Lima. Este texto tiene una dosis de rigor y de trabajo acucioso que confluye en el valor necesario de los trabajos que pasarán a la posteridad y en el recuento de las literaturas escritas desde el pueblo para el pueblo.

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